martes, 17 de julio de 2012

Augusto Roa Bastos - Cuento


El país donde los niños no querían nacer – Roa Bastos

Desde un acantilado, entre las derruidas murallas, el niño divisó en lo hondo del valle una ciudad que parecía dormida en la niebla.
Apantalló las manos sobre los ojos para ver mejor. Pero esa especie de niebla lo esfumaba todo.
No es noche ni día en este lugar, se dijo tal vez el niño. O acaso la noche se había juntado con el día. Era como si la luz se hubiera quemado y transformado en esas tiniebla blanca, que parecía mostrar borrosamente las cosas del revés, semejante a un inmenso espejo de cristal y humo posado sobre la ciudad.
El niño se encogió de hombros y bajó al valle. Era un niño de edad indecisa. Podía tener cinco años o diez. Quizás más, o tal vez menos.
Pero lo que se notaba de inmediato era que no había leído nunca un libro de relatos de aventuras. Se comportaba él mismo como un personaje de esos relatos. Daba igual que no supiera leer ni siquiera hablar. Tenía los cabellos largos y enmarañados y estaba completamente desnudo. Sucio de lodo seco, su color era indefinible. Pero no demostraba sentir frío ni calor. Tampoco el miedo, el hambre o la sed que sufren los niños después de haber andado mucho. Sobre todo cuando llegan a un lugar desconocido. Y ése era un lugar bien extraño. Uno de esos lugares que dan la impresión de haberse llevado su lugar a otro lugar dejando otro falso en su lugar.
De tanto en tanto, el niño se detenía a escuchar. Pero no oía gritos de pastores ni balidos de corderos, ovejas o cabras. Menos aún el piar de pájaros. Ninguna voz humana o animal, ni siquiera el siseo de los insectos.
Salvo que la niebla también le hubiese taponado los oídos. Se escarbó las orejas con los meñiques mientras continuaba bajando entre los zarzales, las rocas y los escombros ennegrecidos de muralla. Se frotó los párpados cubiertos por el hollín blancuzco y trató de orientarse en dirección a la torre de la iglesia que a lo lejos descabezada.
Entró en la ciudad por el lado en que la niebla era menos espesa. Y entonces descubrió que la ciudad era muy antigua, de callejuelas estrechas y edificios vetustos que se caían a pedazos.
No vio a nadie. Nadie salió a su encuentro. El niño sintió otra vez allí, con más fuerza, que en esa niebla quieta y cenicienta estaban mezclados el día y la noche. Los ojos del niño eran muy vivos y expresivos. Dejaban transparentar sus pensamientos. Lo mismo esa manera muy especial que tenía de arrugar la nariz como los cervatillos jóvenes. Cogió un puñado de niebla y la estrujó a la altura de los ojos. Algo chispeó débilmente entre sus dedos.
Iba a continuar su camino cuando sintió que algo le cogía de un brazo. Se estremeció un poco bajo la presión de los dedos largos y flacos, y un poco más cuando oyó a sus espaldas una voz cascada que le preguntaba:
– ¿Quién eres? ¿De dónde vienes?
El niño giró y vio a una mujer horriblemente vieja, doblada por la mitad y apoyada en un bastón. De su cuerpo sólo colgaban arrugas y harapos. Acercó aún más su cara esquelética a la del niño como espiándole y husmeándole con una incontenible ansiedad.
– ¿De dónde vienes? –volvió a preguntar– ¿Cómo te llamas? El niño no contestó. Tampoco hizo algún intento de huir. Miró a la anciana. No pudo verle los ojos hundidos entre las arrugas. De su boca no salió ningún sonido, pero algo en él que no era voz, ni gesto, ni ninguna especie de lenguaje conocido, pareció responder a la anciana, imperceptiblemente.
–Hablas como los ventrílocuos –dijo la vieja con acritud. Así que no eres nadie puesto que no tienes nombre. Te llamaré entonces don Nadie. ¿Te parece bien?
El niño volvió a encogerse de hombros.
