martes, 17 de julio de 2012

Augusto Roa Bastos - Cuento


Niño – Azoté
Roa Bastos

Los dientes apretados dejan gorgotear apenas el canto monótono, menos parecido a un villancico que a rezo salmodiado en velorio de angelito. Bajo el sol de media tarde que lo achicharra todo hasta ese clamoreo del canto bilingüe arrastrándose no se sabe si en una procesión o en un entierro, el gentío se mueve lentamente en la ancha plazoleta donde antes sólo debió reinar la selva impenetrable.
Los pies descalzos levantan el polvo, pero se diría que no avanzan, que sólo marcaran el paso en esa marcha detenida, simulada o representada, ante la inminencia de algo que va a suceder o que ya ha sucedido hace mucho tiempo. En el centro del rítmico balanceo ha de estar la imagen del Niño o el pequeño ataúd, oculto por el palio de hojas de pindó que la ramazón de brazos tiende sobre él, no tanto para resguardarlo de la resolana como de esa amenaza que flota en el aire caliente, mientras las bocas muerden para adentro la nana quejumbrosa:
…Sobre un hermoso arenal de sol y luna dorado dicen que en tiempo pasado lloraba el Niño Jesús…
Oé… oé yekó raka`é. Lloraba el Niño-Azote… A la sombra perfumada de tres matas de pindó, en una sillita de oro dicen que el Niño durmió…
Oé… Oé…
Entonces revientan los alaridos que llegan de las cuatro esquinas de la plaza y atropellan por entre los ranchos de adobe, como antes por entre los árboles, y se cierran en un turbión de cascos y relinchos sobre la procesión.
– ¡Oé… oé!...
– ¡Los indos!... ¡Los indios! Destripado por el vapor, el hormiguero del gentío dispersa en todas direcciones, perseguido por los jinetes que blanden lanzas y vergajos, golpeándose las bocas y ululando a saqueo y degüello, a sangre, a muerte. Los caballos saltan por encima de las víctimas, quietas, que tienen hundidas las caras en la tierra. Del reguero de la fuga sólo ha quedado en la plaza, en medio de las palmas caídas, cerrazón de polvo, con los cabellos más rojos aún que el tufo de tierra que lo borronea.
Más de cien jinetes giran ahora en torno de la criatura de palo, castigando fieramente el aire sobre ella con sus lanzas y vergajos adornados con ramos de flores silvestres.
¡Oé… oé…! ¡Niño-Azote!... – aúllan en un creciente paroxismo, las ropas de colorinches empapadas, humeantes, los airones de pluma cabeceando a cada mandoblazo en el galope circular. Al fin, el que hace de cacique, pandeándose hasta casi tocar el suelo con el hombro, levanta al Niño, lo deposita sobre la cruz del cabello y escapa a toda carrera seguido por el adulante tropel.
Algo semejante ha estado sucediendo y no va a terminar de suceder en ardiente y último día de diciembre de 1743. Resol de tierra, resol de agua, las verberaciones incineran el aire sobre la chacra en Tavapy, incineran el cielo sin nubes y hacen caer esa llovizna de polvo ácido sobre las caras embarradas de sudor, sobre los labios secos que mascullan la salmodia del entierro.
La mujer está quieta, de rodillas al borde del hoyo, arrebujada en el rebozo negro de espumilla que hace más blanco y transparente su rostro. Ni siquiera se ha movido cuando los primeros terrones empezaron a tamborilear sobre el cajoncito de la criatura. Sus ojos continúan secos y brillantes, quietos los labios en una voluntad de rezo, quizás demasiado ensimismada para que pueda sumar su voz al sordo clamoreo de las demás mujeres. El hombre la mira y se sobresalta; se pasan las manos sobre el gastado pantalón de pana color tabaco y el sudor deja su mancha en los ceñidos perniles. Cierra los ojos y el parpadeo transmite una imperceptible crispación a la cicatriz que se le escurre desde la sien hasta la boca, cuyo tajo delgado semeja otra cicatriz. Mientras las mujeres rezan y su mujer calla con los ojos clavados en el cajoncito de palosanto que la tierra va cubriendo, recuerda sus palabras, las últimas que dijo hace unos días, las últimas que habrá de oír en muchos años, porque quien que no ama no sabe y recuerda ya todo lo que ha de pasar.
– Vamos a llevarlo a Asunción, Rosalía. Allá tal vez podremos salvarlo.
– No podemos salir de aquí. Te estarán buscando y si vuelvan a prenderte, serán implacables contigo.
Eso también era cierto. Desde el aplastamiento de la rebelión comunera, las represiones han sido terribles; las familias de los criollos sospechosos de haber participado en el lanzamiento, se dispersaron a todo lo ancho de la convulsionada provincia. El niño nació cuando el padre, sindicado como uno de los cabecillas, estaba preso en el fuerte de Arecutakuá, convertido en cárcel de patriotas.
Un negro arcabucero y músico, guardián del presidio, simpatizó con él, favoreció su huida y lo siguió a través de selvas y esteros con su arcabuz y su arpa. Llegó a la chacra de Tavapy en momentos en que el niño comenzaba a agonizar. – Debo arriesgarme para salvar a nuestro hijo – se supone que dijo.
