El país donde los
niños no querían nacer – Roa Bastos
Desde un
acantilado, entre las derruidas murallas, el niño divisó en lo hondo del valle una
ciudad que parecía dormida en la niebla.
Apantalló
las manos sobre los ojos para ver mejor. Pero esa especie de niebla lo esfumaba
todo.
No es noche
ni día en este lugar, se dijo tal vez el niño. O acaso la noche se había juntado
con el día. Era como si la luz se hubiera quemado y transformado en esas
tiniebla blanca, que parecía mostrar borrosamente las cosas del revés,
semejante a un inmenso espejo de cristal y humo posado sobre la ciudad.
El niño se
encogió de hombros y bajó al valle. Era un niño de edad indecisa. Podía tener cinco
años o diez. Quizás más, o tal vez menos.
Pero lo que
se notaba de inmediato era que no había leído nunca un libro de relatos de aventuras.
Se comportaba él mismo como un personaje de esos relatos. Daba igual que no supiera
leer ni siquiera hablar. Tenía los cabellos largos y enmarañados y estaba completamente
desnudo. Sucio de lodo seco, su color era indefinible. Pero no demostraba
sentir frío ni calor. Tampoco el miedo, el hambre o la sed que sufren los niños
después de haber andado mucho. Sobre todo cuando llegan a un lugar desconocido.
Y ése era un lugar bien extraño. Uno de esos lugares que dan la impresión de
haberse llevado su lugar a otro lugar dejando otro falso en su lugar.
De tanto en tanto, el niño se detenía a escuchar. Pero no oía gritos de
pastores ni balidos de corderos, ovejas o cabras. Menos aún el piar de pájaros.
Ninguna voz humana o animal, ni siquiera el siseo de los insectos.
Salvo que la niebla también le hubiese taponado los oídos. Se escarbó
las orejas con los meñiques mientras continuaba bajando entre los zarzales, las
rocas y los escombros ennegrecidos de muralla. Se frotó los párpados cubiertos
por el hollín blancuzco y trató de orientarse en dirección a la torre de la
iglesia que a lo lejos descabezada.
Entró en la ciudad por el lado en que la niebla era menos espesa. Y
entonces descubrió que la ciudad era muy antigua, de callejuelas estrechas y
edificios vetustos que se caían a pedazos.
No vio a nadie. Nadie salió a su encuentro. El niño sintió otra vez
allí, con más fuerza, que en esa niebla quieta y cenicienta estaban mezclados
el día y la noche. Los ojos del niño eran muy vivos y expresivos. Dejaban transparentar
sus pensamientos. Lo mismo esa manera muy especial que tenía de arrugar la nariz
como los cervatillos jóvenes. Cogió un puñado de niebla y la estrujó a la
altura de los ojos. Algo chispeó débilmente entre sus dedos.
Iba a continuar su camino cuando sintió que algo le cogía de un brazo.
Se estremeció un poco bajo la presión de los dedos largos y flacos, y un poco
más cuando oyó a sus espaldas una voz cascada que le preguntaba:
– ¿Quién eres? ¿De dónde vienes?
El niño giró y vio a una mujer horriblemente vieja, doblada por la mitad
y apoyada en un bastón. De su cuerpo sólo colgaban arrugas y harapos. Acercó
aún más su cara esquelética a la del niño como espiándole y husmeándole con una
incontenible ansiedad.
– ¿De dónde vienes? –volvió a preguntar– ¿Cómo te llamas? El niño no
contestó. Tampoco hizo algún intento de huir. Miró a la anciana. No pudo verle
los ojos hundidos entre las arrugas. De su boca no salió ningún sonido, pero
algo en él que no era voz, ni gesto, ni ninguna especie de lenguaje conocido,
pareció responder a la anciana, imperceptiblemente.
–Hablas como los ventrílocuos –dijo la vieja con acritud. Así que no
eres nadie puesto que no tienes nombre. Te llamaré entonces don Nadie. ¿Te
parece bien?
El niño volvió a encogerse de hombros.
–O mejor, don Nada. ¿Eh? ¡El gallardo caballero don Nada! Al fin y al
cabo, desde que pasó aquello, en este país los niños no fueron nunca más nadie
ni nada. De seguro tú eres uno de su descendencia. Hablas como dicen que aquellos
niños hablaban en el vientre de sus madres. De seguro alguna mujer, grávida de alguno
de tus antepasados, huyó de esta ciudad cuando reinaron el odio y el terror.
