Cuando
un pájaro entierra sus plumas – Roa Bastos
– ¡Ay muerte, por qué no me llevas! – se quejaba tía Jobiana, mi
madrina, mientras ponía sus ollitas de barro al sereno, las noches en que el
arco de la luna nueva apuntaba hacia el cerro.
Su voz llega hasta mí, borrosa al comienzo; hace salir poco a poco su
figura de la desmemoria. Siento que voy a poder tocarla con las manos,
acurrucarme de nuevo contra sus rodillas callosas de tanto hincarse para rezar.
La oigo murmurar las cosas que sabe, que ella ha olvidado que sabe. Y si vuelco
la cabeza hacia arriba la veo amodorrarse en esas palabras que salen de ella,
que le vienen de cualquier parte y que, apenas dichas, vuelven a caer para
adentro o se pagan en un soplo asmático.
– ¿Por qué sufre tanto? –le pregunto, rascándome la nuca contra el
espolón de su rodilla.
Sin oírme murmurar: “Mis gemidos son mi pan”. Es lo que dice siempre;
pero se lo dice así misma como si la repetición de estas palabras la
tranquilizara.
–Entonces vive bien alimentada– agarro y le digo faltándole adrede al
respeto a ver si se enoja y vuelve al mundo de los vivos. Pero tampoco me
escucha. Sigue desahogándose a solas, entre el humo del farol que apenas da luz
y el zumbar de los mosquitos.
“Todo lo que temo me sucede… –susurra–. Y mi dolor no se calma por más
que hable, ni tampoco me dejará si callo…”
Su voz queda a medio camino entre la oscuridad casi blanca de luna y la
negrura de su boca desdentada, entre el silencio y la palabra. Se ha hincado
otra vez. Entonces sé que está rezando a ese Dios no sabido más que por
ella, ese “Dios de sus llagas”. A rato se enoja con él y de repente le alza la
voz como a un su igual hasta hacerle bajar la cabeza. ¡Pobre mi madrina! “En
mis días vivo trato de mis años”, la oigo farfullar, arrancándose a manotones
los mosquitos de la cara. Más claramente la escucho cuando froto con los dedos,
bajo la camisa, la bolsita del amuleto que ella misma me colgó al cuello
durante la peste. Como si no hubiera pasado el tiempo sobre este cuerpo mío
baldado hasta la mitad. –No sufra más– le digo ayudándola a ponerse de pie, a
sentarse en la mecedora. Le acuno despacio para calmarla–. Usted cura a los otros.
¿Por qué no se cura usted misma o deja que los otros se mueran también?
– Porque hasta el morir todo es vivir, Juan de Dios –susurra entre los
quejidos del mimbre, que han reemplazado a los suyos, mientras la hamaco–. Y
hay que aguantar. Hay que tener esperanza. Voluntad es vida y muerte es enojo
–agrega con una voz que no es la suya.
– Pero usted quiere morirse –le zumbo muy cerca de la oreja.
– Porque la muerte es buena cuando la vida claramente es mala –refranea
sin mucho convencimiento. Se ha quedado escuchando la noche, pensando de seguro
en las cosas que nunca tuvo, que tampoco ella entiende.
El pelo blanco, un hervor de leche enmarcándole la cara huesuda y
cobriza; hediendo un poco a los humores de su cuerpo, a sus cocimientos de
hierbas. Con un gesto me pide su libro destripado que echa su fleco de páginas
pegadas y zurcidas y hasta hojas de cuaderno garrapateadas con recetas y
oraciones.
Todo es yuyo opilativo, suele decir; la cosa es saber el punto. Aunque
cada vez sabe menos y las manos ya no responden a la memoria de la costumbre.
Le arrimo el lampión humoso, los anteojos remendados con alambre. Pero ella ya no
lee; todo se le va en tocar el libro, sobarlo despacio por los bordes, olerlo
un poco y tenerlo en regazo.
– Esa es la verdad –dice entre dos burbujitas de suspiro.
– ¿Qué es la verdad, maína Jobina?
– La verdad es verde, muchacho. Ya va a madurar para usted también. No
se apure. Todavía no le han crecido las plumas.
– Pero si usted misma quiere morirse, ¿la esperanza para qué sirve?
– ¡Retírese a dormir! No sea cargoso. Mañana es el Día de la Virgen.
Vaya a cazar ese colibrí que nos señala en el vientre de nuestra madre para futuros
dirigentes de los hombres.
