Yo estaba esa mañana, por
casualidad, en el sanatorio, y la mujer había sido internada en él cuatro días
antes, en pos de la catástrofe.
–Vale la pena –me dijo el
médico a quien había ido a visitar– que oiga usted el relato del accidente.
Verá un caso de obsesión y alucinación auditivas como pocas veces se presentan
igual.
“La pobre mujer ha sufrido
un fuerte shock con la muerte de su hija. Durante los tres primeros días ha
permanecido sin cerrar los ojos ni mover una pestaña, con una expresión de
ansiedad indescriptible. No perderán ustedes el tiempo oyéndola. Y digo
ustedes, porque estos dos señores que suben en este momento la escalera son
delegados o cosa así de una sociedad espiritista. Sea lo que fuere, recuerde
usted lo que le he dicho hace un instante respecto de la enferma: estado de
obsesión, idea fija y alucinación auditiva. Ya están aquí esos señores. Vamos
andando.”
No es tarea difícil
provocar en una pobre mujer, que al impulso de unas palabras de cariño resuelve
por fin en mudo llanto la tremenda opresión que la angustia, las confidencias
que van a desahogar su corazón. Cubriéndose el rostro con las manos:
–¡Qué puedo decirles
–murmuró– que no haya ya contado a mi médico...!
–Toda la historia es lo que
deseamos oír, señora –solicitó aquél–. Entera, y con todos los detalles.
–¡Ah! Los detalles...
–murmuró aún la enferma, retirando las manos del rostro; y mientras cabeceaba
lentamente–: Sí, los detalles... Uno por uno los recuerdo... Y aunque debiera
vivir mil años...
Bruscamente llevóse de
nuevo las manos a los ojos y las mantuvo allí, oprimidas con fuerza, como si
tras ese velo tratara de concentrar y echar de una vez por todas el alucinante
tumulto de sus recuerdos.
Un instante después las
manos caían, y con semblante extenuado, pero calmo, comenzó:
–Haré lo que usted desea,
doctor. Hace un mes... Suavemente el médico observó:
–Desde el principio,
señora...
–Bien, doctor... Lo haré
así... Usted ha sido muy bueno conmigo... Y si hace sólo quince días... ¡Sí,
sí! Ya voy, doctor... Es lo que quería decir. Mil... Nuestra hijita tenía
cuatro años y un mes justos cuando su padre se enfermó para no levantarse más.
Nosotros no habíamos sido nunca muy felices. Mi marido era de constitución
delicada y muy apocado para la lucha por la vida. No sé qué hubiera sido de
nosotros de no hallarnos en posición desahogada. Siempre parecía extrañar algo,
aun cuando nos sonreía. Y yo creo que no había conocido la felicidad hasta el
momento de sentirse padre.
¡Pero qué amor el suyo, doctor,
por su hija! ¡Qué devoción religiosa contemplando a nuestra nena! ¡Y qué
consuelo para mí al pensar que por fin hallaba él algo que lo ligara
fuertemente a la vida!
Sin duda a mí me había
amado cuando él podía hacerlo; pero su eterna tristeza de alma sólo había
podido disiparse entre las manecitas de su hija.
Se postró por fin, como
digo, para no levantarse más. Mi propio dolor de esposa debió desvanecerse
ante el dolor inenarrable que expresaban los ojos de aquel padre que debía
separarse para siempre de su hija.
¡Para siempre, doctor! Su
última mirada, fija en mí, delataba tan intensamente lo que pasaba por su
corazón, que con mis labios le cerré los ojos, diciéndole:
“¡Duerme en paz! Yo velaré
por tu hija como tú mismo”.
Quedamos solas entonces, mi
criatura y yo, ella vendiendo salud por las mejillas, yo, reponiéndome a su
lado de mi largo quebranto.
¡Criatura mía! Parecía
haber sumado a las suyas las fuerzas de su pobre padre: de tal modo la alegría
de su semblante iluminaba nuestra existencia. No era vana la promesa hecha a mi
marido al morir. Como él, yo concentraba ahora en nuestra hija la inmensidad de
mi afecto y de mi soledad.