–O mejor, don Nada. ¿Eh? ¡El gallardo caballero don Nada! Al fin y al cabo, desde que pasó aquello, en este país los niños no fueron nunca más nadie ni nada. De seguro tú eres uno de su descendencia. Hablas como dicen que aquellos niños hablaban en el vientre de sus madres. De seguro alguna mujer, grávida de alguno de tus antepasados, huyó de esta ciudad cuando reinaron el odio y el terror. Huyó, como muchas, para que su hijo naciera en tierras de paz. Hubo barcos repletos de gente, de mujeres encintas. Barcos a la deriva por el mar trataban de escapar del terror. ¿Has vuelto en busca de la tierra natal de tus abuelos? – El niño movió negativamente la cabeza.
La vieja le pasó la mano por la cara.
–Es cierto. No te cuelga de la nariz la argolla de los hijos de los esclavos. Y tus cabellos son finos como las barbas del choclo.
Siguieron andando por una callejuela. El niño entrevió algunas sombras en el destruido interior de los edificios. Tendió la mano hacia ellos.
– ¿Esa gente? –dijo la anciana–. Quedan pocos ya. Sólo esperan morirse del todo.
La vieja centenaria, encorvada hacia el suelo, llegaba apenas a la altura del niño. Sin soltarle el brazo caminaba más rápida que él.
Lo arrastraba casi. Ligera, sin peso, también ella parecía flotar en la niebla. Desembocaron en una ancha plaza rodeada de escalinatas y columnas de mármol rotas, semejante a un inmenso anfiteatro.
– Pues sí, mi pequeño y silencioso Nada– continuó diciendo la anciana–. Hace mucho, muchísimo tiempo, un tiempo del cual no se acuerdan ya ni las estrellas, éste fue un país rico. El más poderoso del mundo. Era el centro del mundo puesto que dominaba todo el mundo y los reyes de todo el mundo venían en caravanas de elefantes y camellos a rendir honores y vasallaje a nuestro emperador.
Llegaban todos los años al comienzo de la primavera, aunque aquí todo el tiempo era primavera. Venían a pagarle tributos en oro, en piedras y metales preciosos, en las especies más afamadas y raras de sus respectivos países. El emperador se sentaba en una balanza de oro que tenía la forma de un trono. En el otro plato, que era como un ala inmensa del trono, los esclavos volcaban de los cofres de sándalo las materias preciosas hasta que las agujas del fiel hacían sonar una campana marcando el peso justo, que era el doble del peso del emperador. Así se acumularon aquí todas las riquezas del universo. ¡Ah, este país era el Cuerno de la Abundancia! Más rico que Jauja. La Isla del Tesoro con la que soñaban los niños y los piratas de lejanos países y mares. El País de las Maravillas con espejos de doble fondo y todo lo demás. Había regiones pobladas por enanos del tamaño de un pulgar y por gigantes de talla diez veces más altas que los más altos pinos y cedros. Había jardines, lagos, florestas, bosques y prados naturales llenos de mariposas que parecían pedazos del espejo roto del arcoíris después de las lluvias. Había también aves de voz humana y plumaje resplandeciente. El sol brillaba todo el día hasta la medianoche. Pero desde la medianoche comenzaba a brillar de nuevo el alba. De modo que nunca había oscuridad. Se vivía como en una perpetua aurora boreal. Así el sol no se ponía nunca en los dominios de nuestro emperador, decían los cronistas aduladores, aun cuando eso fuera verdad. Por lo que en todo el mundo era llamado el Rey Sol. Pero eso era antes. Después creció el desierto por todas partes.
El niño se había adelantado un poco sin hacer mucho caso de los graznidos de la vieja. Iba entreteniéndose con el chispear de la niebla, que frotaba entre los dedos. Se pasaba luego las manos por la cara, por los largos cabellos, por el lodo seco que cubría su piel. Todo él comenzaba a brillar como una escultura encendida por dentro.
La anciana le alcanzó correteando en tres patas con saltitos de avefría.
– ¡Espera!... –dijo la anciana tosiendo sofocada–. No te apures. Tú vienes del futuro.
Por lo menos tienes el futuro por delante. Debes ver y saber cómo fue todo esto en el pasado para que lo malo no se repita y lo bueno sea doblemente bueno. No tienes todavía memoria… y la mía no va a tardar en morir conmigo. Estas historias verdaderas no figuran sino con alusiones indirectas en los libros sagrados de la humanidad que son libros que escriben los pueblos. Pero tampoco aparecen en toda la novelería que los particulares escribieron después. Una especie de vergüenza y de horror pesa sobre estos hechos. ¡Bah… como si no se repitieran todos los días y en todas partes!
