Las
nieves del Kilimanjaro (2)
(....) Pensó
ahora en aquella ocasión en que se encontró solo en Constantinopla, después de
haber reñido en París antes de irse. Pasaba todo el tiempo con prostitutas y
cuando se dio cuenta de que no podía matar su soledad, sino que cada vez era
peor, le escribió a la primera, a la que abandonó. En la carta le decía que
nunca había podido acostumbrarse a estar solo... Le contó cómo, cuando una vez
le pareció verla salir del «Regence», la siguió ansiosamente, y que siempre
hacía lo mismo al ver a cualquier mujer parecida por el bulevar, temiendo que
no fuese ella, temiendo perder esa esperanza. Le dijo cómo la extrañaba más
cada vez que se acostaba con otra; que no importaba lo que ella hiciera, pues
sabía que no podía curarse de su amor. Escribió esta carta en el club y la
mandó a Nueva York, pidiéndole que le contestara a la oficina en París. Esto le
pareció más seguro. Y aquella noche la extrañó tanto que le pareció sentir un
vacío en su interior. Entonces salió a pasear, sin rumbo fijo, y al pasar por
«Maxim's» recogió una muchacha y la llevó a cenar. Fue a un sitio donde se
pudiera bailar después de la cena, pero la mujer era muy mala bailadora, y
entonces la dejó por una perra armenia, que se restregaba contra él. Se la
quitó a un artillero británico subalterno, después de una disputa. El artillero
le pegó en el cuerpo y junto a un ojo. Él le aplicó un puñetazo con la mano
izquierda y el otro se arrojó sobre él y lo cogió por la chaqueta, arrancándole
una manga. Entonces lo golpeó en pleno
rostro con la derecha, echándolo hacia delante. Al
caer el inglés se hirió en la cabeza y Harry salió corriendo con la mujer
porque oyeron que se acercaba la policía.
Tomaron un taxi y fueron a Rimmily Hissa, a lo largo del Bósforo, y después
dieron la vuelta. Era una noche más bien fresca y se acostaron en seguida. Ella
parecía más bien madura, pero tenía la piel suave y un olor agradable. La
abandonó antes de que se despertase, y con la primera luz del día fue al «Pera
Palace». Tenía un ojo negro y llevaba la chaqueta bajo el brazo, ya que había
perdido una manga.
Aquella
misma noche partió para Anatolia y, en la última parte del viaje, mientras
cabalgaban por los campos de adormideras que recolectaban para hacer opio, y
las distancias parecían alargarse cada vez más, sin llegar nunca al sitio donde
se efectuó el ataque con los oficiales que marcharon a Constantinopla, recordó
que no sabía nada, ¡maldición!, y luego la artillería acribilló a las tropas, y
el observador británico gritó como un niño.
Aquella
fue la primera vez que vio hombres muertos con faldas blancas de ballet y
zapatos con cintas. Los turcos se hicieron presentes con firmeza y en tropel.
Entonces vio que los hombres de faldón huían, perseguidos por los oficiales que
hacían fuego sobre ellos, y él y el observador británico también tuvieron que
escapar. Corrieron hasta sentir una aguda punzada en los pulmones y tener la
boca seca. Se refugiaron detrás de unas rocas, y los turcos seguían atacando
con la misma furia. Luego vio cosas que ahora le dolía recordar, y después fue
mucho peor aún. Así, pues, cuando regresó a París no quería hablar de aquello
ni tan sólo oír que lo mencionaran. Al pasar por el café vio al poeta norteamericano
delante de un montón de platillos, con estúpido gesto en el rostro, mientras
hablaba del movimiento «dadá» con un rumano que decía llamarse Tristán Tzara, y
que siempre usaba monóculo y tenía jaqueca. Por último, volvió a su
departamento con su esposa, a la que amaba otra vez. Estaba contento de
encontrarse en su hogar y de que hubieran terminado todas las peleas y todas
las locuras. Pero la administración del hotel empezó a mandarle la
correspondencia al departamento, y una mañana, en una bandeja, recibió una
carta en contestación a la suya. Cuando vio la letra le invadió un sudor frío y
trató de ocultar la carta debajo de otro sobre. Pero su esposa dijo: «¿De quién
es esa carta, querido?»; y ése fue el principio del fin. Recordaba la buena
época que pasó con todas ellas, y también las peleas. Siempre elegían los
mejores sitios para pelearse. ¿Y por qué tenían que reñir cuando él se
encontraba mejor? Nunca había escrito nada referente a aquello, pues, al
principio, no quiso ofender a nadie, y después, le pareció que tenía muchas
cosas para escribir sin necesidad de agregar otra. Pero siempre pensaba que al
final lo escribiría también. No era mucho, en realidad. Había visto los cambios
que se producían en el mundo; no sólo los acontecimientos, aunque observó con
detención gran cantidad de ellos y de gente; también sabía
apreciar ese cambio más sutil que hay en el fondo y podía recordar cómo era la
gente y cómo se comportaba en épocas distintas. Había estado en aquello, lo
observaba de cerca, y tenía el deber de escribirlo. Pero ya no podría hacerlo...