– ¿Usted dice para presidente de la República, por ejemplo? – Eso es muy
poco todavía, eso no quiere decir nada…
Suelto la mecedora y la figura de mi madrina se inmoviliza otra vez, se
desdibuja como si reculara y se alejara. Piensa en esos mellizos de la Benicia
Ortigoza que la semana pasada han nacido viejos, como si al parirlos la madre
no más tuvieran de golpe como ochenta años cada uno. Y eso que la dueña de la
fonda ya tiene sus buenos años para estos trotes. Le he preguntado a mi hermana
Diálara si la vieja Ortigoza no sería como esa anciana doncella que existió en
los comienzos del mundo, como cuenta madrina, y que anduvo “gruesa” de su hijo
durante setenta y dos años cabales. Diálara no me quiere contestar, no le gusta
meterse en estas habladurías, porque ella también tiene sus cosas con el
comisario. Pero la historia que suele contar madrina debe ser cierta. Si hasta
la ha tocado atender un caso parecido, aunque se me frunce que la Benicia no se
ha de parecer en nada a esa anciana doncella del cuento de madrina, llamada Yu-Yu.
Pienso en la paciencia de esa virgen pasita-de-uva que a la edad de ciento
setenta y un años se sentó un día a la sombra de un guayabo contemplando
fijamente el sol del mediodía. Lo estuvo mirando todo el tiempo hasta que le
tragó como un huevo de perdiz de muchos colores. Después se abrió un agujero en
el sobaco y por ahí sacó al niño de setenta y dos años, que empezó a decir
cosas que nadie entendía y a quien le pusieron, dice mi madrina, el nombre de Ladislao,
quiere decir Orejas-largas, porque escuchaba y sabía todo lo que pasaba
en el mundo.
Madrina ayudó a la vieja Ortigoza a desobligarse de sus hijos viejitos.
Y desde entonces, algo la ha puesto del revés, anda como caída por los
remordimientos, y ya no va a la fonda. Me manda a mí a llevar los remedios de
yuyos a la Benicia Ortigoza. Mi padre, que es muy mal hablado, se burla de la
dueña de la fonda. Dice palabrotas todo el tiempo y se enoja contra los
mellizos. Mientras serrucha los pedazos de res en la carnicería, grita que se
van a morir el día menos pensado y que eso va a ser lo mejor para ellos, para
todos. Que de monstruos y tarados ya está lleno el pueblo y si me apuran, dice,
todo el país. Aunque los mellizos no hablan y no parece que vayan a hablar
nunca. O si hablan, ellos dos solitos se entienden en una lengua desconocida,
con gruñidos parecidos a los de la comadreja.
– ¿Por qué los ayudó a nacer?
– ¡Mándame a mudar! – me reta mi madrina y se agacha gimiendo para
tirarme una de sus alpargatas. Doy un salto y disparo. Detrás de un limonero la
amenazo todavía:
–Hágame el relique! Si me miente, usted no se va morir nunca.
Me escapo hacia la plaza, colándome entre el gentío para ver esos
aeroplanos que el franchute hace volar sobre lienzo puesto contra la pared de
la Municipalidad. No hay más que ese chorro de luz blanca que sale del ojo del aparato
en la oscuridad. Un montón de letras, primero, que nadie lee porque pasan muy rápido.
Luego, como si se atravesaran la pared, aparecen sobre la sábana los aeroplanos
y de ellos saltan en bandadas los hombres. Planean por el aire bajo unas
inmensas sobrillas que se van abriendo por el cielo como hongos transparentes.
No se oye el roncar de los aeroplanos; únicamente el ruidito de la máquina a
manivela de mosiú Pernet; un chirrido que se esparce sobre el silencio
de este mismo gentío que habrá mañana en la procesión y que ahora, en la noche,
contempla boquiabierto a esos hombre-pájaros, antes de que la oscuridad los vuelva
a tragar. En este momento nadie piensa en las habladurías que corren por el
pueblo de que el franchute es el padre de los mellicitos ancianos. Ni los más
chismosos, seguro. Todo es contemplar a esos hombres que parecen de vidrio
planeando entre las nubes.
– Podemos volar como ellos – digo por lo bajo a Pedro de Mendoza.
– Ya se te subió otra vez la lombriz a la cabeza – se burla el Primer Adelantado.
– Yo sé como hacer – bravuconeo un poco mirándolo de reojo.
Entonces me acuerdo que a la mañana siguiente cazamos el colibrí, no con
la cimbra de hojas de palma bendita que me entregó mi madrina, sino con un
bodoque de mi hondita.
“El corazón del colibrí late 615 veces por minuto”, dijo Atilano,
remedando al maestro.
– Este está muerto – dijo Malvita, mientras apretaba contra el oído el
pájaro-mosca en cuyo pico de ámbar brillaba una gota de sangre. Mi madrina me
lo sacó de la mano, lo calentó un momento entre las suyas. Con los ojos
cerrados sopló en el piquito amarillo y también por el otro lado entre los
pulmones. El colibrí salió volando. Dio algunas volteretas, mareado, como para
afirmarse en el aire. Se inclinó una o dos veces como despidiéndose, y se
perdió entre los reflejos.