El niño se detuvo contemplando las ruinas de lo que debió ser el palacio real situado en la parte más alta de la ciudad. Se volvió hacia la anciana.
– Sí –respondió la anciana–. Allí vivió el emperador. No tenía esposa ni hijos. Y él mismo era el último de una larga dinastía de reyes que había construido el imperio en guerras de conquista que duraron mil años. Siempre adusto y solitario, en medio de la muchedumbre de chambelanes, generales, funcionarios y servidores, el emperador pasaba sin verlos. No hablaba con nadie. A nadie dirigía la palabra, salvo para dar órdenes que debían ser cumplidas en el acto. Y ¡guay! Del que no las entendiera o las desobedeciera.
También en el acto era decapitado. Por lo que nuestro Rey Sol era muy temido. No sólo en la Corte, por la muchedumbre de chambelanes, generales, funcionarios y servidores que giraban como oscuros planetas en torno al imperio del Rey Sol.
Nuestro emperador no se satisfacía con nada. Era terriblemente ambicioso y cruel. Los súbditos murmuraban que él deslumbraba por fuera como verdadero Rey Sol, pero que llevaba por dentro la oscuridad. Y eso también era verdad. Un secreto público que nadie se animaba a comentar en voz alta. El miedo tapiaba las bocas y ponía a oscuras las cabezas.
No se sabía nunca qué es lo que pensaba y haría el emperador cuando estaba silencioso y rígido como una momia. Al instante siguiente caía como el rayo, lo mismo sobre una mosca que sobre un ejército o un reino.
El Rey Sol era toda la luz del imperio. Y la luz, tú sabes, hace ver las cosas pero es invisible ella misma. Nadie puede alegar que ha visto la luz. Nadie tampoco ha podido ver el color de la oscuridad al destello de una vela. En realidad de verdad, nadie vio al emperador antes ni después de muerto. Tenía varios sosías y eran éstos los que aparecían en los actos oficiales mientras él permanecía oculto en su cámara observando a través de un ojo telescópico todo lo que pasaba en el exterior.
Hubo varios atentados. El emperador caía apuñalado o acribillado por las balas. Al día siguiente, sin huellas de heridas, aparecía de nuevo en el trono. Esto aumentó su terrible autoridad. Cobró fama de inmortal.
La vieja se posó sobre una piedra y cuando ya parecía haberlo dicho todo, continuó:
—Los servicios de espionaje del emperador le informaron que el principito de un reino lejano se había rebelado contra el regente, su tío. Este había asesinado al rey, su padre, y había usurpado el trono. El principito no tendría más edad que la tuya, pero era muy decidido y valiente. Amaba tiernamente a su padre. Nada le consolaba de su muerte. Agravaba sobre todo su congoja el hecho de que su propia madre, seducida por el asesino y usurpador, se le uniera en nupcias poco después de los funerales.
El fantasma de su padre se le apareció varias veces revelándole cómo su hermano le había dado muerte mientras dormía vertiendo beleño en sus oídos. El fantasma le incitó y convocó a la venganza. El príncipe no dudó más. Se puso a la cabeza de la insurrección. Destronó al usurpador y le condenó a muerte.
El pueblo declaró al principito héroe nacional y le reconoció como a su profeta.
Al saber esto, nuestro emperador envió un ejército al mando de sus mejores generales contra el reino convulsionado. Comisionó también a uno de sus chambelanes para que tomara posesión del país como virrey. Llevaba órdenes perentorias de ejecutar al príncipe rebelde apenas cayera prisionero. Temía que estos disturbios sirvieran de peligroso ejemplo para el resto del vasto imperio. El ejército invasor aplastó la rebelión, pero no pudo capturar al principito. El pueblo le escondió y protegió, y ni las persecuciones ni las torturas colectivas más atroces lograron revelar su paradero.
Ciego de cólera, el emperador ordenó entonces que todas las criaturas del reino fueran pasadas a degüello. Desde los recién nacidos hasta los que tuvieran diez años, la edad del príncipe. Acaso la tuya también en este momento... La anciana se detuvo con la cabeza caída sobre el pecho.
Por primera vez inquieto, como contagiado por la ansiedad de la anciana, el niño estaba pendiente de ella. Tras un largo suspiro, el graznido de pronto humanizado recomenzó: La horrorosa masacre no sirvió sino para desatar más guerras y rebeliones que destruyeron la unidad del imperio y se volvieron contra el imperio mismo.
