Cuando el mundo se sumió en la vejez, y la maravilla rehuyó la muerte de
los hombres; cuando ciudades grises elevaron hacia cielos velados por el humo
torres altas, temibles y feas, a cuya sombra nadie podía soñar sobre el sol ni
las praderas floridas de la primavera; cuando el conocimiento despojó a la
tierra de su manto de belleza, y los poetas no cantaron sino a distorsionados
fantasmas, vistos a través de ojos cansados e introspectivos; cuando tales
cosas tuvieron lugar y los anhelos infantiles se hubieron esfumado para
siempre, hubo un hombre que empleó su vida en la búsqueda de los espacios hacia
los que habían huido los sueños del mundo.
Poco hay consignado sobre el nombre y procedencia
de este hombre, ya que eso correspondía exclusivamente al mundo despierto,
aunque se dice que ambos eran oscuros. Baste saber que vivía en una ciudad de
altos muros donde reinaba un estéril crepúsculo; y que se afanaba todo el día
entre sombras y alborotos, volviendo a casa por la tarde, a una habitación cuya
ventana no daba a campos y arboledas, sino a un penumbroso patio hacia el que
muchas otras ventanas se abrían en lúgubre desesperación. Desde ese alféizar no
se divisaba sino muros y ventanas, a no ser que uno se inclinara mucho para escudriñar
hacia lo alto, hacia las pequeñas estrellas que pasaban. Y dado que los muros
desnudos y las ventanas conducen pronto a la locura al hombre que sueña y lee
demasiado, el inquilino de este cuarto solía asomarse noche tras noche,
escrutando a lo alto para vislumbrar alguna fracción de cosas que estaban más
allá del mundo despierto y de la grisura de la elevada ciudad. Con el paso de
los años, fue conociendo a las estrellas de curso lento por su nombre, y a
seguirlas con la fantasía cuando, con pesar, se deslizaban fuera de su vista;
hasta que al fin su mirada se abrió a la multitud de paisajes secretos cuya
existencia no llega a sospechar el ojo mundano. Y una noche salvó un tremendo
abismo, y los cielos repletos de sueños se abalanzaron hacia la ventana del
solitario observador para mezclarse con el aire viciado de su alcoba y hacerle
partícipe de sus fabulosa maravilla.
A ese cuarto llegaron extrañas corrientes de
medianoches violetas, resplandeciendo con polvo de oro; torbellinos de oro y
fuego arremolinándose desde los más lejanos espacios, cuajados con perfumes de
más allá de los mundos. Océanos opiáceos se derramaron allí, alumbrados por
soles que los ojos jamás han contemplado, albergando entre sus remolinos
extraños delfines y ninfas marinas, de profundidades olvidadas. La infinitud
silenciosa giraba en torno al soñador, arrebatándolo sin tocar siquiera el
cuerpo que se asomaba con rigidez a la solitaria ventana; y durante días no
consignados por los calendarios del hombre, las mareas de las lejanas esferas
lo transportaron gentiles a reunirse con los sueños por los que tanto había
porfiado, los sueños que el hombre había perdido. Y en el transcurso de
multitud de ciclos, tiernamente, lo dejaron durmiendo sobre una verde playa al
amanecer; una ribera de verdor, fragante por los capullos de lotos y sembrado
de rojas calamitas...
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