Huyó, como muchas, para que su hijo naciera en tierras de paz. Hubo barcos
repletos de gente, de mujeres encintas. Barcos a la deriva por el mar trataban de
escapar del terror. ¿Has vuelto en busca de la tierra natal de tus abuelos? –
El niño movió negativamente la cabeza.
La vieja le pasó la mano por la cara.
–Es cierto. No te cuelga de la nariz la argolla de los hijos de los
esclavos. Y tus cabellos son finos como las barbas del choclo.
Siguieron andando por una callejuela. El niño entrevió algunas sombras
en el destruido interior de los edificios. Tendió la mano hacia ellos.
– ¿Esa gente? –dijo la anciana–. Quedan pocos ya. Sólo esperan morirse
del todo.
La vieja centenaria, encorvada hacia el suelo, llegaba apenas a la
altura del niño. Sin soltarle el brazo caminaba más rápida que él.
Lo arrastraba casi. Ligera, sin peso, también ella parecía flotar en la
niebla. Desembocaron en una ancha plaza rodeada de escalinatas y columnas de
mármol rotas, semejante a un inmenso anfiteatro.
– Pues sí, mi pequeño y silencioso Nada– continuó diciendo la anciana–.
Hace mucho, muchísimo tiempo, un tiempo del cual no se acuerdan ya ni las
estrellas, éste fue un país rico. El más poderoso del mundo. Era el centro del
mundo puesto que dominaba todo el mundo y los reyes de todo el mundo venían en
caravanas de elefantes y camellos a rendir honores y vasallaje a nuestro
emperador.
Llegaban todos los años al comienzo de la primavera, aunque aquí todo el
tiempo era primavera. Venían a pagarle tributos en oro, en piedras y metales
preciosos, en las especies más afamadas y raras de sus respectivos países. El emperador
se sentaba en una balanza de oro que tenía la forma de un trono. En el otro
plato, que era como un ala inmensa del trono, los esclavos volcaban de los
cofres de sándalo las materias preciosas hasta que las agujas del fiel hacían sonar
una campana marcando el peso justo, que era el doble del peso del emperador.
Así se acumularon aquí todas las riquezas del universo. ¡Ah, este país era el
Cuerno de la Abundancia! Más rico que Jauja. La Isla del Tesoro con la que
soñaban los niños y los piratas de lejanos países y mares. El País de las Maravillas
con espejos de doble fondo y todo lo demás. Había regiones pobladas por enanos
del tamaño de un pulgar y por gigantes de talla diez veces más altas que los
más altos pinos y cedros. Había jardines, lagos, florestas, bosques y prados
naturales llenos de mariposas que parecían pedazos del espejo roto del arcoíris
después de las lluvias. Había también aves de voz humana y plumaje
resplandeciente. El sol brillaba todo el día hasta la medianoche. Pero desde la
medianoche comenzaba a brillar de nuevo el alba. De modo que nunca había oscuridad.
Se vivía como en una perpetua aurora boreal. Así el sol no se ponía nunca en los
dominios de nuestro emperador, decían los cronistas aduladores, aun cuando eso
fuera verdad. Por lo que en todo el mundo era llamado el Rey Sol. Pero eso era
antes. Después creció el desierto por todas partes.
El niño se había adelantado un poco sin hacer mucho caso de los
graznidos de la vieja. Iba entreteniéndose con el chispear de la niebla, que
frotaba entre los dedos. Se pasaba luego las manos por la cara, por los largos
cabellos, por el lodo seco que cubría su piel. Todo él comenzaba a brillar como
una escultura encendida por dentro.
La anciana le alcanzó correteando en tres patas con saltitos de avefría.
– ¡Espera!... –dijo la anciana tosiendo sofocada–. No te apures. Tú
vienes del futuro.
Por lo menos tienes el futuro por delante. Debes ver y saber cómo fue
todo esto en el pasado para que lo malo no se repita y lo bueno sea doblemente
bueno. No tienes todavía memoria… y la mía no va a tardar en morir conmigo.
Estas historias verdaderas no figuran sino con alusiones indirectas en los
libros sagrados de la humanidad que son libros que escriben los pueblos. Pero
tampoco aparecen en toda la novelería que los particulares escribieron después.
Una especie de vergüenza y de horror pesa sobre estos hechos. ¡Bah… como si no
se repitieran todos los días y en todas partes!