-¿Cómo
te encuentras? -preguntó la mujer, que salía de la tienda después de bañarse.
-Muy
bien.
-¿Podrías
comer algo, ahora?
Vio
a Molo detrás de la mujer, con la mesa plegadiza, mientras el otro sirviente
llevaba los platos.
-Quiero
escribir.
-Sería
mejor que tomaras un poco de caldo para fortalecerte.
-Si
voy a morirme esta noche, ¿para qué quiero fortalecerme?
-No
seas melodramático, Harry; te lo ruego.
-¿Por
qué diablos no usas la nariz? ¿No te das cuenta de que estoy podrido hasta la
cintura? ¿Para qué demonios serviría el caldo ahora? Molo, trae whisky-soda.
-Toma
el caldo, por favor -dijo ella suavemente.
-Bueno.
El
caldo estaba demasiado caliente. Tuvo que dejarlo enfriar en la taza, y por último
lo tragó sin sentir náuseas.
-Eres una excelente mujer -dijo él-. No me hagas caso.
Ella
lo miró con el rostro tan conocido y querido por los lectores de Spur y Town and
Country. Pero Town and Country nunca mostraba esos senos deliciosos ni los muslos útiles ni esas manos
echas para acariciar espaldas. Al mirarla y observar su famosa y agradable sonrisa, sintió que la muerte se
acercaba de nuevo.
Esta
vez no fue con ímpetu. Fue un ligero soplo, como las que hacen vacilar la luz de la
vela y extienden la llama con su gigantesca sombra proyectada hasta el techo.
-Después
pueden traer mi mosquitero, colgarlo del árbol y encender el fuego. No voy a
entrar en la tienda esta noche. No vale la pena moverse. Es una noche clara. No
lloverá.
«Conque así
es como uno muere, entre susurros que no se escuchan.
Pues bien, no habrá más peleas.» Hasta podía prometerlo. No iba a echar a
perder la única experiencia que le faltaba. Aunque probablemente lo haría.
«Siempre lo he estropeado todo.» Pero quizá no fuese así en esta ocasión.
-No
puedes tomar dictados,
¿verdad?
-Nunca
supe -contestó ella.
-Está
bien.
No
había tiempo, por supuesto, pero en aquel momento le pareció que todo se podía
poner en un párrafo si se interpretaba bien.
Encima
del lago, en una colina, veía una cabaña rústica que tenía las hendiduras
tapadas con mezcla. Junto a la puerta había un palo con una campana, que servía
para llamar a la gente a comer. Detrás de la casa, campos, y más allá de los
campos estaba el monte. Una hilera de álamos se extendía desde la casa hasta el
muelle. Un camino llevaba hasta las colinas por el límite del monte, y a lo
largo de ese camino él solía recoger zarzas. Luego, la cabaña se incendió y
todos los fusiles que había en las perchas encima del hogar, también se quemaron.
