Una noche de lluvia nos
llegó al bar de las ruinas la noticia de que nuestro juez de paz, de viaje en
Buenos Aires, había sido víctima del cuento del tío y regresaba muy enfermo.
Ambas noticias nos
sorprendieron, porque jamás pisó Misiones mozo más desconfiado que nuestro
juez, y nunca habíamos tomado en serio su enfermedad: asma, y para su frecuente
dolor de muelas, cognac en buches, que no devolvía. ¿Cuentos del tío a él.?
Había que verlo.
Ya conté en la historia del
medio litro de alcohol carburado que bebieron don Juan Brown y su socio Rivet,
el incidente de naipes en que actuó el juez de paz.
Llamábase este funcionario
Malaquías Sotelo. Era un indio de baja estatura y cuello muy corto, que
parecía sentir resistencia en la nuca para enderezar la cabeza. Tenía fuerte
mandíbula y la frente tan baja que el pelo corto y rígido como alambre le
arrancaba en línea azul a dos dedos de las cejas espesas. Bajo éstas, dos
ojillos hundidos que miraban con eterna desconfianza, sobre todo cuando el
asma los anegaba de angustia. Sus ojos se volvían entonces a uno y otro lado
con jadeante recelo de animal acorralado, y uno evitaba con gusto mirarlo en
tales casos.
Fuera de esta manifestación
de su alma indígena, era un muchacho incapaz de malgastar un centavo en lo que
fuere, y lleno de voluntad.
Había sido desde muchacho
soldado de policía en la campaña de Corrientes. La ola de desasosiego que como
un viento norte sopla sobre el destino de los individuos en los países
extremos, lo empujó a abandonar de golpe su oficio por el de portero del
juzgado letrado de Posadas. Allí, sentado en el zaguán, aprendió solo a leer
en La Nación y La Prensa. No faltó quien adivinara las
aspiraciones de aquel indiecito silencioso, y dos lustros más tarde lo hallamos
al frente del juzgado de paz de Iviraromí.
Tenía una cierta cultura
adquirida a hurtadillas, bastante superior a la que demostraba, y en los
últimos tiempos había comprado la Historia Universal de César Cantú.
Pero esto lo supimos después, en razón del sigilo con que ocultaba de las
burlas ineludibles sus aspiraciones a doctor.
A caballo (jamás se lo vio
caminar dos cuadras), era el tipo mejor vestido del lugar. Pero en su rancho
andaba siempre descalzo, y al atardecer leía a la vera del camino real en un
sillón de hamaca calzado sin medias con mocasines de cuero que él mismo se
fabricaba. Tenía algunas herramientas de talabartería, y soñaba con adquirir
una máquina de coser calzado.
Mi conocimiento con él
databa desde mi llegada misma al país, cuando el juez visitó una tarde mi
taller a averiguar, justo al final de la ceremoniosa visita, qué procedimiento
más rápido que el tanino conocía yo para curtir cuero de carpincho (sus
zapatillas), y menos quemante que el bicromato.
En el fondo, el hombre me
quería poco o por lo menos desconfiaba de mí. Y esto supongo que provino de
cierto banquete con que los aristócratas de la región –plantadores de yerba,
autoridades y bolicheros– festejaron al poco tiempo de mi llegada una fiesta
patria en la plaza de las ruinas jesuíticas, a la vista y rodeados de mil
pobres diablos y criaturas ansiosas, banquete al que no asistí, pero que
presencié en todos sus aspectos, en compañía de un carpintero tuerto que una
noche negra se había vaciado un ojo por estornudar con más alcohol del debido
sobre un alambrado de púa, y de un cazador brasileño, una vieja y huraña bestia
de monte que después de mirar de reojo por tres meses seguidos mi bicicleta,
había concluido por murmurar:
_ Caballo de palo.
Lo poco protocolar de mi
compañía y mi habitual ropa de trabajo que no abandoné en el día patrio –esto
último sobre todo–, fueron sin duda las causas del recelo que nunca se
desprendió a mi respecto el juez de paz.
Se había casado últimamente
con Elena Pilsudski, una polaquita muy joven que lo seguía desde ocho años
atrás, y que cosía la ropa de sus chicos con el hilo de talabartero de su
marido. Trabajaba desde el amanecer hasta la noche como un peón (el juez tenía
buen ojo), y recelaba de todos los visitantes, a quienes miraba de un modo
abierto y salvaje, no muy distinto del de sus terneras que apenas corrían más
que su dueña cuando ésta, con la falda a la cintura y los muslos al aire,
volaba tras ellas al alba por entre el alto espartillo empapado en agua.
Otro personaje había aun en
la familia, bien que no honrara a Iviraromí con su presencia sino de tarde en
tarde: don Estanislao Pilsudski, suegro de Sotelo.