–No, Pedro. Lo he visto en sueños. Me ha dicho que no me mueva de aquí. Debemos esperar.
– ¿Esperar qué?
Y la perplejidad de Don Pedro debe de ser mayor ante este inexplicable lenguaje de un infante de pocos meses, que la madre ha oído y comprendido en sueños. Desde entonces no habló más. Ya tenía la expresión desasida y visionaria que parece haberle borrado la mirada de los ojos.
Están todos en ese rincón de la huerta, bajo el árbol centenario donde dan sepultura al niño. Sólo falta que don Joaquín de Zárate, el alcalde antequerista, padre de Doña Rosalía, amarrado en la casa a su silla por la edad y la parálisis. Ahora no puede hacer más que mirar en el lecho de paja del pesebre, bajo una estrella de cartón, la imagen labrada del Redentor recién nacido, mientras entierran a su nieto.
El niño ha muerto hace seis días, justo en la Nochebuena, de modo que las fiestas preparadas para la Navidad han servido también para el velorio del angelito. No hubo manera de hacer cejar a doña Rosalía en su empeño. Ella misma colocó sobre una mesa, frente al pesebre, el cuerpecito amoratado que se fue achicando bajo el chisporroteo de las velas, mientras al olor de las flores y los esmaltes recalentados se iba mezclando el otro olor de la pasita de uva del niño, que para nadie pero menos aún para doña Rosalía sería el husmo del muertecito sino el picor de la desgracia en los lagrimales y en las gargantas enronquecidas por esa nada de vida y muerte, por ese villancico del niñito de carne, dormido junto al pesebre en una entraña hermandad de púrpura hereditaria, visible hasta en los párpados de los que lloran cantando.
El arpa del soldado negro, la matraca del enano campanero, y aun décima y cielitos, han sonado todo el tiempo ante el toldo de percalina que cubre a los dos niños. Alguien ha bailado incluso pichichí, con trenza y estruendo de espuelas sobre el piso de tierra.
Doña Rosalía no rechazó desde un comienzo con un gesto definitivo más que a las plañideras, y se mantuvo inmóvil entre la capillita ardiente y el pesebre, sin hablar, sin llorar, sin dormir.
– Parece que se le ha nublado el entendimiento – comentó en voz baja una de las mujeres.
– Me sacó la palabra de la boca –dijo otro.
– La muerte de un hijo –murmuró cerrando los ojos una vieja oracionera –rompe las carnes. Por allí se escapa el ánima y queda eso… –concluyó, señalando a doña Rosalía.
El hoyo, que se va llenando, bosteza su aliento de polvo. Los reflejos del lago escuecen los ojos. Sobre las siluetas cabeceantes la tarde ha de estar pasando como un sueño. Del corazón de doña Rosalía nada se sabe. Detrás de ella, junto al tronco escamoso del tarumá, también hincada, la esclava mulata, la lenta Vito, es la sombra de doña Rosalía que ya parece una anciana; una sombra deforme, atada al ama y al muertecito, a quienes ha dado su leche, y que de pronto se lamenta suave y bajito, castigada por dentro por alguna ráfaga más fuerte que su voluntad de contención:
– ¡ Mi niño-azoté en cajita de palo!... –en la tolvanera de su pensamiento debe de flotar la flor blanca con su fleco de espumilla escarlata. Así lo llamaba vivo, así lo llamaba cuando ya los pezones azules de tan negros no conseguían destilar vida en la boquita morada.
Así lo llama ahora cuando el lento desmoronarse de la tierra roja no deja entrever ya más que los bordes blancos del pequeño ataúd convirtiéndolo al fondo del hoyo en otro
pimpollo de tierra de los recuerdos. Pero ahora todavía se lamenta:
“¡Mi niño-azoté… mi niñoazoté!...”, gatea a su lado – dejan caer sus últimos terrones sobre la cajita del hermano de leche.
De nada valieron las medicinas que el aya ha hecho al niño por consejo del Avá-Payé. Ha sido inútil que le atara manos y pies con su chumbé de lana de colores embebido en sangre de murciélago pisado en mortero de piedra.
Hasta una chicharra que rompió a cantar asustando a doña Rosalía. Inútiles los cocimientos y las infusiones de mil clases de yuyos. Se fue muriendo como envenenado por la picadura del escorpión, hasta que la noche del veinticuatro, el Niño Dios que nacía le cerró los ojos y lo convirtió en la flor blanca de cabello colorado… Lo ha dicho y repetido durante el velorio de seis días.
– ¡ Mi niño-azoté! – murmura el aya como una jaculatoria.
Mientras manos y pies empujan la tierra y el enano harapiento acompaña el canto haciendo sonar con un palitroque la matraca de hueso que lleva colgada al cuello, el negro labra la cruz. Da la impresión de que sigue tocando el arpa en un pesebre; al ritmo de la matraca del sacristán de Tavapy, los golpes de cuchillo comen la madera con precisión pasmosa y espejean sobre la blusa de bayeta carmesí. Hace rato que se le ha caído a los pies el morrión con escarapela real.
