Las relaciones entre Douglas Stone y la conocidísima lady
Sannox eran cosa sabida tanto en los círculos elegantes a los que ella
pertenecía en calidad de miembro brillante, como en los organismos científicos
que lo contaban a él entre sus más ilustres cofrades. Por esta razón, al
anunciarse cierta mañana que la dama había tomado de una manera resuelta y
definitiva el velo de religiosa, y que el mundo no volvería a saber más de
ella, se produjo, como es natural, un interés que alcanzó a muchísima gente.
Pero cuando a este rumor siguió de inmediato la seguridad de que el célebre
cirujano, el hombre de nervios de acero, había sido encontrado una mañana por
su ayuda de cámara sentado al borde de su cama, con una placentera sonrisa en
el rostro y las dos piernas metidas en una sola pernera de su pantalón, y que
aquel gran cerebro valía ahora lo mismo que una gorra llena de sopa, el tema
resultó suficientemente sensacional para que se estremeciesen ciertas gentes
que creían tener su sistema nervioso a prueba de esa clase de sensación.
Douglas
Stone fue en su juventud uno de los hombres más extraordinarios de Inglaterra.
La verdad es que apenas si podía decirse, en el momento de ocurrir este pequeño
incidente, que hubiese pasado esa juventud, porque sólo tenía entonces treinta
y nueve años. Quienes lo conocían a fondo sabían perfectamente que, a pesar de
su celebridad como cirujano, Douglas Stone habría podido triunfar con rapidez
aún mayor en una docena de actividades distintas. Podía haberse abierto el
camino hasta la fama como soldado o haber forcejeado hasta alcanzarla como
explorador; podía haberla buscado con empaque y solemnidad en los tribunales, o
bien habérsela construido de piedra y de hierro actuando de ingeniero. Había
nacido para ser grande, porque era capaz de proyectar lo que otros hombres no
se atrevían a llevar a cabo, y de llevar a cabo lo que otros hombres no se
atrevían a proyectar. Nadie le alcanzaba en cirugía. Su frialdad de nervios, su
cerebro y su intuición eran cosa fuera de lo corriente. Una y otra vez su
bisturí alejó la muerte, aunque al hacerlo hubiese tenido que rozar las fuentes
mismas de la vida, mientras sus ayudantes empalidecían tanto como el hombre
operado. ¿No queda aún en la zona del sur de Marylebone Road y del norte de
Oxford Street el recuerdo de su energía, de su audacia y de su plena seguridad
en sí mismo?
Tan
destacados como sus virtudes eran sus vicios, siendo, además, infinitamente más
pintorescos. Aunque sus rentas eran grandes, y aunque era, en cuanto a ingresos
profesionales, el tercero entre todos los de Londres, todo ello no le alcanzaba
para el tren de vida en que se mantenía. En lo más hondo de su complicada
naturaleza había una abundante vena de sensualidad y Douglas Stone colocaba
todos los productos de su vida al servicio de la misma. Era esclavo de la
vista, del oído, del tacto, del paladar. El aroma de los vinos añejos, el
perfume de lo raro y exótico, las curvas y tonalidades de las más finas
porcelanas de Europa se llevaban el río de oro al que daba rápido curso. Y de
pronto lo acometió aquella loca pasión por lady Sannox. Una sola entrevista,
con dos miradas desafiadoras y unas palabras cuchicheadas al oído, la
convirtieron en hoguera. Ella era la mujer más adorable de Londres y la única
que existía para él. Él era uno de los hombres más bellos de Londres, pero no
era el único que existía para ella. Lady Sannox era aficionada a variar, y se
mostraba amable con muchos de los hombres que la cortejaban. Quizá fuese esa la
causa y quizá fuese el efecto; el hecho es que lord Sannox, el marido, parecía
tener cincuenta años, aunque en realidad sólo hahía cumplido los treinta y
seis.
Era
hombre tranquilo, callado, sin color, de labios delgados y párpados
voluminosos, muy aficionado a la jardinería y dominado completamente por
inclinaciones hogareñas. Antaño había mostrado aficiones a los escenarios;
llegó incluso a alquilar un teatro en Londres, y en el escenario de ese teatro
conoció a miss Marion Dawson, a la que ofreció su mano, su título y la tercera
parte de un condado. Aquella primera afición suya se le había hecho odiosa
después de su matrimonio. No se lograba convencerle de que mostrase ni siquiera
en representaciones particulares el talento de actor que tantas veces había
demostrado poseer. Era más feliz con una azadilla y con una regadera entre sus
orquídeas y crisantemos.