¡Oh! velaba por ella, se me
puede creer, como si la continuidad de mi vida y la del Mundo entero no
tuvieran otro destino ni fin que la felicidad de mi hija. ¡Qué sueños de dicha
no he hecho para ella, con mi criatura dormida en mis brazos, y sin decidirme a
acostarla! ¡Cuán leve me parecía el sacrificio de mi cansancio, si con él podía
infundir en su cuerpecito lo que me restaba de vida!
Sí, extremo cansancio... Le
he explicado a usted, doctor, cómo me sentía entonces. Me reponía por fuera,
me hallaba menos delgada y con mejor semblante; pero, en el fondo de mis
esperanzas algo iba muriendo, extenuándose día tras día. Perdía, a poco de
comenzar a tejerlos, el hilo de mis ensueños de dicha, y quedaba inerte, con la
cabeza caída y mortalmente cansada, como si delante de mis ilusiones se
tendiera una infinita y helada vaciedad. A veces, no sé de dónde, me parecía
percibir, apenas sensible, por la distancia, una voz que pronunciaba el nombre
de mi hija. ¡Me sentía tan, tan fatigada!
No podía soñar más con el
porvenir, sin que la tristeza de la nada, de la horrible esterilidad de mis
fuerzas, me helara el corazón. ¿Por qué? No existía, no, ninguna razón para
sufrir así. Allí estaba mi adorada nena, cada día más sana y alegre. Nada nos
faltaba, ni podía faltarnos, dada nuestra posición. ¡No, nada! Y estrujando a
nuestra hija en mis brazos, sabía bien que el porvenir era todo nuestro. Yo se
lo había jurado a mi marido.
¡El porvenir... Mas apenas
comenzaba a forjar un sueño de felicidad para mi hija, el ensueño se helaba
–¡oh, con qué horrible frío!–, como si el amor de su padre y el mío no fueran
bastante para alimentarlo. Y caía abatida en profundo desaliento.
Un mes entero duró este
estado de angustia. Una noche, cuando comenzaba a pensar por millonésima vez
en los entrañables cuidados de que rodearía siempre a mi nena, en ese momento
oí nítidamente estas palabras:
“–No tendrá necesidad.”
¡Oh! ¡Es muy duro para una
pobre madre que se desvela por la dicha de su hijita percibir una voz que le
advierte que cuanto haga por conseguirlo será inútil! Esa lúgubre voz daba por
fin razón a mis sueños truncos, y mi tristeza mortal. Dentro de mí misma, para
que fuera más irrecusable, la voz hallaba eco y me advertía que mi hija no
tendría necesidad...
¡Porque moriría!
¡Oh, Dios! ¡Morir, nuestra
hijita, cuando su padre y su madre daban toda su vida por ella! ¡Oh, no, no!
¡Yo me rebelé, doctor! ¿Qué me importaba que una voz me anunciara su muerte,
si yo me atrevía a defender a mi adorada hija contra todo y contra todos?
Desde ese instante mi
existencia no fue sino una pesadilla de terror, sin más motivos de existir que
la defensa desesperada de la vida de mi nena. ¡Yo te vigilaré! –me gritaba a
mí misma–. Y en el preciso instante, desde la tenebrosa profundidad de nuestro
destino, la voz acentuaba su advertencia, diciéndome:
“–Es inútil cuanto hagas.”
Luego... Luego mi hijita
debía morir. ¡Dios mío! –clamaba yo rompiéndome en sollozos sobre el cuello de
mi nena–. ¿Es posible que la voz que alcanza hasta el corazón de una madre para
anunciarle la muerte de su hija, le niegue las fuerzas para evitarla?
“–Es inútil cuanto hagas.”
¡Oh, no se ha inventado
tormento mayor que el que yo sufría! ¡Morir! Pero ¿de qué? ¿De enfermedad? ¿De
un accidente?
¡De accidente!
Tuve la seguridad de ello
antes de oír las palabras:
“–Morirá por accidente.”
¡Oh! Abrevio, doctor...
Salíamos antes todas las tardes. Dejamos de salir. Me cercioré diez veces
seguidas de la solidez de los muebles. Golpeé horas enteras las paredes. Hice
sacar de casa todo lo que no ofrecía completa seguridad. En las piezas
desmanteladas iba y venía de un lado para otro, con el corazón ahogado en
presagios. Revisaba una y cien veces lo que había examinado ya.