El ruido de la matraca se está hinchando con el rumor de un vasto galope. La gente adormilada por los cánticos y los rezos todavía no lo siente. Cuando el moreno va a plantar la cruz doña Rosalía ya no está. ¿Qué le ha impulsado a volver tan de repente, aproximarse al pesebre y tomar al Niño con gesto alucinado?
– Hija, no temas – le habría dicho suavemente el paralítico–. Tu niño no ha muerto… El reflejo de las velas en el esmalte echa cardenillo a la cara impasible de doña Rosalía.
Desde el lugar del entierro, don Pedro ha querido seguirla, pero ya no puede. La matraca del enano parece haber reventado en un estrépito de caballos y alaridos. La sombra del tarumá crece tomatada por el retumbar de cascos y relinchos.
– ¡Los indios…! ¡Los indios!
Salen de todas partes, vomitados por la selva en raudo ventarrón de siluetas ecuestres, los rostros embijados, las bocas ululantes, las lanzas en ristre. Dos remolinos se cierran, uno en torno de la tumba, el otro alrededor de la casa, lanceando y degollando a diestro y siniestro. Los cascos de los cabellos completan la destrucción triturando vientres y cráneos, sofocando gritos y ayes en el fango rojizo chapotean. Todo sucede en un momento. Los indios arrancan aros y peinetas con crisolitos cosechando extrañas frutas de carey y de oro cuando levantan por los cabellos las cabezas sin cuerpos, cercenan dedos con anillos y algunos se demoran desanudando pañuelos de colores o arrancando de las manos crispadas rosarios de plata y de vidrio. El resplandor de iguana verde del lago muestra al negro degollado cara al cielo. El enano yace boca abajo; la paleta de buey de su matraca le sale por la espalda como si su esqueleto fuera más grande que él. Hay quince hombres, mujeres y chicos muertos alrededor de la tumba. Sólo don Pedro Guzmán se agita débilmente con un dedo de menos, el de la alianza, y un lanzazo en el hombro.
Otro remolino se ha tragado la casa que empieza a girar en el humo del incendio, Doña Rosalía sale arrastrada por el cacique. Lo último que ella ve es la cabellera blanca de su padre teñida de rojo vivo bajo la estrella de cartón, ahora sí ardiente y luminosa que también alumbra en un rincón el cadáver del aya Vitó.
Momentáneos remansos se establecen sobre el turbión del saqueo. En medio del botín apilado, un indio gigantesco prueba el arpa y el sonido y hace fulgurar los dientes.
En el malón mbayá regresa en la noche suavizada de grillos y cocuyos. Sobre un caballo, blanco de luna, va la única cautiva.
Lleva oculto un niño; los indios los oyen llorar bajito todo el tiempo. En el limpión de un palmar le ordenan con gestos que baje del caballo y dé de mamar a la criatura. Doña Rosalía aparta los ojos de las caras pintarrajeadas en las que de seguro ve reflejarse las figuras de su atroz pesadilla. Prefiere morir de una vez. Lentamente saca de su seno la pequeña imagen de madera. La besa con los ojos cerrados, con unción y con lágrimas. Después dirá que entonces la sintió ablandarse, palpitar y vivir, “como si el hijo le hubiera resucitado en los brazos”, repite en guaraní la glosa colectiva. Y así será siempre, durante el cautiverio; cada vez que los indios se le acercan, doña Rosalía tiene a su lado a un niño de apariencia natural. Le despellejan manos y pies para que no pueda escapar, pero las heridas no sangran y ella, junto al niño, no sufre ningún dolor…
Así que el último jinete desaparece, los muertos se levantan lavándose las caras con puñados de tierra y todos los fugitivos retornan, en actitud compungida y culpable, al lugar de donde fue raptado el Niño, y se arrodillan junto al círculo de hojas de pindó. Poco a poco, entre los lloros de las plañideras, las voces se van acordando y el coro repite la historia que a lo largo de doscientos años la gente de Tavapy ha cuando don Pedro Guzmán la encuentra y la rapta a su vez de los indios, disfrazado de misionero, en las lejanas tolderías del Bermejo.
…Oé…oé…yekó raka´é dicen que el Niño durmió y con nosotros soñó jugando a las escondidas.. oé…oé…
El canto se suspende de nuevo cuando por una esquina de la plazoleta aparece el hermano más viejo de la cofradía trayendo en sus brazos al Niño de cabellos rojos. Detrás, en fila india, contritos y humillados, tirando sus caballos de las riendas, vienen los jinetes con los torsos desnudos, salvajemente flagelados.
Un hombrecito desdentado, casi un enano, se restaña la sangre de la espalda con una camiseta de fútbol. Inflando y desinflando en sus bocas pringosas las burbujas de chiclet, los chicos lo miran pasar envidiándole la matraca de paleta de buey que lleva colgada al cuello. Todos entran a la capilla cantando ahora sí con la exaltación de un júbilo verdaderamente triunfal.
La diminuta imagen pintada al duco rebrilla un vez más entre las oscuras cabezas al último sol de la tarde.
…Oé oé…yekó raka´é jugaban al Niño-azoté…


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