Resultaba
problema interesantísimo el de saber si aquel hombre estaba desprovisto por
completo de sensibilidad, o si carecía lamentahlemente de energía. ¿Estaba,
acaso, enterado de la conducta de su esposa y la perdonaba, o era sólo un
hombre ciego, caduco y estúpido? Era ése un problema propio para servir de
pábulo a las conversaciones en los saloncitos coquetones en que se tomaba el té
y en las ventanas saledizas de los clubes, mientras se saboreaba un cigarro.
Los comentarios que hacían los hombres de su conducta eran duros y claros. Sólo
un hombre habría podido hablar en favor suyo, pero ese hombre era el más
callado de todos los que frecuentaban el salón de fumadores. Ese individuo le
hahía visto domar un caballo en sus tiempos de universidacl, y su manera de
hacerlo le hahía dejado una impresión duradera.
Pero
cuando Douglas Stone llegó a ser el favorito, cesaron de una manera definitiva
todas las dudas que se tenían sobre si lord Sannox conocía o ignoraha aquellas
cosas. Tratándose de Stone no cabían subterfugios, porque, como era hombre
impetuoso y violento, dejaba de lado las precauciones y toda discreción. El
escándalo llegó a ser público y notorio. Un organismo docto hizo saber que
había borrado el nombre de Stone de la lista de sus vicepresidentes. Hubo dos
amigos que le suplicaron que tuviese en cuenta su reputación profesional.
Douglas Stone abrumó con su soberbia a los tres, y gastó cuarenta guineas en
una ajorca que llevó de regalo en su visita a la dama. Él la visitaba todas las
noches en su propia casa, y ella se paseaba por las tardes en el coche del
cirujano. Ninguno de los dos realizó la menor tentativa para ocultar sus
relaciones; pero se produjo, al fin, un pequeño incidente que las interrumpió.
Era
una noche de invierno, triste, muy fría y ventosa. Ululaba el viento en las
chimeneas y sacudía con estrépito las ventanas. A cada nuevo suspiro del viento
oíase sobre los cristales un tintineo de la fina lluvia que tamborileaba en
ellos, apagando por un instante el monótono sonido del agua que caía de los
aleros. Douglas Stone había terminado de cenar y estaba junto a la chimenea de
su despacho, con una copa de rico oporto sobre la mesa de malaquita que tenía a
su lado. Al acercarla hacia sus labios la miró a contraluz de la lámpara,
contemplando con pupila de entendido las minúsculas escamitas de flor de vino,
de un vivo color rubí que flotaban en el fondo. El luego llameante proyectaha
reflejos súbitos sobre su cara audaz y de fuerte perfil. De grandes ojos
grises, labios gruesos pero tensos, y de mandíbula fuerte y en escuadra, tenía
algo de romano en su energía y animalidad. Al arrellanarse en su magnífico
sillón, Douglas Stone se sonreía de cuando en cuando. A decir verdad, tenía
derecho a sentirse complacido: contrariando la opinión de seis de sus colegas,
había llevado a cabo ese mismo día una operación de la que sólo podían citarse
dos casos hasta entonces, y el resultado obtenido superaba todas las
esperanzas. No había en Londres nadie con la audacia suficiente para proyectar,
ni con la habilidad necesaria para poner en obra, aquel recurso heroico.
Pero
Douglas Stone había prometido a lady Sannox que pasaría con ella la velada, y
eran ya las ocho y media. Había alargado la mano hacia el llamador de la
campanilla para pedir el coche, cuando llegó a sus oídos el golpe sordo del
aldabón de la puerta de calle. Se oyó un instante después ruido de pies en el
vestíbulo, y el golpe de una puerta que se cerraba.
-Señor,
en la sala de consulta hay un enfermo que desea verlo -dijo el ayuda de cámara.
-¿Se
trata del mismo paciente?
-No,
señor, creo que desea que salga usted con él.
-Es
demasiado tarde exclamó Douglas Stone con irritación-. No iré.