Me sentía totalmente vacía
de todo. Dentro de mí no había más que espanto y terror, a los que obedecían
como autómatas mis impulsos. Tenía a mi nena constantemente a mi lado, bajo la
triple salvaguardia de mi corazón, de mis ojos y de mis manos.
Minuto por minuto, sin
embargo, se acercaba inexorablemente el instante de...
–¡De qué, Dios mío!
–clamaba yo en mi angustia–. ¿De qué accidente debo precaverla, salvarla a
pesar de todo?
Mientras ahogaba así a mi
nena entre mis brazos, tuve súbitamente la horrible revelación:
“–Morirá por el fuego.”
E inmediatamente, de la
casa entera, de mi aliento, de mis mismas ropas surgió la terrible seguridad de
que la vida de mi hija estaba contada: no por meses o días, sino por breves
horas...
Como una loca corrí a la
cocina, apagué el fuego y eché baldes de agua sobre las cenizas. Ordené que no
se encendiera por nada fuego. Requisé todas las cajas de fósforos que había en
la casa y las arrojé en el cuarto de baño. Como loca todavía corrí de una
pieza a la otra revisando febrilmente todos los cajones de todos los muebles
de la casa. Cerré todas las puertas y ventanas, corrí otra vez a la cocina para
ver si no se me había desobedecido, y nos refugiamos con mi hija en el
escritorio de mi marido, que por ventura nunca había fumado.
Fuego... ¡Oh, no! ¡Allí
estábamos seguras!
Pero en vez de serenarme,
mi angustia se tornaba lancinante a cada nuevo segundo. ¿Y si no había
revisado bien? ¿Si la cocinera había reservado una caja de fósforos? ¿Y si
llegaba un proveedor a la cocina y encendía el cigarro...?
¡Allí! ¡Allí estaba el
peligro! ¡Era eso! Y arrojando con un grito a mi nena de las faldas, me
precipité a las piezas de servicio... Y la cocinera apenas tuvo tiempo de
responder con su alarido al mío: una detonación había hecho retemblar la
casa...
La pobre madre calló. Por
un largo instante, tal vez el preciso para que se apagara de su alma el último
fragor del estampido, permaneció con las manos en los ojos. Por fin:
–Sí... Lo demás ya lo sabe
usted, doctor... Yo también lo supe antes de ver a mi hija en el suelo
muerta... Sí... Durante mi breve ausencia había abierto los cajones del
escritorio, y había tomado para jugar un revólver que yacía en el fondo, bien
en el fondo de uno de ellos... El arma se le había caído de las manos...
–¡Doctor! –exclamó
bruscamente con voz entera, descubriendo su semblante desesperado–. Yo perdí a
mi hija, usted lo sabe, como me lo habían predicho... Con una frialdad y una
crueldad de que sólo Dios es testigo, se me advirtió que mi nena no tendría
necesidad de mi cariño... Se me dijo que era inútil cuanto hiciera para evitar
su muerte... Y se me aseguró por fin que moriría de accidente de fuego.
¡De fuego, señor! ¿Por qué
no se me dijo claramente que debía morir por una bala o un tiro de revólver,
que yo habría podido evitar? ¿Por qué se jugó al equívoco con el corazón de una
madre y la vida de una inocente criatura? ¿Por qué se me dejó enloquecer tras
los fósforos, sin advertirme que el peligro no estaba allí? ¿Cómo consintió
Dios en que se hiciera con mi dolor un simple juego de palabras, para
arrancarme así más horriblemente a mi hija? ¿Por qué...?
Y su voz se ahogó, como
cortada por la violencia con que sus manos habían subido a crisparse sobre el
rostro.
Un largo, muy largo
silencio sobrevino entonces. Uno de los visitantes lo rompió por fin:
–Usted nos ha dicho,
señora, haber oído la voz que le iba augurando su terrible desgracia.
Un hondo estremecimiento
recorrió a la enferma; pero ésta no respondió.
–Usted ha manifestado
también –prosiguió el visitante– haber percibido en varias ocasiones una voz
sumamente lejana. ¿Eran una misma voz la que le advertía en vano del peligro y
la que llamaba a su hija?
La enferma asintió con la
cabeza.
–¿Reconoció usted esa voz?
Y esta vez volcándose por
fin en un interminable sollozo sobre la almohada, la pobre madre respondió
desde el fondo de su horror:
–Sí. Era la de su padre...
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