Los cañones de las escopetas, fundido el plomo de las cámaras para cartuchos, y
las cajas fueron destruidos lentamente por el fuego, sobresaliendo del montón
de cenizas que fueron usadas para hacer lejía en las grandes calderas de
hierro, y cuando le preguntamos al Abuelo si podíamos utilizarla para jugar,
nos dijo que no. Allí estaban, pues, sus fusiles y nunca volvió a comprar
otros. Ni volvió a cazar. La casa fue reconstruida en el mismo sitio, con
madera aserrada. La pintaron de blanco; desde la puerta se veían los álamos y,
más allá, el lago; pero ya no había fusiles. Los cañones de las escopetas que
habían estado en las perchas de la cabaña yacían ahora afuera, en el montón de
cenizas que nadie se atrevió a tocar jamás.
En
la Selva Negra, después de la guerra, alquilamos un río para pescar truchas, y
teníamos dos maneras de llegar hasta aquel sitio. Había que bajar al valle
desde Trisberg, seguir por el camino rodeado de árboles y luego subir por otro
que atravesaba las colinas, pasando por muchas granjas pequeñas, con las
grandes casas de Schwarzwald, hasta que cruzaba el río. La primera vez que
pescamos recorrimos todo ese trayecto.
La
otra manera consistía en trepar por una cuesta empinada hasta el límite de los
bosques, atravesando luego las cimas de las colinas por el monte de pinos, y
después bajar hasta una pradera, desde donde se llegaba al puente. Había
abedules a lo largo del río, que no era grande, sino estrecho, claro y
profundo, con pozos provocados por las raíces de los abedules. El propietario
del hotel, en Trisberg, tuvo una buena temporada. Era muy agradable el lugar y
todos eran grandes amigos. Pero el año siguiente se presentó la inflación, y el
dinero que ganó durante la temporada anterior no fue suficiente para comprar
provisiones y abrir el hotel; entonces, se ahorcó.
Aquello
era fácil de dictar, pero uno no podía dictar lo de la Plaza Contrescarpe,
donde las floristas teñían sus flores en la calle, y la pintura corría por el
empedrado hasta la parada de los autobuses; y los ancianos y las mujeres,
siempre ebrios de vino; y los niños con las narices goteando por el frío. Ni
tampoco lo del olor a sobaco, roña y borrachera del café «Des Amateurs», y las
rameras del «Bal Musette», encima del cual
vivían. Ni lo de la portera que se divertía en su cuarto con el soldado de la
Guardia Republicana, que había dejado el casco adornado con cerdas de caballo
sobre una silla. Y la inquilina del otro lado del vestíbulo, cuyo marido era
ciclista, y que aquella mañana, en la lechería, sintió una dicha inmensa al
abrir L'Auto y ver la fotografía de la prueba Parls-Tours, la primera carrera
importante que disputaba, y en la que se clasificó tercero. Enrojeció de tanto
reír, y después subió al primer piso llorando, mientras mostraba por todas
partes la página de deportes. El marido de la encargada del «Bal Musette» era
conductor de taxi y cuando él, Harry, tenía
que tomar un avión a primera hora, el hombre le golpeaba la puerta para
despertarlo y luego bebían un vaso de vino blanco en el mostrador de la cantina,
antes de salir. Conocía a todos los vecinos de ese barrio, pues todos, sin
excepción, eran pobres.
Frecuentaban
la Plaza dos clases de personas: los borrachos y los deportistas. Los borrachos
mataban su pobreza de ese modo; los deportistas iban para hacer ejercicio. Eran
descendientes de los comuneros y resultaba fácil describir sus ideas políticas.
Todos sabían cómo habían muerto sus padres, sus parientes, sus hermanos y sus
amigos cuando las tropas de Versalles se apoderaron de la ciudad, después de la
Comuna, y ejecutaron a toda persona que tuviera las manos callosas, que usara
gorra o que llevara cualquier otro signo que revelase su condición de obrero. Y
en aquella pobreza, en aquel barrio del otro lado de la calle de la «Boucherie
Chevaline» y la cooperativa de vinos, escribió el comienzo de todo lo que iba a
hacer. Nunca encontró una parte de París que le gustase tanto como aquélla, con
sus enormes árboles, las viejas casas de argamasa blanca con la parte baja
pintada de pardo, los autobuses verdes que daban vueltas alrededor de la plaza,
el color purpúreo de las flores que se extendían por el empedrado, el repentino
declive pronunciado de la calle Cardenal Lemoine hasta el río y, del otro lado,
la apretada muchedumbre de la calle Mouffetard. La calle que llevaba al Panteón
y la otra que él siempre recorría en bicicleta, la única asfaltada de todo el
barrio, suave para los neumáticos, con las altas casas y el hotel grande y
barato donde había muerto Paul Verlaine. Como los departamentos que alquilaban
sólo constaban de dos habitaciones, él tenía una habitación aparte en el último
piso, por la cual pagaba sesenta francos mensuales. Desde allí podía ver,
mientras escribía, los techos, las chimeneas y todas las colinas de París.