-Ésta
es la tarjeta del que espera, señor.
El
ayuda de cámara se la presentó en la bandeja de oro que la esposa de un primer
ministro había regalado a su amo.
-¡Hamil
Alí Smyrna! ¡Ejem!, supongo que se trata de un turco.
-Así
es, señor. Parece que hubiera llegado del extranjero, señor, y se encuentra en
un estado espantoso.
-¡Vaya!
El caso es que tengo un compromiso y he de marchar a otra parte. Pero lo
recibiré. Hágalo pasar, Pim.
Unos
momentos después, el ayuda de cámara abría de par en par la puerta y dejaba
paso a un hombre pequeño y decrépito, que caminaba con la espalda inclinada,
adelantando el rostro y parpadeando como suelen hacerlo las personas muy cortas
de vista. Tenía el rostro muy moreno y el pelo y la barba de un color negro muy
oscuro. Sostenía en una mano un turbante de muselina blanca con listas
encarnadas, y en la otra, una pequeña bolsa de gamuza.
-Buenas
noches -dijo Douglas Stone, una vez que el criado cerró la puerta-. ¿Habla
usted inglés, verdad?
-Sí,
señor. Yo procedo del Asia Menor, pero hablo algo de inglés, lentamente.
-Tengo
entendido que usted quiere que yo le acompañe fuera de casa.
-En
efecto, señor. Tengo gran deseo de que examine usted a mi esposa.
-Puedo
hacerlo mañana por la mañana, porque esta noche tengo una cita que me impide
visitar a su esposa.
La
respuesta del turco fue por demás original.
Aflojó
la cuerda que cerraba la boca del bolso de gamuza, y vertió un río de oro sobre
la mesa, diciendo:
-Ahí
tiene cien libras, y le aseguro que la visita no le llevará más de una hora.
Tengo a la puerta un carruaje.
Douglas
Stone consultó su reloj. Una hora de retraso le daría tiempo aún para visitar a
lady Sannox. En otras ocasiones la había visitado a una hora más tardía.
Aquellos honorarios eran muy elevados. En los últimos tiempos lo apremiaban los
acreedores y no podía desperdiciar una ocasión así. Iría.
-¿De
qué enfermedad se trata?-preguntó.
-¡Oh,
es un caso muy triste! ¡Un caso muy triste y único! ¿Oyó usted hablar alguna
vez de los puñales de los almohades?
-Nunca.
-Pues
bien: se trata de unos puñales o dagas del Oriente que tienen gran antigüedad y
que son de una forma característica, con la empuñadura parecida a lo que
ustedes llaman un estribo. Yo negocio en antigüedades, y por esa razón he
venido a Inglaterra desde Esmirna; pero regreso la semana que viene. Traje un
gran acopio de artículos, y aún me quedan algunos. Para desconsuelo mío, entre
esos artículos que me quedaban está uno de esos puñalesde que le hablo.
-Permítame,
señor, que le recuerde que tengo una cita -dijo el cirujano, con algo de
irritación-. Limítese, por favor, a los detalles indispensables.
-Ya
verá usted que éste lo es. Mi esposa tuvo hoy un desmayo hallándose en la
habitación en que guardo mi mercancía, y se cayó al suelo, cortándose el labio
inferior con ese maldito puñal de los almohades.
-Comprendo
-dijo Douglas Stone poniéndose de pie-. Lo que usted quiere es que le cure la
herida.
-No,
no; porque es algo peor que eso.
-¿De
qué se trata, pues?
-De
que esos puñales están envenenados.
-¡Envenenados!
-Sí,
y no existe nadie en Oriente ni en Occidente que sepa hoy de qué clase de
veneno se trata y con qué se cura. Conozco esos detalles porque mi padre se
dedicó a este negocio antes que yo, y porque estas armas envenenadas nos han
dado mucho trabajo.
-¿Cuáles
son los síntomas?
-Sueño
profundo, y la muerte antes de las treinta horas.
-Y
usted asegura que no existe cura posible. ¿Por qué razón entonces me paga una
suma tan crecida de honorarios?
-Ninguna
droga existe que pueda curar el envenenamiento, pero sí puede curarla el
bisturí.
-¿De
qué manera?
-El
veneno es de absorción lenta. Permanece horas enteras en la misma herida.
