La
capital del mundo
Ernest
Hemingway
Hay
en Madrid infinidad de muchachos llamados Paco, diminutivo de Francisco. A
propósito, un chiste de sabor madrileño dice que cierto padre fue a la capital
y publicó el siguiente anuncio en las columnas personales de El Liberal: PACO, VEN A VERME
AL HOTEL MONTAÑA EL MARTES A MEDIODÍA, ESTÁS PERDONADO, PAPÁ; después de lo
cual fue menester llamar a un escuadrón de la Guardia Civil para dispersar a
los ochocientos jóvenes que se habían creído aludidos. Pero este Paco, que
trabajaba de mozo en la Pensión Luarca, no tenía padre que le perdonase ni
ningún motivo para ser perdonado por él. Sus dos hermanas mayores eran
camareras en la misma casa. Habían conseguido ese empleo simplemente por haber
nacido en la misma aldea que otra ex camarera de la pensión, que con su
asiduidad y honradez llenó de prestigio a su tierra natal y preparó buena
acogida para la gente que de allí llegase. Dichas hermanas le habían costeado
el viaje en ómnibus hasta Madrid y obtenido su actual ocupación de aprendiz de
mozo. En la aldea de donde provenía, situada en alguna parte de Extremadura,
imperaban condiciones de vida increíblemente primitivas, los alimentos
escaseaban y las comodidades eran desconocidas, y tuvo que trabajar mucho desde
muy pequeño.
Se
trataba de un muchacho bien formado, con cabellos muy negros y más bien
crespos, dientes blancos y un cutis envidiado por sus hermanas. Además, poseía
una sonrisa cordial y sencilla. Su salud era excelente, cumplía a las mil
maravillas con su trabajo y amaba a sus hermanas, que parecían hermosas y
avezadas al mundo. Le gustaba Madrid, que todavía era un lugar inverosímil, y
también su trabajo, que llevaba a cabo entre luces resplandecientes y con
camisas limpias, trajes de etiqueta y abundante comida en la cocina, todo lo
cual le parecía excesivamente romántico.
Entre
ocho y una docena eran las personas que vivían en la Pensión Luarca y comían en
el comedor, pero Paco, el más joven de los tres mozos que atendían las mesas,
sólo tenía en cuenta a los toreros, los únicos que existían para él.
También
vivían en la pensión toreros de segunda clase, porque su situación en la calle
San Jerónimo les convenía, además de que la comida era excelente y el
alojamiento y la pensión resultaban baratos. El torero necesita la apariencia,
si no de prosperidad, por lo menos de crédito, ya que el decoro y el grado de
dignidad, aparte del valor, son las virtudes más apreciadas en España, y los
toreros permanecían allí hasta gastar sus últimas pesetas. No existen antecedentes
de que alguno de ellos hubiera abandonado la Pensión Luarca por un hotel mejor
o más caro; los de segunda clase no mejoraban nunca su situación; pero la
salida del Luarca se producía con rapidez ante la aplicación automática de la
norma según la cual nadie que no hiciese nada podía permanecer allí ya que la
mujer a cargo de la pensión únicamente presentaba la cuenta sin que se la
pidieran cuando sabía que se trataba de un caso perdido.
Por
entonces eran huéspedes de la pensión tres diestros, dos picadores muy buenos y
un excelente banderillero. El Luarca constituía un verdadero lujo para los
picadores y banderilleros, que, como tenían sus familias en Sevilla,
necesitaban alojamiento en Madrid durante la estación primaveral. Pero les
pagaban bien y tenían trabajo seguro, pues tal clase de subalternos escaseaban
mucho aquella temporada. Por lo tanto, era probable que esos tres subalternos
ganasen más que cualquiera de los tres matadores. De éstos, uno estaba enfermo
y trataba de ocultarlo; otro ya había perdido la preferencia que el público le
otorgó como novedad; y el tercero era un cobarde.
En
cierta época, hasta que recibió una atroz cornada en la parte baja del abdomen,
en su primera temporada como torero, el cobarde poseía coraje excepcional y
habilidad notable y todavía conservaba muchas de las sinceras admiraciones de
sus días de éxito. Era excesivamente jovial y reía constantemente, con o sin
motivo. En la época de sus triunfos fue muy aficionado a las chanzas, pero
ahora había perdido ésa costumbre. Estaban seguros de que ya no la conservaba.