Desde
el departamento sólo se veían los grandes árboles y la casa del carbonero,
donde también se vendía vino, pero de mala calidad; la cabeza de caballo de oro
que colgaba frente a la «Boucherie Chevaline», en cuya vidriera se exhibían los
dorados trozos de res muerta, y la cooperativa pintada de verde, donde
compraban el vino, bueno y barato. Lo demás eran paredes de argamasa y ventanas
de los vecinos. Los vecinos que, por la noche, cuando algún borracho se sentaba
en el umbral, gimiendo y gruñendo con la típica ivresse francesa que la
propaganda hace creer que no existe, abrían las ventanas, dejando oír el
murmullo de la conversación. «¿Dónde está el policía? El bribón desaparece
siempre que uno lo necesita. Debe de estar acostado con alguna portera. Que
venga el agente.» Hasta que alguien arrojaba un balde de agua desde otra
ventana y los gemidos cesaban. «¿Qué es eso? Agua. ¡Ahí ¡Eso se llama tener
inteligencia!» Y entonces se cerraban todas las ventanas.
Marie,
su sirvienta, protestaba contra la jornada de ocho horas, diciendo: «Mi marido
trabaja hasta las seis, sólo se emborracha un poquito al salir y no derrocha
demasiado. Pero si trabaja nada más que hasta las cinco, está borracho todas
las noches y una se queda sin dinero para la casa. Es la esposa del obrero la
que sufre la reducción del horario.»
-¿Quieres
un poco más de caldo? -le preguntaba su mujer.
-No,
muchísimas gracias, aunque está muy bueno.
-Toma
un poquito más, ¿no?
-Prefiero
un whisky con soda.
-No
te sentará bien.
-Ya
lo sé. Me hace daño. Cole Porter escribió la letra y la música de eso: te estás
volviendo loca por mí.
-Bien
sabes que me gusta que bebas, pero...
-¡Oh!
Sí, ya lo sé: sólo que me sienta mal.
«Cuando
se vaya -pensó-, tendré todo lo que quiera. No todo lo que quiera, sino todo lo
que haya.» ¡Ay! Estaba cansado. Demasiado cansado. Iba a dormir un rato. Estaba
tranquilo porque la muerte ya se había ido. Tomaba otra calle, probablemente.
Iba en bicicleta, acompañada, y marchaba en absoluto silencio por el
empedrado...
No,
nunca escribió nada sobre París. Nada del París que le interesaba. Pero ¿y todo
lo demás que tampoco había escrito?
¿Y
lo del rancho y el gris plateado de los arbustos de aquella región, el agua
rápida y clara de los embalses de riego, y el verde oscuro de la alfalfa? El
sendero subía hasta las colinas. En el verano, el ganado era tan asustadizo
como los ciervos. En otoño, entre gritos y rugidos estrepitosos, lo llevaban
lentamente hacia el valle, levantando una polvareda con sus cascos. Detrás de
las montañas se dibujaba el limpio perfil del pico a la luz del atardecer, y
también cuando cabalgaba por el sendero bajo la luz de la luna. Ahora recordaba
la vez que bajó atravesando el monte, en plena oscuridad, y tuvo que llevar al
caballo por las riendas, pues no se veía nada... Y todos los cuentos y
anécdotas, en fin, que había pensado escribir.