La sombra del pequeño príncipe comenzó a aparecer en todas partes formando su leyenda.
El emperador ordenó nuevos degüellos de niños en los países sediciosos más activos y ofreció una cuantiosa recompensa por la captura del príncipe guerrero y profeta. Uno de sus más próximos lugartenientes cedió a la tentación. Traicionó y entregó al príncipe. Le crucificaron y, por orden del emperador, la cruz y la pequeña víctima fueron paseadas por todo el imperio en medio de triunfales festejos. Luego la cruz fue izada en mitad de ese anfiteatro. Allí quedó hasta que los cuervos acabaron en devorar el pequeño cuerpo. ¡Tal fue la cantidad de cuervos, mi Dios, que vinieron a cebarse en él! Durante tres días ennegrecieron el cielo.
Desde entonces no volvió a salir el sol. El pequeño príncipe es inmenso como un Dios, empezó a decir la gente alzando los ojos hacia el cielo enlutado. Vivo, decían, llenó toda la tierra. Muerto, no cabe en el cielo.
En cierto modo y por figura de la mente, también eso era verdad. El emperador duplicó su guardia pretoriana. Mandó construir murallas en torno a la capital del imperio y otro muro de piedra de cien codos de espesor y diez de altura alrededor del palacio real.
Por un tiempo apreció que las rebeliones habían sido conjuradas. Y aunque el sol no volvió a iluminar el país, la paz volvió a reinar en él. Una paz pesada y oscura como si la nube de cuervos no se hubiera retirado aún de lo alto.
“Pero entonces ocurrió aquello…”.
El niño miraba fijamente a la anciana. Todo su cuerpo ardía en una pregunta.
– Sí… Aquello fue peor que todas las desgracias juntas- balbuceó la anciana.
Ocurrió que los niños del país se negaron a nacer… El niño arrugó incrédulo el ceño. – ¿Cómo que por qué?... ¡Pues porque los niños por nacer decretaron una huelga de nacimientos. Así de simple fue aquello! Simple y extraño. También, si se quiere, lo más natural del mundo. Después de todo lo que había pasado. Esa nueva especie de rebelión enfrentaba el terror del modo más imprevisto e increíble. No era que los fetos se hubieran vuelto locos de repente o más sabios que los doctores del templo. Era como si los niños reflexionaran en el vientre de sus madres:
“Ya que la vida es peor que la muerte, ¿a qué vamos a nacer? ¿O que nos dejen vivir para que nos regordeemos desde el primer parpadeo con el espectáculo de matanzas, de horrores, de miserias sin fin, de la infinita estupidez y crueldad del hombre?”.
Una parturienta oyó, en sueños, que su hijo clamaba entre vagidos terribles: “¡Si existe el infierno… el infierno esta allí… al salir!...”. Y al despertarse, la parturienta no encontró la menor huella de su gravidez, ni el embrión hablador.
La vieja estaba ya al límite de sus fuerzas. Había empequeñecido mucho pues toda ella estaba encogida sobre sí misma en posición fetal en el hoyo de la piedra.
–Claro… murmuraciones de la gente… -jadeó de nuevo la anciana-. ¡A quién se le ocurre que los nonatos iban a reflexionar y a quejarse de su suerte que ni siquiera había comenzado aún!
Lo cierto es que la huelga de nacimientos se propagó. No nacían más niños. En ninguna parte, las mujeres encintas veían combarse y crecer sus vientres durante nueve lunas. Pero al llegar a los nueve meses de gravidez, el globo maternal se desinflaba. Las caderas y los vientres volvían a quedar planos como antes.
Los senos henchidos que ningún crío iba a chupar hasta hartarse, goteaban inútilmente su preciosa leche irrepetible… Los Críos huelguistas se habían mandado mudar al otro limbo, ése que dicen que existe entre el purgatorio y el infierno. O tal vez al País-del-Nunca-Jamás. Las madres quedaban frustradas para siempre. Y los hombres andaban con la cabeza gacha buscando por el suelo la dignidad que se les había perdido.
