martes, 17 de julio de 2012

YO el Supremo - Augusto Roa Bastos


Yo el Supremo Dictador de la República Ordeno que al acaecer mi muerte, mi cadáver sea decapitado; la cabeza puesta en una pica por tres días  en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son  de las campanas echadas al vuelo.
Todos mis servidores civiles y militares sufrirán pena de horca. Sus cadáveres serán enterrados en potreros de extramuros sin cruz ni marca que memore sus nombres.
Al término del dicho plazo, mando que mis restos sean quemados y las cenizas arrojadas al río....

¿Dónde encontraron eso? Clavado en la puerta de la catedral, Excelencia. Una partida de granaderos lo descubrió esta madruga­da y lo retiró llevándolo a la comandancia. Felizmente nadie al­canzó a leerlo. No te he preguntado eso ni es cosa que importe. Tiene razón Usía, la tinta de los pasquines se vuelve agria más pronto que la leche. Tampoco es hoja de Gaceta porteña ni arran­cada de libros, señor. ¡Qué libros va a haber aquí fuera de los míos!
Hace mucho tiempo que los aristócratas de las veinte familias han convertido los suyos en naipes. Allanar las casas de los antipatrio­tas. Los calabozos, ahí en los calabozos, vichea en los calabozos. Entre esas ratas uñudas greñudas puede hallarse el culpable. Aprié­tales los refalsos a esos falsarios. Sobre todo a Peña y a Molas. Tráeme las cartas en las que Molas me rinde pleitesía durante el Primer Consulado, luego durante la Primera Dictadura. Quiero releer el discurso que pronunció en la Asamblea del año 14 reclamando mi elección de Dictador. Muy distinta es su letra en la minuta del dis­curso, en las instrucciones a los diputados, en la denuncia en que años más tarde acusará a un hermano por robarle ganado de su es­tancia de Altos. Puedo repetir lo que dicen esos papeles, Exce­lencia. No te he pedido que me vengas a recitar los millares de expedientes, autos, providencias del archivo. Te he ordenado sim­plemente que me traigas el legajo de Mariano Antonio Molas. Tráeme también los panfletos de Manuel Pedro de Peña. ¡Sicofantes rencillosos! Se jactan de haber sido el verbo de la Independencia. ¡Ratas! Nunca la entendieron. Se creen dueños de sus palabras en los calabozos. No saben más que chillar. No han enmudecido to­davía. Siempre encuentran nuevas formas de secretar su maldito veneno. Sacan panfletos, pasquines, libelos, caricaturas. Soy una figura indispensable para la maledicencia. Por mí, pueden fabricar su papel con trapos consagrados. Escribirlo, imprimirlo con letras consagradas sobre una prensa consagrada. ¡Impriman sus pasqui­nes en el Monte Sinaí, si se les frunce la realísima gana, folicularios letrinarios!
Hum. Ah. Oraciones fúnebres, panfletos condenándome a la hoguera. Bah. Ahora se atreven a parodiar mis Decretos Supre­mos. Remedan mi lenguaje, mi letra, buscando infiltrarse a través de él; llegar hasta mí desde sus madrigueras. Taparme la boca con la voz que los fulminó. Recubrirme en palabra, en figura. Viejo truco de los hechiceros de las tribus. Refuerza la vigilancia de los que se alucinan con poder suplantarme después de muerto. ¿Dón­de está el legajo de los anónimos? Ahí lo tiene, Excelencia, bajo su mano.
No es del todo improbable que los dos tunantes escribanos Molas y De la Peña hayan podido dictar esta mofa. La burla muestra el estilo de los dos infames faccionarios porteñistas. Si son ellos, inmolo a Molas, despeño a Peña. Pudo uno de sus infames secuaces aprenderla de memoria. Escribirla un segundo. Un tercero va y pega el escarnio con cuatro chinches en la puerta de la ca­tedral. Los propios guardianes, los peores infieles. Razón que le so­bra a Usía. Frente a lo que Vuecencia dice, hasta la verdad parece mentira. No te pido que me adules, Patiño. Te ordeno que bus­ques y descubras al autor del pasquín. Debes ser capaz, la ley es un agujero sin fondo, de encontrar un pelo en ese agujero. Escúlcales  el alma a Peña y a Molas. Señor, no pueden. Están encerrados en la más total obscuridad desde hace años. ¿Y eso qué? Después del  último Clamor que se le interceptó a Molas, Excelencia, mandé tapiar a cal y canto las claraboyas, las rendijas de las puertas, las fa­llas de tapias y techos. Sabes que continuamente los presos amaestran ratones para sus comunicaciones clandestinas. Hasta para conseguir comida. Acuérdate que así estuvieron robando los santafesinos las raciones de mis cuervos durante meses. También mandé taponar todos los agujeros y corredores de las hormigas, las  alcantarillas de los grillos, los suspiros de las grietas. Obscuridad más obscura imposible, Señor. No tienen con qué escribir. ¿Olvi­das la memoria, tú, memorioso patán? Puede que no dispongan de un cabo de lápiz, de un trozo de carbonilla. Pueden no tener luz ni aire. Tienen memoria. Memoria igual a la tuya. Memoria de cucaracha de archivo, trescientos millones de años más vieja que el homo sapiens. Memoria del pez, de la rana, del loro limpiándose siempre el pico del mismo lado. Lo cual no quiere decir que sean inteligentes. Todo lo contrario. ¿Puedes certificar de memorioso al gato escaldado que huye hasta del agua fría? No, sino que es un gato miedoso. La escaldadura le ha entrado en la memoria. La me­moria no recuerda el miedo. Se ha transformado en miedo ella  misma.
¿Sabes tú qué es la memoria? Estómago del alma, dijo errónea­mente alguien. Aunque en el nombrar las cosas nunca hay un pri­mero. No hay más que infinidad de repetidores. Sólo se inventan nuevos errores. Memoria de uno solo no sirve para nada.
Estómago del alma. ¡Vaya fineza! ¿Qué alma han de tener estos desalmados calumniadores? Estómagos cuádruples de bestias cuatropeas. Estómagos rumiantes. Es ahí donde fermenta la perfidia de esos sucesivos e incurables picaros. Es ahí donde cocinan sus calderadas de infamia. ¿De qué memoria no han de necesitar para acordarse de tantas patrañas como han forjado con el único fin de difamarme, de calumniar al Gobierno? Memoria de masca-masca. Memoria de ingiero-digiero. Repetitiva. Desfigurativa. Mancillativa. Profetizaron convertir a este país en la nueva Atenas. Areópago de las ciencias, las letras, las artes de este Continente. Lo que bus­caban en realidad bajo tales quimeras era entregar el Paraguay al mejor impostor. A punto de conseguirlo estuvieron los aeropagitas. Los fui sacando de en medio. Los derroqué uno a uno. Los puse donde debían estar. ¡Areópagos a mí! ¡A la cárcel, collones!

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