Jamás he conocido a nadie
tan dispuesto a celebrar una broma como el rey. Parecía vivir tan sólo para las
bromas. La manera más segura de ganar sus favores consistía en narrarle un
cuento donde abundaran las chuscadas, y narrárselo bien. Ocurría así que sus
siete ministros descollaban por su excelencia como bromistas. Todos ellos se
parecían al rey por ser corpulentos, robustos y sudorosos, así como bromistas
inimitables. Nunca he podido determinar si la gente engorda cuando se dedica a
hacer bromas, o si hay algo en la grasa que predispone a las chanzas; pero la
verdad es que un bromista flaco resulta una rara avis in terris.
Por lo que se refiere a
los refinamientos -o, como él los denominaba, los «espíritus» del ingenio-, el
rey se preocupaba muy poco. Sentía especial admiración por el volumen de
una chanza, y con frecuencia era capaz de agregarle gran amplitud para
completarla. Las delicadezas lo fastidiaban. Hubiera preferido el Gargantúa de
Rabelais al Zadig de Voltaire; de manera general, las bromas
de hecho se adaptaban mejor a sus gustos que las verbales.
En los tiempos de mi
relato los bufones gozaban todavía del favor de las cortes. Varias «potencias»
continentales conservaban aún sus «locos» profesionales, que vestían traje
abigarrado y gorro de cascabeles, y que, a cambio de las migajas de la mesa
real, debían mantenerse alerta para prodigar su agudo ingenio.
Nuestro rey
tenía también su bufón. Le hacía falta una cierta dosis de locura, aunque más
no fuera, para contrabalancear la pesada sabiduría de los siete sabios que
formaban su ministerio... y la suya propia.
Su «loco», o bufón
profesional, no era tan sólo un loco. Su valor se triplicaba a
ojos del rey por el hecho de que además era enano y cojo. En aquella época los
enanos abundaban en las cortes tanto como los bufones, y muchos monarcas no
hubieran sabido cómo pasar los días (los días son más largos en la corte que en
cualquier otra parte) sin un bufón con el cual reírse y un
enano de quien reírse. Pero, como ya lo he hecho notar, en el
noventa y nueve por ciento de los casos los bufones son gordos, redondeados y
de movimientos torpes, por lo cual nuestro rey se congratulaba de tener en
Hop-Frog (que así se llamaba su bufón) un triple tesoro en una sola persona.
Creo que el nombre de
Hop-Frog no le fue dado al enano por sus padrinos en el
momento del bautismo, sino que recayó en su persona por concurso general de los
siete ministros, dado que le era imposible caminar como el resto de los
mortales. En efecto, Hop-Frog sólo podía avanzar mediante un movimiento
convulsivo -algo entre un brinco y un culebreo-, movimiento que divertía
interminablemente al rey y a la vez, claro está, le servía de consuelo, aunque
la corte, a pesar del vientre protuberante y el enorme tamaño de la cabeza del
rey, lo consideraba un dechado de perfección.
Pero si la deformación de
las piernas sólo permitía a Hop-Frog moverse con gran dolor y dificultad en un
camino o un salón, la naturaleza parecía haber querido compensar aquella
deficiencia de sus miembros inferiores concediéndole una prodigiosa fuerza en
los brazos, que le permitía efectuar diversas hazañas de maravillosa destreza,
siempre que se tratara de trepar por cuerdas o árboles. Y mientras cumplía
tales ejercicios se parecía mucho más a una ardilla o a un mono que a una rana.
No puedo afirmar con
precisión de qué país había venido Hop-frog. Se trataba, sin embargo, de una
región bárbara de la que nadie había oído hablar, situada a mucha distancia de
la corte de nuestro rey. Tanto Hop-Frog como una jovencita apenas menos enana
que él (pero de exquisitas proporciones y admirable bailarina) habían sido
arrancados por la fuerza de sus respectivos hogares, situados en provincias
adyacentes, y enviados como regalo al rey por uno de sus siempre victoriosos
generales.
No hay que sorprenderse,
pues, de que en tales circunstancias se creara una gran intimidad entre los dos
pequeños cautivos. Muy pronto llegaron a ser amigos entrañables. Hop-Frog, a
pesar de sus continuas exhibiciones, no era nada popular, y no podía, por
tanto, prestar mayores servicios a Trippetta; pero ésta, con su gracia y
exquisita belleza -pese a ser una enana-, era admirada y
mimada por todos, lo cual le daba mucha influencia y le permitía ejercerla en
favor de Hop-Frog, cosa que jamás dejaba de hacer.
