En
una verde ladera del monte Menalo, en Arcadia, se halla un olivar en torno a
las ruinas de una villa. Al lado se encuentra una tumba, antaño embellecida con
las más sublimes esculturas, pero sumida ahora en la misma decadencia que la
casa. A un extremo de la tumba, con sus peculiares raíces desplazando los
bloques de mármol del Pentélico, mancillados por el tiempo, crece un olivo
antinaturalmente grande y de figura curiosamente repulsiva; tanto se asemeja a
la figura de un hombre deforme, o a un cadáver contorsionado por la muerte, que
los lugareños temen pasar cerca en las noches en que la luna brilla débilmente
a través de sus ramas retorcidas. El monte Menalo es uno de los parajes
predilectos del temible Pan, el de la multitud de extraños compañeros, y los
sencillos pastores creen que el árbol debe tener alguna espantosa relación con
esos salvajes silenos; pero un anciano abejero que vive en una cabaña de las
cercanías me contó una historia diferente.
Hace
muchos años, cuando la villa de la cuesta era nueva y resplandeciente, vivían
en ella los escultores Calos y Musides. La belleza de su obra era alabada de
Lidia a Neápolis, y nadie osaba considerar que uno sobrepasaba al otro en
habilidad. El Hermes de Calos se alzaba en un marmóreo santuario de Corinto, y
la Palas de Musides remataba una columna en Atenas, cerca del Partenón. Todos
los hombres rendían homenaje a Calos y Musides, y se asombraban de que ninguna
sombra de envidia artística enfriara el calor de su amistad fraternal.
Pero
aunque Calos y Musides estaban en perfecta armonía, sus formas de ser no eran
iguales. Mientras que Musides gozaba las noches entre los placeres urbanos de
Tegea, Calos prefería quedarse en casa; permaneciendo fuera de la vista de sus
esclavos al fresco amparo del olivar. Allí meditaba sobre las visiones que
colmaban su mente, y allí concebía las formas de belleza que posteriormente
inmortalizaría en mármol casi vivo. Los ociosos, por supuesto, comentaban que
Calos se comunicaba con los espíritus de la arboleda, y que sus estatuas no
eran sino imágenes de los faunos y las dríadas con los que se codeaba... ya que
jamás llevaba a cabo sus trabajos partiendo de modelos vivos.
Tan
famosos eran Calos y Musides que a nadie le extrañó que el tirano de Siracusa
despachara enviados para hablarles acerca de la costosa estatua de Tycho que
planeaba erigir en su ciudad. De gran tamaño y factura sin par había de ser la
estatua, ya que habría de servir de maravilla a las naciones y convertirse en
una meta para los viajeros. Honrado más allá de cualquier pensamiento
resultaría aquel cuyo trabajo fuese elegido, y Calos y Musides estaban
invitados a competir por tal distinción. Su amor fraterno era de sobra
conocido, y el astuto tirano conjeturaba que, en vez de ocultarse sus obras, se
prestarían mutua ayuda y consejo; así que tal apoyo produciría dos imágenes de
belleza sin par, cuya hermosura eclipsaría incluso los sueños de los poetas.
Los
escultores aceptaron complacidos el encargo del tirano, así que en los días siguientes
sus esclavos pudieron oír el incesante picoteo de los cinceles. Calos y Musides
no se ocultaron sus trabajos, aun cuando se reservaron su visión para ellos dos
solos. A excepción de los suyos, ningún ojo pudo contemplar las dos figuras
divinas liberadas mediante golpes expertos de los bloques en bruto que las
aprisionaban desde los comienzos del mundo.
De
noche, al igual que antes, Musides frecuentaba los salones de banquetes de
Tegea, mientras Calos rondaba a solas por el olivar. Pero, según pasaba el
tiempo, la gente advirtió cierta falta de alegría en el antes radiante Musides.
Era extraña, comentaban entre sí, que esa depresión hubiera hecho presa en
quien tenía tantas posibilidades de alcanzar los más altos honores artísticos.
Muchos meses pasaron, pero en el semblante apagado de Musides no se leía sino
una fuerte tensión que debía estar provocada por la situación.
Entonces
Musides habló un día sobre la enfermedad de Calos, tras lo cual nadie volvió a
asombrarse ante su tristeza, ya que el apego entre ambos escultores era de
sobra conocido como profundo y sagrado. Por tanto, muchos acudieron a visitar a
Calos, advirtiendo en efecto la palidez de su rostro, aunque había en él una
felicidad serena que hacía su mirada más mágica que la de Musides... quien se
hallaba claramente absorto en la ansiedad, y que apartaba a los esclavos en su
interés por alimentar y cuidar al amigo con sus propias manos. Ocultas tras
pesados cortinajes se encontraban las dos figuras inacabadas de Tycho,
últimamente apenas tocadas por el convaleciente y su fiel enfermero.
Según
desmejoraba inexplicablemente, más y más, a pesar de las atenciones de los
perplejos médicos y las de su inquebrantable amigo, Calos pedía con frecuencia
que le llevaran a la tan amada arboleda. Allí rogaba que lo dejasen solo, ya
que deseaba conversar con seres invisibles. Musides accedía invariablemente a
tales deseos, aunque con lágrimas en los ojos al pensar que Calos prestaba más
atención a faunos y dríadas que a él. Al cabo, el fin estuvo cerca y Calos
hablaba de cosas del más allá. Musides, llorando, le prometió un sepulcro aún
más hermoso que la tumba de Mausolo, pero Calos le pidió que no hablara más
sobre glorias de mármol. Tan sólo un deseo se albergaba en el pensamiento del
moribundo: que unas ramitas de ciertos olivos de la arboleda fueran depositadas
enterradas en su sepultura... junto a su cabeza. Y una noche, sentado a solas
en la oscuridad del olivar, Calos murió.