¿Y
el imbécil peón que dejaron a cargo del rancho en aquella época, con la
consigna de que no dejara tocar el heno a nadie? ¿Y aquel viejo bastardo de los
Forks que castigó al muchacho cuando éste se negó a entregarle determinada
cantidad de forraje? El peón tomó entonces el rifle de la cocina y le disparó
un tiro cuando el anciano iba a entrar en el granero. Y cuando volvieron a la
granja, hacía una semana que el viejo había muerto. Su cadáver congelado estaba
en el corral y los perros lo habían devorado en parte. A pesar de todo,
envolvieron los restos en una frazada y la ataron con una cuerda. El mismo peón
los ayudó en la tarea. Luego, dos de ellos se llevaron el cadáver, con esquíes,
por el camino, recorriendo las sesenta millas hasta la ciudad, y regresaron en
busca del asesino. El peón no pensaba que se lo llevarían
preso. Creía haber cumplido con su deber, y que yo era su amigo y pensaba
recompensar sus servicios. Por eso, cuando el alguacil le colocó las esposas
se quedó mudo de sorpresa y luego se echó a llorar. Ésta era una de las
anécdotas que dejó para escribir más
adelante. Conocía por lo menos veinte anécdotas parecidas y buenas y nunca
había escrito ninguna. ¿Por qué?
-Tú
les dirás por qué -dijo.
-¿Por
qué qué, querido?
-Nada.
Desde
que estaba con él, la mujer no bebía mucho. «Pero si vivo -pensó Harry-, nunca
escribiré nada sobre ella ni sobre los otros.» Los ricos eran perezosos y
bebían muchísimo, o jugaban demasiado al backgammon. Eran perezosos; por eso
siempre repetían lo mismo. Recordaba al pobre Julián, que sentía un respetuoso
temor por todos ellos, y que una vez empezó a contar un cuento que decía: «Los
muy ricos son gente distinta. No se parecen ni a usted ni a mí.» Y alguien lo interrumpió para manifestar: «Ya lo
creo. Tienen más dinero que nosotros.» Pero esto no le causó ninguna gracia a
Julián, que pensaba que los ricos formaban una clase social de singular
encanto. Por eso, cuando descubrió lo contrario, sufrió una decepción
totalmente nueva.
Harry
despreciaba siempre a los que se desilusionaban, y eso se comprendía
fácilmente. Creía que podía vencerlo todo y a todos, y que nada podría hacerle
daño, ya que nada le importaba.
Muy
bien. Pues ahora no le importaba un comino la muerte. El dolor era una de las
pocas cosas que siempre había temido. Podía aguantarlo como cualquier mortal,
mientras no fuese demasiado prolongado y agotador, pero en esta ocasión había
algo que lo hería espantosamente,
y cuando iba a abandonarse a su suerte, cesó el dolor.
Recordaba
aquella lejana noche en que Williamson, el oficial del cuerpo de bombarderos,
fue herido por una granada lanzada por un patrullero alemán, cuando él
atravesaba las alambradas; y cómo, llorando, nos pidió a todos que lo matásemos.
Era un hombre gordo, muy valiente y buen oficial, aunque demasiado amigo de las
exhibiciones fantásticas. Pero, a pesar de sus alardes, un foco lo iluminó aquella noche
entre las alambradas, y sus tripas empezaron a desparramarse por las púas a consecuencia
de la explosión de la granada, de modo que cuando lo trajeron vivo todavía,
tuvieron que matarlo, «¡Mátame, Harry! ¡Mátame, por el amor de Dios!» Una vez
sostuvieron una discusión acerca de que Nuestro Señor nunca nos manda lo que no
podemos aguantar, y alguien exponía la teoría de que, diciendo eso en un
determinado momento, el dolor desaparece automáticamente. Pero nunca se
olvidaría del estado de Williamson aquella noche. No le pasó nada hasta que se
terminaron las tabletas de morfina que Harry no usaba ni para él mismo.
Después, matarlo fue la única solución.
Lo
que tenía ahora no era nada en comparación con aquello; y no habría habido
motivo de preocupación, a no ser que empeorara con el tiempo. Aunque tal vez
estuviera mejor acompañado.
Entonces
pensó un poco en la compañía que le hubiera gustado tener.