En ocasión de una gran
solemnidad oficial (no recuerdo cuál) el rey resolvió celebrar un baile de
máscaras. Ahora bien, toda vez que en la corte se trataba de mascaradas o
fiestas semejantes, se acudía sin falta a Hop-Frog y a Trippetta, para que
desplegaran sus habilidades. Hop-Frog, sobre todo, tenía tanta inventiva para
montar espectáculos, sugerir nuevos personajes y preparar máscaras para los
bailes de disfraz, que se hubiera dicho que nada podía hacerse sin su
asistencia.
Llegó la noche de la gran
fiesta. Bajo la dirección de Trippetta habíase preparado un resplandeciente
salón, ornándolo con todo aquello que pudiera agregar éclat a
una mascarada. La corte ardía con la fiebre de la expectativa. Por lo que
respecta a los trajes y los personajes a representar, es de imaginarse que cada
uno se había aprontado convenientemente. Los había que desde semanas antes
preparaban sus rôles, y nadie mostraba la menor señal de
indecisión... salvo el rey y sus siete ministros. Me es imposible explicar por
qué precisamente ellos vacilaban, salvo que lo hicieran con ánimo
de broma. Lo más probable es que, dada su gordura, les resultara difícil
decidirse. A todo esto el tiempo transcurría; entonces, como postrer recurso,
mandaron llamar a Trippetta y a Hop-Frog.
Cuando los dos pequeños
amigos obedecieron al llamado del rey, lo encontraron bebiendo vino con los
siete miembros de su Consejo; el monarca, sin embargo, parecía de muy mal
humor. No ignoraba que a Hop-Frog le desagradaba el vino, pues producía en el
pobre lisiado una especie de locura, y la locura no es una sensación agradable.
Pero el rey amaba sus bromas y le pareció divertido obligar a Hop-Frog a beber
y (como él decía) «a estar alegre».
-Ven aquí, Hop-Frog
-mandó, cuando el bufón y su amiga entraron en la sala-. Bébete esta copa a la
salud de tus amigos ausentes... (Hop-Frog suspiró)... y veamos si eres capaz de
inventar algo. Necesitamos personajes... personajes, ¿entiendes?
Algo fuera de lo común, algo raro. Estamos cansados de hacer siempre lo mismo.
¡Ven, bebe! El vino te avivará el ingenio.
Como de costumbre,
Hop-Frog trató de contestar con una chanza a las palabras del rey, pero sus
esfuerzos fueron inútiles. Sucedió que aquel día era el cumpleaños del pobre
enano, y la orden de beber a la salud de «sus amigos ausentes» hizo acudir las
lágrimas a sus ojos. Grandes y amargas gotas cayeron en la copa mientras la
tomaba, humildemente, de manos del tirano.
-¡Ja, ja, ja! -rió éste
con todas sus fuerzas-. ¡Ved lo que puede un vaso de buen vino! ¡Si ya le
brillan los ojos!
¡Pobre infeliz! Sus
grandes ojos fulguraban en vez de brillar, pues el efecto del
vino en su excitable cerebro era tan potente como instantáneo. Dejando la copa
en la mesa con un movimiento nervioso, Hop-Frog contempló a sus amos con una
mirada casi insana. Todos ellos parecían divertirse muchísimo con la «broma»
del rey.
-Y ahora, ocupémonos de
cosas serias -dijo el primer ministro, que era un hombre muy gordo.
-Sí -aprobó el rey-. Ven
aquí, Hop-Frog, y ayúdanos. Personajes, querido muchacho. Personajes es lo que
necesitamos... ¡Ja, ja, ja!
Y como sus palabras
pretendían ser una nueva chanza, los siete las celebraron a coro.
También rió Hop-Frog,
aunque débilmente y como si estuviera distraído.
-Vamos, vamos -dijo impaciente
el rey-. ¿No tienes nada que sugerirnos?
-Estoy tratando de pensar
algo nuevo -repuso vagamente el enano, a quien el vino había
confundido por completo.
-¡Tratando! -gritó
furioso el tirano-. ¿Qué quieres decir con eso? ¡Ah, ya entiendo! Estás melancólico
y te hace falta más vino. ¡Toma, bebe esto! -y llenando otra copa la alcanzó al
lisiado, que no hizo más que mirarla, tratando de recobrar el aliento-. ¡Bebe,
te digo -aulló el monstruo-, o por todos los diablos que...!
