Un
canario como regalo
El tren pasó rápidamente junto a una larga casa de piedra roja con
jardín, y, en él, cuatro gruesas palmeras, a la sombra de cada una de las
cuales había una mesa. Al otro lado estaba el mar. El tren penetró en una hendidura
cavada en la roca rojiza y la arcilla, y el mar sólo podía verse entonces
interrumpidamente y muy abajo, contra las rocas.
-Lo compré en Palermo -dijo la dama
norteamericana-. Sólo estuvimos en tierra una hora. Era un domingo por la
mañana. El hombre quería que le pagara en dólares y le di un dólar y medio. En
realidad canta admirablemente.
Hacía mucho calor en el tren y en el coche-salón.
No entraba ni un soplo de brisa por la ventanilla abierta. La dama
norteamericana bajó la persiana de madera y ya no pudo verse más el mar, ni
siquiera de vez en cuando. Al otro lado estaban los vidrios, luego el corredor,
detrás una ventanilla abierta y fuera de ella árboles polvorientos, un camino
asfaltado y extensos viñedos rodeados de grises colinas.
Al llegar a Marsella veíamos el humo de muchas
chimeneas. El tren disminuyó la velocidad y entró en una vía, entre las muchas
que llevaban a la estación. Se detuvo veinte minutos en Marsella y la dama
norteamericana compró un ejemplar de The Daily Mail y media botella
de agua mineral Evian. Paseó un poco a lo largo del andén de la estación, pero
sin alejarse mucho de los escalones del vagón, debido a que en Cannes, donde el
tren se detuvo doce minutos, partió de pronto sin advertencia alguna, y ella
pudo subir justamente a tiempo. La dama norteamericana era un poco sorda y
temió que se dieran las habituales señales de partida del convoy y ella no
pudiera oírlas.
El tren partió y no sólo podían verse las playas de
maniobras y el humo de las grandes chimeneas, sino también, hacia atrás, la
propia ciudad de Marsella y el puerto, con sus colinas grises en el fondo y los
últimos destellos del sol en el mar. Mientras oscurecía, el tren pasó cerca de
una granja incendiada. Había automóviles detenidos en el camino y desde dentro
del edificio de la granja se sacaban al campo ropas de cama y otras cosas.
Había mucha gente contemplando cómo ardía la casa. Era ya de noche cuando el
tren llegó a Aviñón. La gente dejó el convoy. En los quioscos, los franceses
que volvían a París compraban los periódicos del día. En el andén había
soldados negros. Llevaban uniforme castaño, eran altos y sus rostros brillaban
bajo la luz eléctrica. El tren dejó Aviñón y los negros quedaron allí, de pie.
Un sargento blanco, de baja estatura, estaba con ellos.
Dentro del coche-cama el camarero había bajado las
tres literas de la pared y ya estaban preparadas para dormir. La dama
norteamericana no durmió durante la noche porque el tren era un rapide que
iba a gran velocidad y ella temía durante la noche. La cama de la dama
norteamericana era la que estaba más cerca de la ventanilla. El canario de
Palermo, con una manta extendida sobre la jaula, estaba fuera del camarote, en
el corredor que llevaba al lavabo. Fuera del compartimiento había una luz
azulada. Durante toda la noche el tren viajó muy velozmente y la dama
norteamericana se despertaba esperando un accidente.
Por la mañana, el tren se hallaba cerca de París y
después que la dama norteamericana salió del lavabo, muy norteamericana, muy
saludable y muy de edad mediana, a pesar de no haber dormido, quitó la manta de
la jaula y la colgó al sol, volviendo al vagón restaurante para desayunar.
Cuando volvió al coche-cama las literas habían sido levantadas de nuevo y
transformadas en asientos, el canario estaba acicalándose las plumas al sol,
que entraba por la ventanilla abierta, y el tren estaba mucho más cerca de
París.
-Ama el sol -dijo la dama norteamericana-. Ahora,
dentro de un momento, cantará.
El canario siguió arreglándose las plumas y
espulgándose.
-Siempre me han gustado los pájaros -dijo la dama
norteamericana-. Lo llevo a casa para mi niña. Ahí está... ahora canta.
El canario pió y las plumas de la garganta
permanecieron inmóviles. Bajó el pico y comenzó a espulgarse de nuevo. El tren
cruzó un río y pasó a través de un bosque muy cuidado. El tren pasó por muchos
de los pueblos de las afueras de París. Había tranvías en los pueblos y grandes
cartelones de propaganda de la Belle Jardiniere, Dubonnet y Pernod,
en los muros y paredes cerca de los cuales pasaba el tren. Todos los lugares
por donde éste pasaba tenían el aspecto de no haberse despertado todavía.
Durante unos minutos no escuché a la dama norteamericana, que estaba hablándole
a mi esposa.
-¿Su esposo es también norteamericano? -preguntó la
dama.
-Sí -dijo mi mujer-. Ambos somos norteamericanos.
-Creí que eran ingleses.
-¡Oh, no!
-Será tal vez porque llevo tirantes. -Había
empezado a decir «tiradores», pero cambié la palabra al salir de mi boca, para
mantener mi lenguaje de acuerdo con mi aspecto de inglés. La dama
norteamericana no me oyó. Realmente era completamente sorda; leía en los labios
y yo no la había mirado al hablar. Miraba afuera, por la ventanilla. Continuó
hablando con mi esposa.