Después esa tarde lejana que está antes de la peste y el diluvio. Mucho
antes de éxodo. Como un cuervo cachorro me hamacaba en el cielo, prendido a las
varillas atadas en cruz que sostenían la sábana embolsada por el viento.
– ¡Te vas a matar! – grito Juan de Garay apuntándome con la lanza.
– ¡Recuerdos al colibrí! – gritó Malvita que con sus ojos verde me ayudaba
a volar.
– ¡Memorias a nuestro católico rey Don Fernando! – grito Juan de Salazar
y Espinoza, el hijo del peluquero, como si me despidiesen para siempre de la
Provincia Gigantes de las Indias. Álvar Núñez Cabeza de Vaca.
– ¡Adiós…! – grité mascando el viento y mi susto. ¡Hasta la otra vida!
Había cerrado los ojos al saltar desde la punta del cerro. Poco a poco sentía
que iba siendo otro. Mi pensamiento de chico se fue cambiando en el pensamiento
de un pájaro. Millones de burbujas hinchadas de luz, de calor, millones de años
hinchados de oscuridad, subían a mi encuentro ráfaga que hacía temblar el aire
cargado de sol.
Borronearon la cumbre, las figuras de mis compañeras. “¡Soy un buitre blanco!”,
grazné roncamente, y el pico me chispeó al viento. Desde lejos, cada vez más,
me seguían llegando los gritos de Malvita y los otros, hasta que también fueron
gritos de pájaros.
Me hamacaba en el cielo clavando mis ojos de buitre como una aguja en mitad
de la cabeza de los animales. Los veía caer de rodillas uno a uno y enseguida
les empezaba a blanquear la osamenta.
Lo único que, de tanto en tanto, subía hasta mí la voz de madrina. La sentía
andar entre plumas como el picor de las pulgas que hasta en los buitres deben
sentar sus reales. Bajo la sábana inflada de viento y de sol, volvía a ser de noche;
esas noches en que maína Jobiana me contaba cuentos. Los de Las Mil y una
Noches y también historias con brujas, enanos, sapos tan grandes como bueyes y
animales alados. “… una vez un caminante
acorralado por el miedo se escondió en un pozo y se colgó de una rama. Pero de
repente vio que debajo de él había una gran víbora-perro que echaba fuego por
los ojos, y otra más, y otra más y otra más… El caminante miró hacia arriba y
vio que dos ratones, uno blanco y otro negro, comían al apuro y con un hambre
más grande que el mundo la ramita de la que él estaba colgado. Pero entonces,
al volver la cabeza con desesperación buscando una salida, sólo vio colgada de
otra rama una colmena que casi le tocaba la cabeza. Se puso a lamer la miel y
se olvidó de los ratones que roían la rama y de los cuatro dragones que
esperaban abajo con las bocas dientudas y llameantes…”
“¡Soy un buitre blanco!, grité borrando la voz de madrina, soplando esa pulga
que se me había pegado al miedo entre las plumas y que me chupaba la sangre
justo del lado del corazón. Abrí de nuevo los ojos. A mis pies daba vueltas lentamente
un pueblo desconocido. Lo reconocí a puchitos. Entonces vi arrastrarse el
culebrón del gentío tras las andas de la Inmaculada Concepción de los Sietes
Caballeros del Valle-Grande.
Busqué con los ojos el camino real. Sobre esa raya de tierra colorada
que rajaba el valle, envuelto en una nube de polvo, el carruaje de don
Natalicio Miranda, no más grande que la frutita negra del pacholí. Desde
adentro, María Matutina, la mano sobre la boca, me estaría viendo volar. Ahora
ella era quien padecía por mí, y no yo que, escondido entre los pajonales,
esperaba el paso del carruaje de regreso a la estancia. Yo sacaba pecho en el
aire. La humareda azulada del horizonte, aplastada contra la lejanía. ¡Era mío
todo el mundo!
Pero lo que veía subir en este momento como bala era el pozo de la salamanca
hacia donde me estaba llevando el viento con el capricho de una mula tuerta. El
mismo lugar en que treinta años más tarde van a blanquear los huesos de Atilano
y sus compañeros acorralados por los regulares, al comienzo mismo de las
guerrillas. Sentí que el miedo me ablandaba de golpe las uñas agarrotadas a las
tacuaras. Me achiqué en una burbuja, la más pequeña de esos millones de
burbujas que me chupan hacia abajo. Ya no quise ser más que el agujero de la
nada. Salté hacia atrás, hacia arriba, hacia los recuerdos, hacia lo que estaba
antes de los recuerdos. Y la memoria sólo me permitió gritar ¡Socorro!,
aferrándose al amuleto que no tenía, al corazón del colibrí que se había volado
esa mañana. Me respondió el ruido de las cañas quebrándose como tiros contra
las piedras del precipicio. La sábana me tapó la cara.
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