«No
-reflexionó-, cuando uno hace algo que dura mucho, y ha empezado demasiado
tarde, no puede tener la esperanza de volver a encontrar a la gente todavía
allí. Toda la gente se ha ido. La reunión ha terminado y ahora has quedado solo
con tu patrona. ¡Bah! Este asunto de la muerte me está fastidiando tanto como
las demás cosas.»
-Es
un fastidio -dijo en voz alta.
-¿Qué,
queridito?
-Todo
lo que dura mucho.
Harry
miró el rostro de la mujer, que estaba entre el fuego y él. Ella se había
recostado en la silla y la luz de la hoguera brillaba sobre su cara de
agradables contornos, y entonces se dio cuenta de que ella tenía sueño. Oyó
también que la hiena hacía ruido algo más allá del límite del fuego.
-He
estado escribiendo -dijo él-,
pero me cansé.
-¿Crees
que podrás dormir?
-Casi
seguro. ¿Por qué no vas adentro?
-Me
gusta quedarme sentada aquí, contigo.
-¿Te
encuentras mal? -le preguntó a la mujer.
-No.
Tengo un poco de sueño.
-Yo
también.
En
aquel momento sintió que la muerte se acercaba de nuevo.
-Te
aseguro que lo único que no he perdido nunca es la curiosidad -le dijo más
tarde.
-Nunca
has perdido nada. Eres el hombre más completo que he conocido.
-¡Dios
mío! ¡Qué poco sabe una mujer! ¿Qué es eso? ¿Tu intuición?
Porque
en aquel instante la muerte apoyaba la cabeza sobre los pies del catre y su
aliento llegaba hasta la nariz de Harry.
-Nunca
creas eso que dicen de la guadaña y la calavera. Del mismo modo podrían ser dos
policías en bicicleta, o un pájaro, o un hocico ancho como el de la hiena.
Ahora
avanzaba sobre él, pero no tenía forma. Ocupaba espacio, simplemente.
-Dile
que se marche.
No
se fue, sino que se acercó aún más.
-¡Qué
aliento del demonio tienes! -le dijo a la muerte-. ¡Tú, asquerosa bastarda!
Se
acercó otro poco y él ya no podía hablarle, y cuando la muerte lo advirtió, se
aproximó todavía más, mientras Harry trataba de echarla sin hablar; pero todo
su peso estaba sobre su pecho, y mientras se acuclillaba allí y le impedía
moverse o hablar, oyó que su mujer decía:
-Bwana
ya se ha dormido. Levanten el catre y llévenlo a la tienda, pero con cuidado.
No
podía decirle que la hiciera marcharse, y allí estaba la muerte, sentada sobre
su pecho, cada vez más pesada, impidiéndole hasta respirar.
Y
entonces, mientras levantaban el catre, se encontró repentinamente bien ya que
el peso dejó de oprimirle el pecho.
Ya
era de día y habían transcurrido varias horas de la mañana cuando oyó el
aeroplano. Parecía muy pequeño. Los criados corrieron a encender las hogueras,
usando kerosene y amontonando la hierba hasta formar dos grandes humaredas en
cada extremo del terreno que ocupaba el campamento. La brisa matinal llevaba el
humo hacia las tiendas. El aeroplano dio dos vueltas más, esta vez a menor altura,
y luego planeó y aterrizó suavemente. Después, Harry vio que se acercaba el
viejo Compton, con pantalones, camisa de color y sombrero de fieltro oscuro.
-¿Qué
te pasa, amigo? -preguntó el aviador.
-La
pierna -le respondió Harry-. Anda mal. ¿Quieres comer algo o has desayunado ya?
-Gracias.
Voy a tomar un poco de té. Traje el Puss Moth que ya conoces, y como hay sitio
para uno solo, no podré llevar a la memsahib. Tu camión está en el camino.
Helen
llamó aparte a Compton para decirle algo. Luego, él volvió más animado que
antes.
-Te
llevaré en seguida -dijo-. Después volveré a buscar a la mem. Lo único que temo
es tener que detenerme en Arusha para cargar combustible. Convendría salir
ahora mismo.