-Me alegro de que sean norteamericanos. Los hombres
norteamericanos son los mejores maridos -estaba diciendo la dama
norteamericana-. Por eso dejamos el continente, ¿sabe usted? Mi hija se enamoró
de un hombre en Vevey -se detuvo-. Estaban locos, sencillamente -se detuvo de
nuevo-. La saqué de allí, por supuesto.
-¿Logró soportarlo? -preguntó mi mujer.
-No lo creo -dijo la dama norteamericana-. No
quería comer nada y no dormía. Me empeñé en consolarla, pero parece no tener
interés por nada. No le importa nada, pero yo no podía dejarla casar con un
extranjero. -Hizo una pausa-. Alguien, un buen amigo mío, me dijo una vez:
«Ningún extranjero puede ser un buen marido para una norteamericana».
-No -dijo mí esposa-; supongo que no.
La dama norteamericana admiró el abrigo de viaje de
mi esposa y luego supimos que la dama norteamericana había adquirido sus
propias ropas durante veinte años en la misma maison de couture de
la rue Saint Honoré. Tenían sus medidas y una vendeuse que la
conocía y sabía sus gustos, elegía sus vestidos y los enviaba a los Estados
Unidos. Las ropas llegaban a una oficina de correos cercana al lugar donde ella
vivía, en la ciudad de Nueva York, y los derechos de importación no eran nunca
exorbitantes, porque abrían las cajas allí mismo, en la sucursal de correos,
para revisarlas y siempre eran sencillas, sin encajes doradas ni adornos que
hicieran aparecer los vestidos como muy caros. Antes de la vendeuse actual,
llamada Théresé, había otra llamada Amélie. En total sólo trabajaron esas dos
en los últimos veinte afros. La couturière era siempre la
misma. Los precios, sin embargo, habían aumentado. Ahora tenían también las
medidas de su hija. Ya era bastante crecida y no existían muchas probabilidades
de que cambiaran con el tiempo.
El tren estaba ahora llegando a París. Las
fortificaciones habían sido derribadas, pero la hierba no había crecido. Había
muchos vagones en las vías: coches restaurante de madera oscura y coches-cama,
que partirían para Italia a las cinco de esa misma tarde, si ese tren sale
todavía a las cinco; los coches tenían carteles que decían: París-Roma; otros
de dos pisos, que iban y volvían de los suburbios y en los que, a ciertas
horas, los asientos de ambos pisos estaban llenos de gente y pasaban cerca de
las blancas paredes y de las ventanas de las casas. Nadie se había desayunado
todavía.
-Los norteamericanos son los mejores maridos -decía
la dama norteamericana a mi esposa. Yo estaba bajando las maletas-. Los hombres
norteamericanos son los únicos con quienes una se puede casar en todo el mundo.
-¿Cuánto tiempo hace que dejó usted Vevey?
-preguntó mi mujer.
-Hará dos años este otoño. A ella le llevo este
canario.
-¿El hombre de quien estaba enamorada su hija era
suizo?
-Sí -dijo la dama norteamericana-. Era de una
familia muy buena de Vevey. Estudiaba ingeniería. Se conocieron en Vevey,
solían dar largos paseos juntos.
-Conozco Vevey -dijo mi esposa-. Pasamos allí
nuestra luna de miel.
-¿Sí? ¡Debe haber sido maravilloso! Yo no tenía,
por supuesto, la menor idea de que se había enamorado de él.
-Es un lugar muy bonito -dijo mi esposa.
-Sí -dijo la dama norteamericana-. ¿Verdad que es
magnifico? ¿Dónde se alojaron ustedes?
-En el Trois Couronnes.
-Es un gran hotel -dijo la dama norteamericana.
-Sí -replico mi esposa-. Teníamos una habitación
preciosa y en otoño el lugar era adorable.
-¿Estaban ustedes allí en otoño?
-Sí -dijo mi esposa.
Pasábamos en ese momento al lado de tres vagones
que habían sufrido algún accidente. Estaban hechos astillas y con los techos
hundidos.
-Miren -dije-. Debe haber sido un accidente.
La dama norteamericana miró y vio el último vagón.
-Toda la noche tuve miedo de que ocurriera alguna
cosa así -dijo-. A veces tengo horribles presentimientos. Nunca más viajaré en
un rapide por la noche. Debe haber otros trenes cómodos que no
viajen con tanta rapidez.
El tren entró en la oscuridad de la Gare du Lyon y
se detuvo. Los mozos se acercaron a las ventanillas. Pronto nos encontramos en
la turbia largura de los andenes y la dama norteamericana se puso en manos de
uno de los tres hombres de la Cook, que dijo:
-Un momento, señora, buscaré su nombre.
El mozo trajo un baúl y lo colocó junto al
equipaje. Ambos nos despedimos de la dama norteamericana, cuyo nombre había
encontrado el empleado de la Agencia Cook en una de las hojas escritas a
máquina, que sacó de entre un manojo de éstas y que volvió a poner en su
bolsillo.
Seguimos al mozo con el baúl, a lo largo del
prolongado andén de cemento que corría al lado del tren. Al final había una
puerta de hierro y un hombre nos tomó los billetes.
Volvíamos a París para establecernos en residencias
separadas.
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