El niño se detuvo contemplando las ruinas de lo que debió ser el palacio
real situado en la parte más alta de la ciudad. Se volvió hacia la anciana.
– Sí –respondió la anciana–. Allí vivió el emperador. No tenía esposa ni
hijos. Y él mismo era el último de una larga dinastía de reyes que había
construido el imperio en guerras de conquista que duraron mil años. Siempre
adusto y solitario, en medio de la muchedumbre de chambelanes, generales, funcionarios
y servidores, el emperador pasaba sin verlos. No hablaba con nadie. A nadie dirigía
la palabra, salvo para dar órdenes que debían ser cumplidas en el acto. Y
¡guay! Del que no las entendiera o las desobedeciera.
También en el acto era decapitado. Por lo que nuestro Rey Sol era muy
temido. No sólo en la Corte, por la muchedumbre de chambelanes, generales,
funcionarios y servidores que giraban como oscuros planetas en torno al imperio
del Rey Sol.
Nuestro emperador no se satisfacía con nada. Era terriblemente ambicioso
y cruel. Los súbditos murmuraban que él deslumbraba por fuera como verdadero
Rey Sol, pero que llevaba por dentro la oscuridad. Y eso también era verdad. Un
secreto público que nadie se animaba a comentar en voz alta. El miedo tapiaba
las bocas y ponía a oscuras las cabezas.
No se sabía nunca qué es lo que pensaba y haría el emperador cuando
estaba silencioso y rígido como una momia. Al instante siguiente caía como el
rayo, lo mismo sobre una mosca que sobre un ejército o un reino.
El Rey Sol era toda la luz del imperio. Y la luz, tú sabes, hace ver las
cosas pero es invisible ella misma. Nadie puede alegar que ha visto la luz.
Nadie tampoco ha podido ver el color de la oscuridad al destello de una vela.
En realidad de verdad, nadie vio al emperador antes ni después de muerto. Tenía
varios sosías y eran éstos los que aparecían en los actos oficiales mientras él
permanecía oculto en su cámara observando a través de un ojo telescópico todo
lo que pasaba en el exterior.
Hubo varios atentados. El emperador caía apuñalado o acribillado por las
balas. Al día siguiente, sin huellas de heridas, aparecía de nuevo en el trono.
Esto aumentó su terrible autoridad. Cobró fama de inmortal.
La vieja se posó sobre una piedra y cuando ya parecía haberlo dicho
todo, continuó:
—Los servicios de espionaje del emperador le informaron que el
principito de un reino lejano se había rebelado contra el regente, su tío. Este
había asesinado al rey, su padre, y había usurpado el trono. El principito no
tendría más edad que la tuya, pero era muy decidido y valiente. Amaba
tiernamente a su padre. Nada le consolaba de su muerte. Agravaba sobre todo su
congoja el hecho de que su propia madre, seducida por el asesino y usurpador,
se le uniera en nupcias poco después de los funerales.
El fantasma de su padre se le apareció varias veces revelándole cómo su
hermano le había dado muerte mientras dormía vertiendo beleño en sus oídos. El
fantasma le incitó y convocó a la venganza. El príncipe no dudó más. Se puso a
la cabeza de la insurrección. Destronó al usurpador y le condenó a muerte.
El pueblo declaró al principito héroe nacional y le reconoció como a su
profeta.
Al saber esto, nuestro emperador envió un ejército al mando de sus
mejores generales contra el reino convulsionado. Comisionó también a uno de sus
chambelanes para que tomara posesión del país como virrey. Llevaba órdenes
perentorias de ejecutar al príncipe rebelde apenas cayera prisionero. Temía que
estos disturbios sirvieran de peligroso ejemplo para el resto del vasto
imperio. El ejército invasor aplastó la rebelión, pero no pudo capturar al
principito. El pueblo le escondió y protegió, y ni las persecuciones ni las
torturas colectivas más atroces lograron revelar su paradero.
Ciego de cólera, el emperador ordenó entonces que todas las criaturas
del reino fueran pasadas a degüello. Desde los recién nacidos hasta los que
tuvieran diez años, la edad del príncipe. Acaso la tuya también en este momento...
La anciana se detuvo con la cabeza caída sobre el pecho.
Por primera vez inquieto, como contagiado por la ansiedad de la anciana,
el niño estaba pendiente de ella. Tras un largo suspiro, el graznido de pronto humanizado
recomenzó: La horrorosa masacre no sirvió sino para desatar más guerras y
rebeliones que destruyeron la unidad del imperio y se volvieron contra el
imperio mismo.