-Según
eso, podría limpiarse a fuerza de lavados.
-No,
porque ocurre lo mismo que con las mordeduras de reptiles venenosos. E1 veneno
es demasiado sutil y demasiado mortífero.
-Habrá
que extirpar el órgano herido.
-Eso
es; si la herida es en un dedo, se arranca el dedo. Es lo que decía siempre mi
padre. Pero piense usted en dónde está la herida en este caso y en que se trata
de mi esposa. ¡Es horrible!
Pero,
en asuntos tan dolorosos, el hallarse familiarizado con ellos puede embotar la
simpatía de un hombre. Para Douglas Stone aquel caso era ya interesante, e hizo
a un lado como cosa sin importancia las débiles objeciones del marido, diciendo
con brusquedad:
-Por
lo que se ve, no hay otra alternativa. Es preferible perder un labio a perder
una vida.
-Sí,
reconozco que eso que dice es cierto. Bien, bien, es el destino, y no hay más
remedio que aceptarlo. Tengo abajo el coche, vendrá usted conmigo y realizará
la operación.
Douglas
Stone sacó de un cajón su estuche de bisturíes y se lo metió al bolsillo, junto
con un rollo de vendajes y un paquete de hilas. No podía perder más tiempo si
había de visitar a lady Sannox. Dijo, pues, poniéndose el gabán:
-Estoy
dispuesto, si no quiere usted tomar un vaso de vino antes de salir a la fría
temperatura de la noche.
El
visitante retrocedió, alzando la mano en señal de protesta:
-Se
olvida usted de que soy musulmán y fiel cumplidor de los preceptos del profeta.
Sin embargo, quisiera. que me dijese qué contiene la botella de cristal verde
que se ha metido en el bolsillo.
-Es
cloroformo.
-También
su empleo nos está prohibido. Se trata de un líquido espirituoso y no podemos
emplear semejantes productos.
-¡Cómo!
¿Consentirá que su esposa tenga que pasar por esta operación sin un anestésico?
-¡Oh,
señor! Ella no se dará cuenta de nada. La pobre está sumida ya en el sueño
profundo, el primer efecto de esa clase de veneno. Además la hice tomar nuestro
opio de Esmirna. Vamos, señor, porque ha transcurrido ya una hora.
Cuando
salieron a la oscuridad de la calle, una ráfaga de lluvia azotó sus caras, y la
lámpara del vestíbulo, que se bamboleaba colgada del brazo de una cariátide de
mármol, se apagó de golpe. E1 ayuda de cámara, Pim, cerró la pesada puerta
empujando con todas sus fuerzas para vencer la resistencia del viento, mientras
los dos hombres avanzaban con cuidado hasta la luz amarilla que indicaba el
sitio donde esperaba el coche. Unos momentos después rodaban con estrépito
hacia su punto de destino.
-¿Está
lejos?-preguntó Douglas Stone.
-¡Oh,
no! Vivimos en un lugar muy tranquilo próximo a Euston Road.
El
cirujano oprimió el resorte de su reloj.de repetición y escuchó los golpecitos
que le anunciaron la hora. Eran las nueve y cuarto. Calculó las distancias y el
poco tiempo que le llevaría una operación tan sencilla. Para las diez tenía que
llegar a casa de lady Sannox. A través de las ventanas empañadas, veía la danza
de los borrosos faroles de gas que iban quedando atrás, y las ruedas del coche
producían un blando siseo al pasar por un terreno de charcos y de barro. Frente
a Douglas Stone blanqueaba débilmente en la oscuridad el turbante de su
cliente. El cirujano palpó dentro de sus bolsillos y dispuso sus agujas,
ligaduras y pinzas, para no perder tiempo cuando llegasen. Rabiaba de
impaciencia y tamborileaba en el suelo con el pie.
El
coche fue por fin perdiendo velocidad y se detuvo. Douglas Stone se apeó en el
acto, y el comerciante de Esmirna lo hizo pisándole los talones, y dijo al
cochero:
-Espere
usted.