Este matador tenía un rostro inteligente y franco, y se comportaba en forma muy
correcta.
El
matador enfermo tenía cuidado de no revelar nunca esta circunstancia, y era
minucioso en lo de comer un poco de todos los platos que servían en la mesa.
Tenía gran cantidad de pañuelos, que él mismo lavaba en su cuarto, y,
últimamente, vendió sus trajes de torero. Había vendido uno, por poco dinero,
antes de Navidad, y otro en la primera semana de abril. Eran trajes muy caros,
que siempre fueron bien conservados, y todavía le quedaba uno. Antes de ponerse
enfermo fue un torero muy prometedor y hasta sensacional, y, aunque no sabía
leer, tenía recortes según los cuales se lució más que Belmonte al hacer su
debut en Madrid. Comía siempre solo en una mesa pequeña y pocas veces levantaba
la vista del plato.
El
matador que en una ocasión fue una novedad en el ambiente era muy bajo, muy
moreno y muy serio. También comía solo en una mesa separada. Sonreía rara vez y
nunca reía con estruendo. Era de Valladolid, donde la gente es demasiado seria,
y lo consideraban un torero hábil; pero su estilo había pasado de moda antes de
que hubiese podido ganar el afecto del público con sus virtudes: coraje y
serena inteligencia. Por lo tanto, su nombre en un cartel no atraía público a
la plaza, La novedad consistía en su baja estatura, que apenas le permitía ver
más arriba de las cruces del toro, pero no era el único con esa particularidad
y jamás logró conquistar el afecto del público.
De
los picadores, uno tenía cara de gavilán y era canoso, delgado, pero con
piernas y brazos fuertes como el acero. Siempre usaba botas de ganadero debajo
de los pantalones; por las noches bebía demasiado, y en cualquier momento se
detenía en la contemplación amorosa de todas las mujeres de la pensión. El otro
era alto, corpulento, de cara trigueña, buen mozo, con el cabello negro como el
de un indio y manos enormes. Ambos eran grandes picadores, aunque del primero
se decía que había perdido gran parte de su destreza por entregarse a la bebida
y a la disipación; y del segundo, que era demasiado terco y pendenciero para
poder trabajar más de una temporada con cualquier matador.
El
banderillero era de edad madura, canoso, ágil como un gato a pesar de sus años
y, al verle sentado a la mesa, se diría estar en presencia de un próspero
hombre de negocios. Sus piernas estaban todavía en buenas condiciones para
aquella temporada y, mientras pudieran moverse, tenía bastante inteligencia y
experiencia como para conservar el trabajo por largo tiempo. La diferencia
estaría en que, cuando perdiera la rapidez de sus pies, siempre tendría miedo
en los aspectos que ahora no lo inquietaban, tanto en la arena como fuera de
ella.
Aquella
noche, todos habían salido del comedor, excepto el picador de cara de gavilán
que bebía demasiado, el subastador de relojes en las exposiciones regionales y
fiestas de España, que también era muy aficionado a empinar el codo, y dos
sacerdotes gallegos que estaban sentados en un rincón y bebían, si no demasiado,
por lo menos bastante. En aquella época, el vino estaba incluido en el precio
del alojamiento y la pensión, y los mozos acababan de traer frescas botellas de
Valdepeñas a las mesas del subastador de rostro estigmatizado, luego a la del
picador y, finalmente, a la de los dos curas.
Los
tres camareros estaban ahora en un extremo del salón. Según el reglamento de la
casa, tenían que permanecer allí hasta que abandonaran el comedor los
comensales cuyas mesas atendían, pero el que tenía a su cargo la mesa de los
dos sacerdotes tenía que asistir a una reunión de carácter anarcosindicalista,
y Paco había aceptado reemplazarlo en sus tareas habituales.
Arriba,
el matador enfermo estaba acostado boca abajo en la cama, solo. El diestro que
había dejado de ser una novedad miraba por la ventana mientras se preparaba
para ir al café, y el torero cobarde tenía en su cuarto a la hermana mayor de
Paco y trataba de lograr de la muchacha algo a lo que ella, entre carcajadas,
se negaba.