La sombra del pequeño príncipe comenzó a aparecer en todas partes
formando su leyenda.
El emperador ordenó nuevos degüellos de niños en los países sediciosos
más activos y ofreció una cuantiosa recompensa por la captura del príncipe
guerrero y profeta. Uno de sus más próximos lugartenientes cedió a la
tentación. Traicionó y entregó al príncipe. Le crucificaron y, por orden del
emperador, la cruz y la pequeña víctima fueron paseadas por todo el imperio en
medio de triunfales festejos. Luego la cruz fue izada en mitad de ese
anfiteatro. Allí quedó hasta que los cuervos acabaron en devorar el pequeño
cuerpo. ¡Tal fue la cantidad de cuervos, mi Dios, que vinieron a cebarse en él!
Durante tres días ennegrecieron el cielo.
Desde entonces no volvió a salir el sol. El pequeño príncipe es inmenso
como un Dios, empezó a decir la gente alzando los ojos hacia el cielo enlutado.
Vivo, decían, llenó toda la tierra. Muerto, no cabe en el cielo.
En cierto modo y por figura de la mente, también eso era verdad. El
emperador duplicó su guardia pretoriana. Mandó construir murallas en torno a la
capital del imperio y otro muro de piedra de cien codos de espesor y diez de
altura alrededor del palacio real.
Por un tiempo apreció que las rebeliones habían sido conjuradas. Y
aunque el sol no volvió a iluminar el país, la paz volvió a reinar en él. Una
paz pesada y oscura como si la nube de cuervos no se hubiera retirado aún de lo
alto.
“Pero entonces ocurrió aquello…”.
El niño miraba fijamente a la anciana. Todo su cuerpo ardía en una
pregunta.
– Sí… Aquello fue peor que todas las desgracias juntas- balbuceó la anciana.
Ocurrió que los niños del país se negaron a nacer… El niño arrugó
incrédulo el ceño. – ¿Cómo que por qué?... ¡Pues porque los niños por nacer
decretaron una huelga de nacimientos. Así de simple fue aquello! Simple y
extraño. También, si se quiere, lo más natural del mundo. Después de todo lo que
había pasado. Esa nueva especie de rebelión enfrentaba el terror del modo más imprevisto
e increíble. No era que los fetos se hubieran vuelto locos de repente o más
sabios que los doctores del templo. Era como si los niños reflexionaran en el
vientre de sus madres:
“Ya que la vida es peor que la muerte, ¿a qué vamos a nacer? ¿O que nos
dejen vivir para que nos regordeemos desde el primer parpadeo con el
espectáculo de matanzas, de horrores, de miserias sin fin, de la infinita
estupidez y crueldad del hombre?”.
Una parturienta oyó, en sueños, que su hijo clamaba entre vagidos
terribles: “¡Si existe el infierno… el infierno esta allí… al salir!...”. Y al
despertarse, la parturienta no encontró la menor huella de su gravidez, ni el
embrión hablador.
La vieja estaba ya al límite de sus fuerzas. Había empequeñecido mucho
pues toda ella estaba encogida sobre sí misma en posición fetal en el hoyo de
la piedra.
–Claro… murmuraciones de la gente… -jadeó de nuevo la anciana-. ¡A quién
se le ocurre que los nonatos iban a reflexionar y a quejarse de su suerte que
ni siquiera había comenzado aún!
Lo cierto es que la huelga de nacimientos se propagó. No nacían más
niños. En ninguna parte, las mujeres encintas veían combarse y crecer sus
vientres durante nueve lunas. Pero al llegar a los nueve meses de gravidez, el
globo maternal se desinflaba. Las caderas y los vientres volvían a quedar
planos como antes.
Los senos henchidos que ningún crío iba a chupar hasta hartarse,
goteaban inútilmente su preciosa leche irrepetible… Los Críos huelguistas se
habían mandado mudar al otro limbo, ése que dicen que existe entre el purgatorio
y el infierno. O tal vez al País-del-Nunca-Jamás. Las madres quedaban
frustradas para siempre. Y los hombres andaban con la cabeza gacha buscando por
el suelo la dignidad que se les había perdido.