Era
una casa de aspecto ruin en una calle sórdida y estrecha. El cirujano, que
conocía bien su Londres, echó una rápida ojeada por la oscuridad, pero no
observó nada característico: ni una tienda, ni movimiento alguno, nada, en fin,
fuera de la doble fila de casas sin relieve en sus fachadas, de una doble faja
de losas húmedas que brillaban a la luz de la lámpara y de un doble y
estrepitoso correr del agua por los arroyos para precipitarse entre remolinos y
gorgoteos por las rejillas de los sumideros. Se encontraron delante de una
puerta descascarada y descolorida, en la que la débil luz que salía por el
abanico de la parte superior servía para poner de relieve el polvo y la
suciedad con que estaba cubierta. En el piso superior brillaba una débil luz
amarilla en una de las ventanas del dormitorio. El comerciante turco llamó con
fuertes golpes; cuando se volvió de cara a la luz Douglas Stone pudo ver que su
cara se hallaba contraída de ansiedad. Corrieron un cerrojo, y apareció en el
umbral una mujer anciana con una velita, resguardando la débil llama con su
mano asarmentada.
-¿Sigue
todo bien?-jadeó el mercader.
-La
señora está tal como usted la dejó.
-¿No
habló?
-No,
duerme profundamente.
El
comerciante cerró la puerta, y Douglas Stone avanzó por el estrecho pasillo,
mirando con sorpresa en torno suyo. No había ni linóleo, ni esterilla, ni
percha de sombreros. No vio otra cosa que gruesas capas de polvo y tupidas
orlas de telarañas por todas partes. Sus firmes pisadas resonaban con fuerza
por toda la casa en silencio, mientras subía detrás de la anciana por la
tortuosa escalera.No había alfombra.
El
dormitorio estaba en el segundo descansillo. Douglas Stone entró en él detrás
de la anciana, y seguido inmediatamente por el mercader. Allí por lo menos
había muebles, incluso con exceso. Se veía en el suelo un revoltijo y en los
rincones, verdaderas pilas de vitrinas turcas, mesas incrustadas, cotas de
malla, pipas de formas extrañas y armas grotescas. Por toda luz, había en la
pared una lámpara pequeña sostenida por una horquilla. Douglas Stone la
descolgó, se abrió paso entre los trastos viejos y se acercó a una cama que
había en un rincón, y en la que estaba acostada una mujer vestida al estilo
turco, con el yashmak y el velo. Sólo la parte inferior de la cara estaba al
descubierto, y el cirujano pudo ver un corte dentado que zigzagueaba por todo
el borde del labio inferior.
-Ya
perdonará usted que esté tapada con el yashmak, sabiendo lo que los orientales
pensamos acerca de las mujeres -dijo el turco.
Pero
el cirujano pensaba en otra cosa distinta que el yashmak. Aquello no era una
mujer para él, sino simplemente un caso. Se inclinó y examinó con cuidado la
herida, y dijo:
-No
existen señales de inflamación. Podríamos retrasar la operación hasta que se
desarrollen los síntomas locales.
-¡Oh
señor, señor! -dijo el mercader-. No ande con nimiedades. Usted no sabe lo que
es esto. Esa herida es mortal. Yo sí que lo sé, y le doy la seguridad de que es
absolutamente indispensable operar. Sólo el bisturí puede salvarle la vida.
-Sin
embargo, yo me siento inclinado a esperar -dijo Douglas Stone.
-¡Basta
ya! -exclamó irritado el turco-. Cada minuto que pasa tiene importancia, y yo
no puedo permanecer aquí viendo cómo se va muriendo mi esposa. No me queda más
que dar a usted las gracias por haber venido y marchar en busca de otro
cirujano antes de que sea demasiado tarde.
Douglas
Stone vaciló. No era agradable el tener que devolver las cien libras, pero si
dejaba abandonado el caso tendría que hacerlo. Y si el turco estaba en lo
cierto y la mujer fallecía, la posición de Douglas delante del juez de
investigación podía resultar embarazosa.
-De
modo que usted sabe por experiencia personal cuáles son los efectos de este
veneno -le preguntó.
-Lo
sé.
-Y
me asegura que la operación es indispensable.
-Lo
juro por todo cuanto es sagrado para mí.
-La
cara quedará desfigurada espantosamente.
-Comprendo
que la boca no quedará como para besarla con agrado.
Douglas
Stone se volvió indignado hacia aquel hombre. Su manera de hablar era brutal.