Hermoso
más allá de cualquier descripción resultaba el sepulcro de mármol que el
afligido Musides cinceló para su amigo bienamado. Nadie sino el mismo Calos
hubiera podido obrar tales bajorrelieves, en donde se mostraban los esplendores
del Eliseo. Tampoco descuidó Musides el enterrar junto a la cabeza de Calos las
ramas de olivo de la arboleda.
Cuando
los primeros dolores de la pena cedieron ante la resignación, Musides trabajó
con diligencia en su figura de Tycho. Todo el honor le pertenecía ahora, ya que
el tirano no quería sino su obra o la de Calos. Su esfuerzo dio cauce a sus
emociones y trabajaba más duro cada día, privándose de los placeres que una vez
degustaría. Mientras tanto, sus tardes transcurrían junto a la tumba de su
amigo, donde un olivo joven había brotado cerca de la cabeza del yaciente. Tan
rápido fue el crecimiento de este árbol, y tan extraña era su forma, que
cuantos lo contemplaban prorrumpían en exclamaciones de sorpresa, y Musides
parecía encontrarse a un tiempo fascinado y repelido por él.
A
los tres años de la muerte de Calos, Musides envió un mensajero al tirano, y se
comentó en el ágora de Tegea que la tremenda estatua estaba concluida. Para
entonces, el árbol de la tumba había alcanzado asombrosas proporciones,
sobrepasando al resto de los de su clase, y extendiendo una rama singularmente
pesada sobre la estancia en la que Musides trabajaba. Mientras, muchos
visitantes acudían a contemplar el árbol prodigioso, así como para admirar el
arte del escultor, por lo que Musides casi nunca se hallaba a solas. Pero a él
no le importaba esa multitud de invitados; antes bien, parecía temer el
quedarse a solas ahora que su absorbente trabajo había tocado a su fin. El poco
alentador viento de la montaña, suspirando a través del olivar y el árbol de la
tumba, evocaba de forma extraña sonidos vagamente articulados.
El
cielo estaba oscuro la tarde en que los emisarios del tirano llegaron a Tegea.
De sobra era sabido que llegaban para hacerse cargo de la gran imagen de Tycho
y para rendir honores imperecederos a Musides, por los que los próxenos les
brindaron un recibimiento sumamente caluroso. Al caer la noche se desató una
violenta ventolera sobre la cima del Menalo, y los hombres de la lejana
Siracusa se alegraron de poder descansar a gusto en la ciudad. Hablaron acerca
de su ilustrado tirano, y del esplendor de su ciudad, refocilándose en la
gloria de la estatua que Musides había cincelado para él. Y entonces los
hombres de Tegea hablaron acerca de la bondad de Musides, y de su hondo penar
por su amigo, así como de que ni aun los inminentes laureles del arte podrían consolarlo
de la ausencia del Calos, que podría haberlos ceñido en su lugar. También
hablaron sobre el árbol que crecía en la tumba, junto a la cabeza de Calos. El
viento aullaba aún más horriblemente, y tanto los siracusanos como los arcadios
elevaron sus preces a Eolo.
A
la luz del día, los próxenos guiaron a los mensajeros del tirano cuesta arriba
hasta la casa del escultor, pero el viento nocturno había realizado extrañas
hazañas. El griterío de los esclavos se alzaba en una escena de desolación, y
en el olivar ya no se levantaban las resplandecientes columnatas de aquel
amplio salón donde Musides soñara y trabajara. Solitarios y estremecidos
penaban los patios humildes y las tapias, ya que sobre el suntuoso peristilo
mayor se había desplomado la pesada rama que sobresalía del extraño árbol
nuevo, reduciendo, de una forma curiosamente completa, aquel poema en mármol a
un montón de ruinas espantosas. Extranjeros y tegeanos quedaron pasmados,
contemplando la catástrofe causada por el grande, el siniestro árbol cuyo
aspecto resultaba tan extrañamente humano y cuyas raíces alcanzaban de forma
tan peculiar el esculpido sepulcro de Calos. Y su miedo y desmayo aumentó al
buscar entre el derruido aposento, ya que del noble Musides y de su imagen de
Tycho maravillosamente cincelada no pudo hallarse resto alguno. Entre aquellas
formidables ruinas no moraba sino el caos, y los representantes de ambas
ciudades se vieron decepcionados; los siracusanos porque no tuvieron estatua
que llevar a casa; los tegeanos porque carecían de artista al que conceder los
laureles. No obstante, los siracusanos obtuvieron una espléndida estatua en
Atenas, y los tegeanos se consolaron erigiendo en el ágora un templo de mármol
que conmemoraba los talentos, las virtudes y el amor fraternal de Musides.
Pero
el olivar aún está ahí, así como el árbol que nace en la tumba de Calos, y el
anciano abejero me contó que a veces las ramas susurran entre sí en las noches
ventosas, diciéndose una y otra vez: «¡Oιδά! ¡Oιδά!»... ¡yo sé! ¡yo sé!
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