-Ven,
salvajilla.
-No
-dijo la mujer.
-Por
favor.
-Matador
-dijo ella, cerrando la puerta-. Mi matador...
Dentro
de la habitación, él se sentó en la cama. Su rostro presentaba todavía la
contorsión que, en la arena, transformaba en una constante sonrisa, asustando a
los espectadores de las primeras filas que sabían de qué se trataba.
-Y
esto -estaba diciendo en voz alta-. Toma. Y esto. Y esto.
Recordaba
perfectamente la época de su plenitud, apenas hacía tres años. Recordaba el
peso de la chaqueta de torero espolinada de oro sobre sus hombros, en aquella
cálida tarde de mayo, cuando su voz todavía era la misma tanto en la arena como
en el café. Recordaba cómo suspiró junto a la afilada hoja que pensaba clavar
en la parte superior de las paletas, en la empolvada protuberancia de músculos,
encima de los anchos cuernos de puntas astilladas, duros como la madera, y que
estaban más bajos durante su mortal embestida. Recordaba el hundir de la
espada, como si se hubiese tratado de un enorme pan de manteca; mientras la
palma de la mano empujaba el pomo del arma, su brazo izquierdo se cruzaba hacia
abajo, el hombro izquierdo se inclinaba hacia adelante, y el peso del cuerpo
quedaba sobre la pierna izquierda... pero, en seguida, el peso de su cuerpo no
descansó sobre la pierna izquierda, sino sobre el bajo vientre, y mientras el
toro levantaba la cabeza él perdió de vista los cuernos y dio dos vueltas
encima de ellos antes de poder desprenderse. Por eso ahora, cuando entraba a
matar, lo cual ocurría muy rara vez, no podía mirar los cuernos sin perder la
serenidad.
Abajo,
en el comedor, el picador miraba a los curas desde su asiento. Si hubiese
mujeres en el salón, a ellas hubiera dirigido su mirada. Cuando no había
mujeres, observaba con placer a un extranjero, a un inglés, pero, como no había
ni mujeres ni extranjeros, ahora miraba con placer e insolencia a los dos
sacerdotes. Entretanto, el subastador de cara estigmatizada se puso de pie y
salió después de doblar su servilleta, dejando llena hasta la mitad la botella
de vino que había pedido. No terminó toda la botella porque tenía varias
cuentas sin pagar en el Luarca.
Los
dos curas no se fijaron en el picador, pues conversaban animadamente. Uno de
ellos decía:
-Hace
diez días que estoy aquí, esperando verlo. Me paso el día entero en la antesala
y no quiere recibirme.
-¿Qué
hay que hacer, entonces?
-Nada.
¿Qué puede hacer uno? No se puede ir en contra de la autoridad.
-He
estado aquí dos semanas, y nada. Espero, pero no quieren verme.
-Venimos
de la tierra abandonada. Cuando se acabe el dinero podemos volver.
-A
la tierra abandonada. ¿Qué le importa a Madrid, Galicia? Somos una región
pobre.
-En
Madrid es donde uno aprende a comprender las cosas. Madrid mata a España.
-Si
por lo menos atendieran a uno, aunque fuese para una respuesta negativa...
-No.
Tiene que esperar hasta cansarse y desfallecer.
-Pues
bien, ya veremos. Puedo esperar como lo hacen otros.
En
este momento, el picador se puso de pie, caminó hacia la mesa de los sacerdotes
y se detuvo cerca de ellos, con su pelo canoso y su cara de gavilán, mientras
los miraba con una sonrisa.
-Un
torero -explicó uno de los curas al otro.
-¡Y
qué torero! -dijo el picador, y de inmediato salió del comedor, con la chaqueta
gris, el talle ajustado, las piernas estevadas y los estrechos pantalones que
cubrían sus botas de ganadero de altos tacones, que sonaron con golpes secos
cuando se alejó fanfarroneando, mientras sonreía porque sí. Su mundo
profesional pequeño y estrecho, era un mundo de eficiencia personal, de
nocturnos triunfos alcohólicos y de insolencia. Encendió un cigarrillo y salió
rumbo al café, no sin antes inclinar bien su sombrero en el zaguán.