El enano vaciló, mientras
el rey se ponía púrpura de rabia. Los cortesanos sonreían bobamente. Pálida
como un cadáver, Trippetta avanzó hasta el sitial del monarca y, cayendo de
rodillas, le imploró que dejara en paz a su amigo.
Durante unos instantes el
tirano la miró lleno de asombro ante tal audacia. Parecía incapaz de decir o de
hacer algo... de expresar adecuadamente su indignación. Por fin, sin pronunciar
una sílaba, la rechazó con violencia y le tiró a la cara el contenido de la
copa.
La pobre niña se levantó
como pudo y, sin atreverse a suspirar siquiera, volvió a su sitio a los pies de
la mesa.
Durante casi un minuto
reinó un silencio tan mortal que se hubiera escuchado caer una hoja o una
pluma. Aquel silencio fue interrumpido por un áspero y prolongado rechinar, que
parecía venir de todos los ángulos de la sala al mismo tiempo.
-¿Qué... qué es ese ruido
que estás haciendo? -preguntó el rey, volviéndose furioso hacia el enano.
Este último parecía
haberse recobrado en gran medida de su embriaguez y, mientras miraba fija y
tranquilamente al tirano en los ojos, respondió:
-¿Yo? Yo no hago ningún
ruido.
-Parecía como si el
sonido viniera de afuera -observó uno de los cortesanos-. Se me ocurre que es
el loro de la ventana, que se frotaba el pico contra los barrotes de la jaula.
-Eso ha de ser -afirmó el
monarca, como si la sugestión lo aliviara grandemente-. Pero hubiera jurado por
el honor de un caballero que el ruido lo hacía este imbécil con los dientes.
Al oír tales palabras el
enano se echó a reír (y el rey era un bromista demasiado empedernido para
oponerse a la risa ajena), mientras dejaba ver unos enormes, poderosos y
repulsivos dientes. Lo que es más, declaró que estaba dispuesto a beber todo el
vino que quisiera su majestad, con lo cual éste se calmó en seguida. Y luego de
apurar otra copa sin efectos demasiado perceptibles, Hop-Frog comenzó a exponer
vivamente sus planes para la mascarada.
-No puedo explicarme la
asociación de ideas -dijo tranquilamente y como si jamás en su vida hubiese
bebido vino-, pero apenas vuestra majestad empujó a esa niña y
le arrojó el vino a la cara, apenas hubo hecho eso, y en
momentos en que el loro producía ese extraño ruido en la ventana, se me ocurrió
una diversión extraordinaria... una de las extravagancias que se hacen en mi
país, y que con frecuencia se llevan a cabo en nuestras mascaradas. Aquí será
completamente nuevo. Lo malo es que hace falta un grupo de ocho personas, y...
-¡Pues aquí estamos!
-exclamó el rey, riendo ante su agudo descubrimiento de la coincidencia-.
¡Justamente ocho: yo y mis ministros! ¡Veamos! ¿En qué consiste esa diversión?
-La llamamos -repuso el
enano- los Ocho Orangutanes Encadenados, y si se la representa bien, resulta
extraordinaria.
-Nosotros la
representaremos bien -observó el rey, enderezándose y alzando las cejas.
-Lo divertido de la cosa
-continuó Hop-Frog- está en el espanto que produce entre las mujeres.
-¡Magnífico! -gritaron a
coro el monarca y su Consejo.
-Yo os
disfrazaré de orangutanes -continuó el enano-. Dejadlo todo por mi cuenta. El
parecido será tan grande, que los asistentes a la mascarada os tomarán por
bestias de verdad... y, como es natural, sentirán tanto terror como asombro.
-¡Exquisito! -exclamó el
rey-. ¡Hop-Frog, yo haré un hombre de ti!
-Usaremos cadenas para
que su ruido aumente la confusión. Haremos correr el rumor de que os habéis
escapado en masse de vuestras jaulas. Vuestra majestad no
puede imaginar el efecto que en un baile de máscaras causan ocho orangutanes
encadenados, los que todos toman por verdaderos, y que se lanzan con gritos
salvajes entre damas y caballeros delicada y lujosamente ataviados. El
contraste es inimitable.
-¡Así debe ser!
-declaró el rey, mientras el Consejo se levantaba precipitadamente (se hacía
tarde) para poner en ejecución el plan de Hop-Frog.