Lo extraño fue también que el emperador no veía con malos ojos la creciente huelga de nacimientos. Los portavoces oficiales celebraban el fenómeno natural. Trataban de explicar al pueblo que había venido a dar razón al emperador y a culminar su obra de salvación pública extirpando de raíz el mal en esos niños que se convertían en rebeldes, regicidas, revolucionarios y delincuentes comunes a tan temprana edad. En vista de que la natalidad ya no producía el menor gasto al fisco, el emperador duplicó las pensiones y los servicios de salud pública a favor de la ancianidad.
El país se fue llenando de ancianos.
Envejecíamos doblemente porque nos veíamos envejecer los unos en los otros. Y nada es más triste y tenebroso que el mundo de los viejos, llenos de pavor ante la muerte. Como si la muerte doliera y el cuerpo siguiera doliendo después de la muerte en casa partícula de hueso o de ceniza. Y ya se quejaban a gritos de esa
muerte después de la muerte, más dolorosa que
la vida y que no acabaría de morir del todo.
Esto no impedía sino que estimulaba las
malas indicaciones de los viejos. Viejecitos
pícaros y astutos en su mayor parte. Oliendo a
orines y rechinando su reumatismo se pasaban
todo el santo día en el mercado negro traficando sus pensiones. Lo que creó la industria de las dobles o triples actas falsas de defunción. Y el último que quedó, que sería el verdadero emperador, mostró por fin una escamosa cara de serpiente.
De aquella antigua gente sólo sobrevivimos siete. Yo, la tataranieta de un esclavo del emperador, mandado degollar porque logró hacerme escapar de la degollación de los inocentes, soy las más joven de los siete y ya no me acuerdo de mi edad.
Ha sonado para nosotros también la hora de los plazos mortales. Has venido a recoger nuestro último suspiro. Muero feliz, mi querido Nada, porque he podido la historia de nuestro pueblo. Vosotros haréis la historia del futuro.
El niño arrugó otra vez la nariz.
–Vosotros… porque seréis dos. Ya pronto lo sabrás. Pero antes, un último pedido. Cuando ya haya muerto, déjame en este hoyo. Ponme una piedra encima y no te ocupes más de mí. Sube luego hacia el lado norte de la colina. Encontrarás ahí el Primer Jardín que el desierto guardó por mil años. Alguien te está esperando allí, al pie del llamado Árbol del Bien y del Mal. No es más que un vulgar manzano pero es fama que sus frutos alimentan la verdad y la vida. Allí la encontrarás a ella.
¿A quién? Ya lo sabrás… En el mismo momento en que tú, silencioso Nada, bajabas a la ciudad, una niña llamada Ave, venía a tu encuentro del otro lado de la ciudad o del mundo. Lo mismo da. Se recordarán y reconocerán. Moverán de nuevo la rueda del mundo. Pero antes debe matar a la serpiente que tiene siete lenguas y siete colmillos llenos de ponzoña. Y acuérdate… que el pez por la boca muere, la serpiente por la boca mata…
La viejecita desapareció en el hoyo. El niño hizo con pena lo que ella le había ordenado. Corrió una piedra y lo tapó. Quedó un rato en silencio. Luego subió corriendo la colina que parecía un bello seno redondo bajo el sol que comenzaba de nuevo a brillar. La naturaleza entera participaba en la renovación de las plantas, de los animales, de los jardines.
El desierto cedió paso también a los antiguos lagos y florestas, a los bosques y prados. Nubes de mariposas venían a devolver los pedazos rotos del arco iris y lo armaron y dejaron intacto del otro lado de las lluvias. El niño Nada y la niña Ave se encontraron bajo el manzano. El único vestigio de la época oscura era esa serpiente viciosa que reptaba hacia ellos. De un salto. Nada le machacó la cabeza con una piedra grande. Su furia sonriente no cesó hasta que la hizo papilla.
Ave, subida en el árbol, arrancaba una manzana. Nada trepó ágilmente hacia ella. Se dijeron sus nombres mientras mordían en sabrosos fruto y encontraron que los nombres de cada uno, a la inversa, eran sus verdaderos nombres. Los nombres que el espejo de la niebla había mantenido ocultos del revés hacía tanto tiempo.
Rieron de alegría. Se tomaron las manos y sintieron de pronto que todo lo que manchaba de misterioso y maldito ese lugar había desaparecido bajo el resplandor de ese sol que siempre da una segunda oportunidad a los que se aman sobre la tierra.
De tan vivos y ardientes, los rayos del sol ocultaron en una oscuridad visible a los niños, en medio del follaje.


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