Los
curas salieron inmediatamente después del picador, dándose prisa al advertir
que eran los últimos en abandonar el comedor, y entonces no quedó nadie en el salón,
excepto Paco y el camarero de edad madura, que limpiaron las mesas y llevaron
las botellas a la cocina.
En
la cocina estaba el muchacho que lavaba los platos. Tenía tres años más que
Paco y era muy cínico y mordaz.
-Toma
esto -dijo el hombre mientras llenaba un vaso de Valdepeñas y se lo ofrecía.
-¿Y
por qué no? -y el joven tomó el vaso.
-¿Y
tú, Paco?
-Gracias
-dijo éste, y los tres se pusieron a beber.
-Bueno,
yo me voy -dijo el mozo viejo.
-Buenas
noches -le dijeron los jóvenes.
Salió
y ellos se quedaron solos. Paco tomó la servilleta que había usado uno de los
curas y, erguido, con los tacones plantados, la bajó mientras seguía el
movimiento con la cabeza, y con los brazos efectuó una lenta y vasta verónica.
Luego se dio vuelta y, adelantando ligeramente el pie derecho, hizo el segundo
pase, ganó un poco de terreno sobre el imaginario toro y realizó un tercer
pase, lento, suave y perfectamente medido. Después recogió la servilleta hasta
la cintura y balanceó las caderas, evitando la embestida del toro con una media
verónica.
El
muchacho que lavaba los platos, que se llamaba Enrique, lo observaba con un
gesto de desprecio.
-¿Qué
tal es el toro? -preguntó.
-Muy
bravo -dijo Paco-. Mira.
Y,
deteniéndose, erguido y esbelto, hizo cuatro pases más, perfectos, suaves,
elegantes y graciosos.
-¿Y
el toro? -preguntó Enrique, apoyado en el fregadero. Tenía puesto el delantal y
todavía no había terminado su vaso de vino.
-Tiene
gasolina para rato -contestó el otro.
-Me
das lástima -dijo Enrique.
--¿Por
qué? ¿Está mal?
-Fíjate.
Enrique
se quitó el delantal y, mientras señalaba al toro imaginario, esculpió cuatro
gigantescas verónicas perfectas y lánguidas, y terminó con una rebolera que
hizo girar el delantal sobre el hocico del toro mientras se alejaba de él.
-¿Qué
te parece? -concluyó-. ¡Y pensar que tengo que ganarme la vida lavando platos!
-¿Por
qué?
-Por
el miedo. El mismo miedo que tendrías tú al encontrarte en la arena frente a un
toro.
-No
-replicó Paco-. Yo no tendría miedo.
-¡Bah!
Todos tienen miedo. Pero un torero puede dominar ese miedo y vencer al toro.
Cierta vez intervine en una lidia de aficionados y tuve tanto miedo que escapé
corriendo. Todos creían que sería algo muy divertido. Tú también te asustarías.
Si no fuera por el miedo, cualquier limpiabotas de España sería torero. Y tú,
un muchacho del campo, te asustarías más que yo..
-No
-dijo Paco.
En
su imaginación lo había hecho muchísimas veces. Infinidad de veces vio los
cuernos, el hocico húmedo del toro, las orejas crispadas y luego cómo agachaba
la cabeza para la embestida. Oía el golpe seco de los cascos del animal. Lo
veía pasar a su lado mientras él balanceaba la capa. Vio la nueva embestida y
volvió a balancear la capa, y luego una y otra vez, para concluir mareando al
animal con su gran media verónica y alejándose con oscilaciones de las caderas,
con pelos del toro que se habían prendido de los adornos de oro de su chaqueta
en los pases más ajustados. El toro había quedado hipnotizado y la multitud
aplaudía con entusiasmo... No, no tendría miedo. Otros podían sentirlo, pero él
no. Sabía que iba a ser así. Aunque siempre hubiera tenido miedo, estaba seguro
de que podría hacerlo con toda calma. Tenía confianza.
-Yo
no tendría miedo -repitió.
-¡Bah!
-volvió a exclamar Enrique, y después de una pausa agregó-: ¿Y si hiciéramos la
prueba?