La forma en que procedió
éste a fin de convertir a sus amos en orangutanes era muy sencilla, pero
suficientemente eficaz para lo que se proponía. En la época en que se
desarrolla mi relato los orangutanes eran poco conocidos en el mundo
civilizado, y como las imitaciones preparadas por el enano resultaban
suficientemente bestiales y más que suficientemente horrorosas, nadie pondría
en duda que se trataba de una exacta reproducción de la naturaleza.
Ante todo, el rey y sus
ministros vistieron ropa interior de tejido elástico y sumamente ajustado. Se
procedió inmediatamente a untarlos con brea. Alguien del grupo sugirió cubrirse
de plumas, pero esta idea fue rechazada al punto por el enano, quien no tardó
en convencer a los ocho bromistas, mediante demostración práctica, que el pelo
de orangután puede imitarse mucho mejor con lino. Una espesa
capa de este último fue por tanto aplicada sobre la brea. Buscóse luego una
larga cadena. Hop-Frog la pasó por la cintura del rey y la
aseguró; en seguida hizo lo propio con otro del grupo, y luego con el
resto. Completados los preparativos, los integrantes se apartaron lo más
posible unos de otros, hasta formar un círculo, y, para dar a la cosa su
apariencia más natural, Hop-Frog tendió el sobrante de la cadena formando dos
diámetros en el círculo, cruzados en ángulo recto, tal como lo hacen en la
actualidad los cazadores de chimpancés y otros grandes monos en Borneo.
El vasto salón donde iba
a celebrarse el baile de máscaras era una estancia circular, de techo muy
elevado y que sólo recibía luz del sol a través de una claraboya situada en su
punto más alto. De noche (momento para el cual había sido especialmente
concebido dicho salón) se lo iluminaba por medio de un gran lustro que colgaba
de una cadena procedente del centro del tragaluz, y que se hacía subir y bajar
por medio de un contrapeso, según el sistema corriente; sólo que, para que
dicho contrapeso no se viera, hallábase instalado del otro lado de la cúpula,
sobre el techo.
El arreglo del salón
había sido confiado a la dirección de Trippetta; pero, por lo visto, ésta se
había dejado guiar en ciertos detalles por el más sereno discernimiento de su
amigo el enano. De acuerdo con sus indicaciones, el lustro fue retirado. Las
gotas de cera de las bujías (que en esos días calurosos resultaba imposible
evitar) hubiera estropeado las ricas vestiduras de los invitados, quienes,
debido a la multitud que llenaría el salón, no podrían mantenerse alejados del
centro, o sea debajo del lustro. En su reemplazo se instalaron candelabros
adicionales en diversas partes del salón, de modo que no molestaran, a la vez
que se fijaban antorchas que despedían agradable perfume en la mano derecha de
cada una de las cariátides que se erguían contra las paredes, y que sumaban
entre cincuenta y sesenta.
Siguiendo el consejo de
Hop-Frog, los ocho orangutanes esperaron pacientemente hasta medianoche, hora
en que el salón estaba repleto de máscaras, para hacer su entrada. Tan pronto
se hubo apagado la última campanada del reloj, precipitáronse -o, mejor,
rodaron juntos, ya que la cadena que trababa sus movimientos hacía caer a la
mayoría y trastrabillar a todos mientras entraban en el salón.
El revuelo producido en
la asistencia fue prodigioso y llenó de júbilo el corazón del rey. Tal como se
había anticipado, no pocos invitados creyeron que aquellas criaturas de feroz
aspecto eran, si no orangutanes, por lo menos verdaderas bestias de alguna otra
especie. Muchas damas se desmayaron de terror, y si el rey no hubiera tenido la
precaución de prohibir toda portación de armas en la sala, la alegre banda no
habría tardado en expiar sangrientamente su extravagancia. A falta de medios de
defensa, produjese una carrera general hacia las puertas; pero el rey había
ordenado que fueran cerradas inmediatamente después de su entrada, y, siguiendo
una sugestión del enano, las llaves le habían sido confiadas a él.
Mientras el tumulto
llegaba a su apogeo y cada máscara se ocupaba tan sólo de su seguridad personal
(pues ahora había verdadero peligro a causa del apretujamiento de la excitada
multitud), hubiera podido advertirse que la cadena de la cual colgaba
habitualmente el lustro, y que había sido remontada al prescindirse de aquél,
descendía gradualmente hasta que el gancho de su extremidad quedó a unos tres
pies del suelo.
Poco después el rey y sus
siete amigos, que habían recorrido haciendo eses todo el salón, terminaron por
encontrarse en su centro y, como es natural, en contacto con la cadena.