-¿Y
el té?
-No
importa; no te preocupes.
Los
peones levantaron el catre y lo llevaron a través de las verdes tiendas hasta
el avión, pasando entre las hogueras que ardían con todo su resplandor. La
hierba se había consumido por completo y el viento atizaba el fuego hacia el
pequeño aparato. Costó mucho trabajo meter a Harry, pero una vez que estuvo
adentro se acostó en el asiento de cuero, y ataron su pierna a uno de los
brazos del que ocupaba Compton. Saludó con la mano a Helen y a los criados. El
motor rugía con su sonido familiar. Después giraron rápidamente, mientras
Compie vigilaba y esquivaba los pozos hechos por los jabalíes. Así, a
trompicones atravesaron el terreno, entre las fogatas, y alzaron vuelo con el
último choque. Harry vio a los otros abajo, agitando las manos; y el
campamento, junto a la colina, se veía cada vez más pequeño: la amplia llanura,
los bosques y la maleza, y los rastros de los animales que llegaban hasta los
charcos secos, y vio también un nuevo manantial que no conocía. Las cebras,
ahora con su lomo pequeño, y las bestias, con las enormes cabezas reducidas a
puntos, parecían subir mientras el avión avanzaba a grandes trancos por la
llanura, dispersándose cuando la sombra se proyectaba sobre ellos. Cada vez
eran más pequeños, el movimiento no se notaba, y la llanura parecía estar lejos,
muy lejos. Ahora era gris amarillenta. Estaban encima de las primeras colinas y
las bestias les seguían siempre el rastro. Luego pasaron sobre unas montañas
con profundos valles de selvas verdes y declives cubiertos de bambúes, y
después, de nuevo los bosques tupidos y las colinas que se veían casi chatas.
Después, otra llanura, caliente ahora, morena, y púrpura por el sol. Compie
miraba hacia atrás para ver cómo cabalgaba. Enfrente, se elevaban otras oscuras
montañas.
Por
último, en vez de dirigirse a Arusha, dieron la vuelta hacia la izquierda.
Supuso, sin ninguna duda, que al piloto le alcanzaba el combustible. Al mirar hacia abajo, vio una nube rosada que
se movía sobre el terreno, y en el aire algo semejante a las primeras nieves de
unas ventiscas que aparecen de improviso, y entonces
supo que eran las langostas que venían del Sur. Luego empezaron a subir.
Parecían dirigirse hacia el Este. Después se oscureció todo y se encontraron en
medio de una tormenta en la que la lluvia torrencial daba la impresión de estar
volando a través de una cascada, hasta que salieron de ella. Compie volvió la
cabeza sonriendo y señaló algo. Harry miró,
y todo lo que pudo ver fue la cima cuadrada del Kilimanjaro, ancha como el
mundo entero; gigantesca, alta e increíblemente blanca bajo el sol. Entonces
supo que era allí adonde iba.
En
aquel instante, la hiena cambió sus lamentos nocturnos por un sonido raro, casi
humano, como un sollozo. La mujer lo oyó y se estremeció de inquietud. No se despertó, sin embargo. En su
sueño, se veía en la casa de Long Island, la noche antes de la presentación en
sociedad de su hija. Por alguna razón estaba allí su padre, que se portó con
mucha descortesía. Pero la hiena hizo tanto ruido que ella se despertó y por un
momento, llena de temor, no supo dónde estaba. Luego tomó la linterna portátil
e iluminó el catre que le habían entrado después de dormirse Harry. Vio el
bulto bajo el mosquitero, pero ahora le parecía que él había sacado la pierna,
que colgaba a lo largo de la cama con las vendas sueltas. No aguantó más.
-¡Molo!
-llamó-. ¡Molo! ¡Molo!
Y
después dijo:
-¡Harry!
¡Harry! -Y levantando la voz-: ¡Harry! ¡Contéstame, te lo ruego! ¡Oh, Harry!
No
hubo respuesta y tampoco lo oyó respirar.
Fuera
de la tienda, la hiena seguía lanzando el mismo gemido extraño que la despertó.
Pero los latidos del corazón le impedían oírlo.
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