-¿Cómo?
-Mira
-explicó el lavador de platos-. Tú piensas siempre en el toro, pero te olvidas
de los cuernos. El toro tiene tanta fuerza que los cuernos cortan como un
cuchillo, se clavan como una bayoneta y matan como un garrote. Mira -y al decir
esto abrió un cajón de la mesa y sacó dos cuchillas de cortar carne-. Las ataré
a las patas de una silla. Luego haré de toro poniéndola delante de mi cabeza.
Imaginémonos que las cuchillas son los cuernos. Si logras hacer esos pases,
puedes ser considerado una cosa seria.
-Préstame
tu delantal. Lo haremos en el comedor.
-No
-dijo Enrique, despojándose repentinamente de su amargura habitual-. No lo
hagas, Paco.
-Sí.
No tengo miedo.
-Pero
lo tendrás, cuando veas cómo se acercan las cuchillas...
-Ya
veremos -concluyó Paco-. Dame el delantal.
Y
Enrique empezó a atar las dos cuchillas de hoja gruesa y afilada como la de una
navaja a las patas de la silla, utilizando dos servilletas sucias que arrollaba
a la altura de la mitad de cada cuchilla, apretándolas lo más fuerte que le era
posible.
Entretanto,
las dos camareras, hermanas de Paco, se dirigían al cine para ver a Greta Garbo
en «Anna Christie». De los dos sacerdotes, uno estaba sentado leyendo su
breviario, y el otro rezaba el rosario. Todos los toreros de la pensión,
excepto el que se encontraba enfermo, habían hecho ya su aparición nocturna en
el café Fornos, donde el picador corpulento y de cabellos negros jugaba al
billar, y el matador bajo y respetuoso se hallaba delante de una taza de café
con leche en una mesa muy concurrida, al lado del banderillero y de unos
obreros serios.
El
picador canoso dado a la bebida, tenía un vaso de brandy cazalás y observaba
con placer la mesa ocupada por el matador que ya había perdido el coraje, otro
que renunciaba a la espada para ser de nuevo banderillero y dos viejas
prostitutas.
Por
su parte, el subastador estaba charlando con varios amigos en la esquina; el
camarero alto estaba en la reunión anarco-sindicalista, esperando con ansiedad
la ocasión de hacer uso de la palabra, y el mayor de los camareros se
encontraba sentado en la terraza del Café Álvarez, bebiendo una copa de
cerveza. En cuanto a la dueña de la Pensión Luarca, dormía ya, boca arriba, con
el almohadón entre las piernas. Era una mujer alta, gorda, honrada, limpia,
tranquila y muy religiosa. Todavía añoraba a su marido y no dejaba de rezar por
él todos los días, a pesar de que hacia veinte años que había muerto. El
matador enfermo continuaba en su cuarto, solo, acostado boca abajo, con un
pañuelo en la boca.
En
el desierto comedor, Enrique estaba haciendo el último nudo en las servilletas
que ataban las cuchillas a las patas de la silla. Después dirigió las patas
hacia adelante y sostuvo la silla sobre su cabeza, a cada lado de la cual
apuntaba una de las afiladas cuchillas.
-Pesa
mucho -dijo-. Mira, Paco, va a ser muy peligroso. No lo hagas.
Estaba
sudando...
Frente
a él, Paco sostenía el delantal extendido, con un pliegue en cada mano, con los
pulgares arriba y los índices hacia abajo, esperando la carga de la imaginaria
bestia.
-Avanza
en línea recta -indicó-. Luego vuélvete como hace el toro. Y hazlo todas las
veces que quieras.
-¿Y
cómo sabrás cuándo cortar el pase? -preguntó Enrique-. Es mejor hacer tres y
después una media.
-Entendido.
Pero, ¿qué esperas? ¡Eh, torito! ¡Ven, torito!
Con
la cabeza gacha, Enrique corrió hacia él, y Paco balanceó el delantal junto a
la afilada cuchilla, que pasó muy cerca de su vientre, negro y liso, de puntas
blancas, y cuando Enrique se dio vuelta para volver a atropellar, vio la masa
cubierta de sangre del toro y oyó el golpe de los cascos que pasaban a su lado,
y, ágil como un gato, retiró la capa, dejando que aquél siguiera su carrera.