Mientras se hallaban allí, el enano, que no se apartaba de ellos y los incitaba
a continuar la broma, se apoderó de la cadena de los orangutanes en el punto de
intersección de los dos diámetros que cruzaban el círculo en ángulo recto. Con
la rapidez del rayo insertó allí el gancho del cual colgaba antes el lustro; en
un instante, y por obra de una intervención desconocida, la cadena del lustro
subió lo bastante para dejar el gancho fuera del alcance de toda mano y, como
consecuencia inevitable, arrastró a los orangutanes unos contra otros y cara a
cara.
A esta altura, los
invitados iban recobrándose en parte de su alarma y comenzaban a considerar
todo aquello como una estupenda broma, por lo cual estallaron risas estentóreas
al ver la desgarbada situación en que se encontraban los monos.
-¡Dejádmelos a mi! -gritó
entonces Hop-Frog, cuya voz penetrante se hacía escuchar fácilmente en medio
del estrépito-, ¡Dejádmelos a mí! ¡Me parece que los conozco! ¡Si solamente
pudiera mirarlos más de cerca, pronto podría deciros quiénes son!
Trepando por sobre las
cabezas de la multitud, consiguió llegar hasta la pared, donde se apoderó de
una de las antorchas que empuñaban las cariátides. En un instante estuvo de
vuelta en el centro del salón y, saltando con agilidad de simio sobre la cabeza
del rey, encaramóse unos cuantos pies por la cadena, mientras bajaba la
antorcha para examinar el grupo de orangutanes y gritaba una vez más:
-¡Pronto podré
deciros quiénes son!
Y entonces, mientras
todos los presentes (incluidos los monos) se retorcían de risa, el bufón lanzó
un agudo silbido; instantáneamente, la cadena remontó con violencia a una
altura de treinta pies, arrastrando consigo a los aterrados orangutanes, que
luchaban por soltarse, y los dejó suspendidos en el aire, a media altura entre
la claraboya y el suelo. Aferrado a la cadena, Hop-Frog seguía en la misma
posición, por encima de los ocho disfrazados, y, como si nada hubiese ocurrido,
continuaba acercando su antorcha fingiendo averiguar de quiénes se trataba.
Tan estupefacta quedó la
asamblea ante esta ascensión, que se produjo un profundo silencio. Duraba ya un
minuto, cuando fue roto por un áspero y profundo rechinar, semejante
al que había llamado la atención del rey y sus consejeros después que aquél
hubo arrojado el vino a la cara de Trippetta. Pero en esta ocasión no cabía
dudar de dónde procedía el sonido. Venía de los dientes del
enano, semejantes a colmillos de fiera; rechinaban, mientras de su boca brotaba
la espuma, y sus ojos, como los de un loco furioso, se clavaban en los rostros
del rey y sus siete compañeros.
-¡Ah, ya veo! -gritó, por
fin, el enfurecido bufón-. ¡Ya veo quiénes son!
Y entonces, fingiendo
mirar más de cerca al rey, aplicó la antorcha a la capa de lino que lo envolvía
y que instantáneamente se llenó de lívidas llamaradas. En menos de medio minuto
los ocho orangutanes ardían horriblemente entre los alaridos de la multitud,
que los miraba desde abajo, aterrada, y que nada podía hacer para prestarles
ayuda.
Por fin, creciendo en su
violencia, las llamas obligaron al bufón a encaramarse por la cadena para
escapar a su alcance; al ver sus movimientos, la multitud volvió a guardar
silencio. El enano aprovechó la oportunidad para hablar una vez más:
-Ahora veo claramente quiénes
son esos hombres -dijo-. Son un gran rey y sus siete consejeros privados. Un
rey que no tiene escrúpulos en golpear a una niña indefensa, y sus siete
consejeros, que consienten ese ultraje. En cuanto a mí, no soy nada más que
Hop-Frog, el bufón... y ésta es mi última bufonada.
A causa de la alta
combustibilidad del lino y la brea, la obra de venganza quedó cumplida apenas
el enano hubo terminado de pronunciar estas palabras. Los ocho cadáveres
colgaban de sus cadenas en una masa irreconocible, fétida, negruzca,
repugnante. El bufón arrojó su antorcha sobre ellos y luego, trepando
tranquilamente hasta el techo, desapareció a través de la claraboya.
Se supone que Trippetta,
instalada en el tejado del salón, fue cómplice de su amigo en su ígnea
venganza, y que ambos escaparon juntamente a su país, ya que jamás se los
volvió a ver.
Traducción: Julio
Cortázar
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