Lo extraño fue también que el emperador no veía con malos ojos la
creciente huelga de nacimientos. Los portavoces oficiales celebraban el
fenómeno natural. Trataban de explicar al pueblo que había venido a dar razón al
emperador y a culminar su obra de salvación pública extirpando de raíz el mal
en esos niños que se convertían en rebeldes, regicidas, revolucionarios y
delincuentes comunes a tan temprana edad. En vista de que la natalidad ya no
producía el menor gasto al fisco, el emperador duplicó las pensiones y los
servicios de salud pública a favor de la ancianidad.
El país se fue llenando de ancianos.
Envejecíamos doblemente porque nos veíamos envejecer los unos en los
otros. Y nada es más triste y tenebroso que el mundo de los viejos, llenos de
pavor ante la muerte. Como si la muerte doliera y el cuerpo siguiera doliendo después
de la muerte en casa partícula de hueso o de ceniza. Y ya se quejaban a gritos
de esa
muerte después de la muerte, más dolorosa que
la vida y que no acabaría de morir del todo.
Esto no impedía sino que estimulaba las
malas indicaciones de los viejos. Viejecitos
pícaros y astutos en su mayor parte. Oliendo a
orines y rechinando su reumatismo se pasaban
todo el santo día en el mercado negro traficando sus pensiones. Lo que
creó la industria de las dobles o triples actas falsas de defunción. Y el último
que quedó, que sería el verdadero emperador, mostró por fin una escamosa cara de
serpiente.
De aquella antigua gente sólo sobrevivimos siete. Yo, la tataranieta de
un esclavo del emperador, mandado degollar porque logró hacerme escapar de la
degollación de los inocentes, soy las más joven de los siete y ya no me acuerdo
de mi edad.
Ha sonado para nosotros también la hora de los plazos mortales. Has
venido a recoger nuestro último suspiro. Muero feliz, mi querido Nada, porque
he podido la historia de nuestro pueblo. Vosotros haréis la historia del
futuro.
El niño arrugó otra vez la nariz.
–Vosotros… porque seréis dos. Ya pronto lo sabrás. Pero antes, un último
pedido. Cuando ya haya muerto, déjame en este hoyo. Ponme una piedra encima y
no te ocupes más de mí. Sube luego hacia el lado norte de la colina.
Encontrarás ahí el Primer Jardín que el desierto guardó por mil años. Alguien
te está esperando allí, al pie del llamado Árbol del Bien y del Mal. No es más
que un vulgar manzano pero es fama que sus frutos alimentan la verdad y la
vida. Allí la encontrarás a ella.
¿A quién? Ya lo sabrás… En el mismo momento en que tú, silencioso Nada,
bajabas a la ciudad, una niña llamada Ave, venía a tu encuentro del otro lado de
la ciudad o del mundo. Lo mismo da. Se recordarán y reconocerán. Moverán de
nuevo la rueda del mundo. Pero antes debe matar a la serpiente que tiene siete
lenguas y siete colmillos llenos de ponzoña. Y acuérdate… que el pez por la
boca muere, la serpiente por la boca mata…
La viejecita desapareció en el hoyo. El niño hizo con pena lo que ella
le había ordenado. Corrió una piedra y lo tapó. Quedó un rato en silencio.
Luego subió corriendo la colina que parecía un bello seno redondo bajo el sol
que comenzaba de nuevo a brillar. La naturaleza entera participaba en la
renovación de las plantas, de los animales, de los jardines.
El desierto cedió paso también a los antiguos lagos y florestas, a los
bosques y prados. Nubes de mariposas venían a devolver los pedazos rotos del
arco iris y lo armaron y dejaron intacto del otro lado de las lluvias. El niño
Nada y la niña Ave se encontraron bajo el manzano. El único vestigio de la
época oscura era esa serpiente viciosa que reptaba hacia ellos. De un salto.
Nada le machacó la cabeza con una piedra grande. Su furia sonriente no cesó
hasta que la hizo papilla.
Ave, subida en el árbol, arrancaba una manzana. Nada trepó ágilmente
hacia ella. Se dijeron sus nombres mientras mordían en sabrosos fruto y
encontraron que los nombres de cada uno, a la inversa, eran sus verdaderos nombres.
Los nombres que el espejo de la niebla había mantenido ocultos del revés hacía tanto
tiempo.
Rieron de alegría. Se tomaron las manos y sintieron de pronto que todo
lo que manchaba de misterioso y maldito ese lugar había desaparecido bajo el
resplandor de ese sol que siempre da una segunda oportunidad a los que se aman
sobre la tierra.
De tan vivos y ardientes, los rayos del sol ocultaron en una oscuridad
visible a los niños, en medio del follaje.
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