Enrique preparó entonces una nueva embestida y esta vez, mientras calculaba la
distancia, Paco adelantó demasiado su pie izquierdo -cosa de dos o tres
pulgadas- , y la cuchilla penetró en su cuerpo con la misma facilidad que si se
hubiese tratado de un odre. Entonces sintió un calor nauseabundo junto con la
fría rigidez del acero. Al mismo tiempo oyó que Enrique gritaba:
-¡Ayl
¡Ay! ¡Déjame que lo saque! ¡Déjame sacártelo!
Paco
cayó hacia adelante, sobre la silla, sosteniendo todavía en sus manos el
delantal convertido en capa. Enrique, en su afán de separar al compañero,
empujaba la silla, y la cuchilla se hundía en él, en él, en Paco...
Por
fin salió, y él se sentó sobre el piso, en el charco caliente que se agrandaba
cada vez más.
-Ponte
la servilleta encima. ¡Fuerte! -dijo Enrique-. Aprieta bien. Iré corriendo en
busca del médico. Debes contener la hemorragia.
-Haría
falta una ventosa de goma -respondió Paco, que había visto usar eso en la
arena.
-Yo
atropellé en línea recta -balbuceó Enrique, sollozando-. Lo único que quería
era mostrarte el peligro...
-No
te preocupes -la voz de Paco parecía lejana-, pero trae el médico.
En
la arena, cuando alguien resulta herido, lo levantan y lo llevan corriendo a la
sala de operaciones. Si la arteria femoral se vacía antes de llegar, llaman al
sacerdote...
-Avisa
a uno de los curas -continuó Paco, que sostenía la servilleta con todas sus
fuerzas contra la parte baja del abdomen. No podía creer que le hubiera
ocurrido aquello.
Pero
Enrique ya estaba en la calle San Jerónimo y se dirigía corriendo hacia el
dispensario de urgencia. Paco se quedó solo. Primero se levantó, pero el dolor
lo hizo caer de nuevo, y permaneció en el suelo hasta lanzar el último suspiro,
sintiendo que su vida se escapaba como el agua sucia sale de la bañera cuando
uno levanta el tapón. Estaba asustado, y, al sentirse desfallecer, trató de
decir una frase de contrición. Recordaba el comienzo, pero apenas pronunció,
con la mayor rapidez posible: «¡Oh, Dios mío! Me arrepiento sinceramente de
haberte ofendido, a Ti, que mereces todo mi amor, y resuelvo firmemente...»; se
sintió ya demasiado débil y cayó boca abajo sobre el piso, expirando en pocos
segundos. Una arteria femoral herida se vacía más pronto de lo que uno piensa.
Mientras
el médico del dispensario subía por la escalera acompañado por el agente de policía,
que llevaba del brazo a Enrique, las dos hermanas de Paco estaban en el
monumental cinematógrafo de la Gran Vía. La película de la Garbo les deparó una
gran desilusión. Nadie quedó conforme con el mísero papel de la gran estrella,
pues estaban acostumbrados a verla siempre rodeada de gran lujo y esplendor.
Los espectadores demostraban su desagrado mediante silbidos y pateos. Los otros
habitantes del hotel estaban haciendo casi exactamente lo mismo que cuando
ocurrió el accidente, excepto los dos curas, que habían terminado sus
devociones y se preparaban para ir a dormir, y el canoso picador, que trasladó
su copa a la mesa ocupada por las dos viejas prostitutas. Un poco más tarde
salió del café con una de ellas: la que había acompañado en la borrachera al
matador que perdiera el coraje.
Y
el joven Paco no se enteró nunca de esto ni de lo que aquella gente iba a hacer
al día siguiente. Ni se imaginaba cómo vivían, en realidad, ni cómo terminarían
sus existencias. Murió, como dice la frase española, lleno de ilusiones. No
había tenido tiempo en su vida para perder ninguna de ellas, ni siquiera, al
final, para completar un acto de contrición.
Tampoco
tuvo tiempo para desilusionarse por la película de Greta Garbo, que defraudó a
todo Madrid durante una semana.
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