Pero los turcos hablan y piensan a su propia manera, y no era aquel un momento
para dimes y diretes. Douglas Stone sacó un bisturí del estuche, lo abrió y
tanteó con el dedo índice su filo agudo. Acto seguido, acercó más la lámpara a
la cama. Por la rendija del yashmak lo miraban con fijeza dos ojos negros. Eran
todo iris, distinguiéndose apenas la pupila.
-Le
ha dado usted una dosis de opio muy fuerte.
-Sí,
ha sido bastante buena.
El
cirujano volvió a contemplar los ojos negros que lo miraban fijamente. Estaban
apagados y sin brillo, pero pudo advertir que aparecía en ellos una lucecita de
vida, y que le temblaban los labios.
-Esta
mujer no está en estado absoluto de inconsciencia -dijo el cirujano.
-¿Y
no será preferible emplear el bisturí mientras está insensible?
Ese
mismo pensamiento había cruzado por el cerebro del cirujano. Sujetó con su
fórceps el labio herido y dando dos rápidos cortes se llevó una ancha tira de
carne en forma de V. La mujer saltó en la cama con un alarido espantoso Douglas
Stone conocía aquella cara. Era una cara que le era familiar, a pesar del labio
superior saliente y de la sangre que le manaba. La mujer siguió gritando y se
llevó la mano a la herida sangrante. Douglas Stone se sentó al pie de la cama
con su bisturí y su fórceps. La habitación giraba a su alrededor, y había
sentido que detrás de sus orejas se le desgarraba algo como una cicatriz. Quien
hubiese estado mirando, habría dicho que de las dos caras la suya era la más espantosa.
Como si estuviere soñando una pesadilla, o como si hubiese estado mirando un
detalle de una representación, tuvo conciencia de que la cabellera y la barba
del turco estaban encima de la mesa, y de que lord Sannox se apoyaba en la
pared apretándose el costado con la mano y riendo silenciosamente. Los alaridos
habían dejado de oírse, y la cabeza horrenda había vuelto a caer encima de la
almohada, pero Douglas Stone seguía sentado e inmóvil, mientras lord Sannox
reía silenciosamente.
-La
verdad es -dijo por fin -que esta operación era verdaderamente indispensable
para Mary; no física, pero sí moralmente. Entiéndame bien, moralmente.
Douglas
Stone se inclinó hacia adelante y empezó a juguetear con el fleco de la colcha
de la cama. Su bisturí tintineó en el suelo al caer, pero el cirujano seguía
sosteniendo su fórceps y algo más. Lord Sannox dijo con ironía:
-Tenía
desde hace mucho tiempo el propósito de dar un pequeño ejemplo. Su carta del
miércoles se extravió, y la tengo aquí en mi cartera. Me costó bastante trabajo
la puesta en práctica de mi idea. La herida, dicho sea de paso, no tenía más
peligrosidad que la que puede darle mi anillo de sello.
Miró
vivamente a su silencioso acompañante, y levantó el gatillo de un revólver
pequeño que guardaba en el bolsillo de la chaqueta. Pero Douglas Stone seguía
jugueteando con la colcha. Entonces le dijo:
-Ya
ve usted que, después de todo, ha acudido a la cita.
Al
oír aquello, Douglas Stone rompió a reír. Fue la suya una risa larga y ruidosa.
Quien no se reía ahora era lord Sannox. Sus facciones se aguzaron y cuajaron
con una expresión parecida a la del miedo. Salió de puntillas de la habitación.
La
anciana esperaba afuera.
-Atienda
a su señora cuando se despierte -le dijo lord Sannox.
Luego
bajó las escaleras y salió a la calle. El coche esperaba a la puerta, y el
cochero se llevó la mano al sombrero. Lord Sannox le dijo:
-Juan,
ante todo llevarás al doctor a su casa. Creo que hará falta asistirlo al bajar
las escaleras. Dile a su ayuda de cámara que se ha puesto enfermo durante una
operación.
-Muy
bien, señor.
-Después
llevarás a lady Sannox a casa.
-¿Y
a usted, señor?
-Verás.
Durante los próximos meses me hospedaré en el Hotel di Roma, en Venecia. Cuida
de que me sea enviada la correspondencia, y dile a Stevens que el lunes próximo
exhiba todos los crisantemos de color púrpura y que me telegrafíe el resultado.
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