Era éste un polaco cuya
barba lacia seguía los ángulos de su flaca cara, calzado siempre de botas
nuevas y vestido con un largo saco negro a modo de caftán. Sonreía sin cesar,
presto a adelantarse a la opinión del más pobre ser que le hablara;
constituyendo esto su característica de viejo zorro. En sus estadías entre
nosotros no faltaba una sola noche al bar, con una vara siempre distinta si
hacía buen tiempo, y con un paraguas si llovía. Recorría las mesas de juego,
deteniéndose largo rato en cada una para ser grato a todos; o se paraba ante
el billar con las manos por detrás y bajo del saco, balanceándose y aprobando
toda carambola, pifiada o no. Le llamábamos Corazón-Lindito a causa de ser
ésta su expresión habitual para calificar la hombría de bien de un sujeto.
Naturalmente, el juez de
paz había merecido antes que nadie tal expresión, cuando Sotelo, propietario y
juez, se casó por amor a sus hijos con Elena; pero a todos nosotros alcanzaban
también las efusiones de almibarado rapaz.
Tales son los personajes
que intervienen en el asunto fotográfico que es el tema de este relato.
Como dije al principio, la
noticia del cuento del tío sufrido por el juez no había hallado entre nosotros
la menor acogida. Sotelo era la desconfianza y el recelo mismos: y por más
provinciano que se sintiera en el Paseo de Julio, ninguno de nosotros hallaba
en él madera ablandable por cuento alguno. Se ignoraba también la procedencia
del chisme; había subido, seguramente, desde Posadas, como la noticia de su
regreso y de su enfermedad, que desgraciadamente era cierta.
Yo lo supe el primero de
todos al volver a casa una mañana con la azada al hombro. Al cruzar el camino
real al puerto nuevo, un muchacho detuvo en el puente el galope de su caballo
blanco para contarme que el juez de paz había llegado la noche anterior en un
vapor de la carrera al Iguazú, y que lo habían bajado en brazos porque venía
muy enfermo. Y que iba a avisar a su familia para que lo llevaran en un carro.
–¿Pero qué tiene? –pregunté
al chico.
–Yo no sé –repuso el
muchacho–. No puede hablar... tiene una cosa en el resuello...
Por seguro que estuviera yo
de la poca voluntad de Sotelo hacia mí, y de que su decantada enfermedad no era
otra cosa que un vulgar acceso de asma, decidí ir a verlo. Ensillé, pues, mi
caballo, y en diez minutos estaba allá.
En el puerto nuevo de
Iviraromí se levanta un gran galpón nuevo que sirve de depósito de yerba, y se
arruina un chalet deshabitado que en un tiempo fue almacén y casa de huéspedes.
Ahora está vacío, sin que se halle en las piezas muy obscuras otra cosa que
alguna guarnición mohosa de coche, y un aparato telefónico por el suelo.
En una de estas piezas
encontré a nuestro juez acostado vestido en un catre sin saco. Estaba casi
sentado, con la camisa abierta y el cuello postizo desprendido, aunque sujeto
aún por detrás. Respiraba como respira un asmático en un violento acceso, lo
que no es agradable de contemplar. Al verme agitó la cabeza en la almohada,
levantó un brazo que se movió en desorden y después el otro, que se llevó
convulso a la boca. Pero no pudo decirme nada.
Fuera de sus facies, del
hundimiento insondable de sus ojos y del afilamiento terroso de la nariz, algo
sobre todo atrajo mi mirada: sus manos, saliendo a medias del puño de la
camisa, descarnadas y con las uñas azules; los dedos lívidos y pegados que
comenzaban a arquearse sobre la sábana.
Lo miré más atentamente, y
vi entonces, me di clara cuenta de que el juez tenía los segundos contados, que
se moría, que en ese mismo instante se estaba muriendo. Inmóvil a los pies del
catre, lo vi tantear algo en la sábana, y como si no lo hallara, hincar despacio
las uñas. Lo vi abrir la boca, mover lentamente la cabeza y fijar los ojos con
algún asombro en un costado del techo, y detener allí la mirada, hasta ahora
fija, en el techo de zinc por toda la eternidad.
¡Muerto! En el breve tiempo
de diez minutos yo había salido silbando de casa a consolar al pusilánime juez
que hacía buches de caña entre dolor de muelas y ataque de asma y volvía con
los ojos duros por la efigie de un hombre que había esperado justo mi presencia
para confiarme el espectáculo de su muerte.
Yo sufro muy vivamente
estas impresiones. Cuantas veces he podido hacerlo, he evitado mirar un
cadáver. Un muerto es para mí algo muy distinto de un cuerpo que acaba
simplemente de perder la vida. Es otra cosa, una materia horriblemente inerte,
amarilla y helada, que recuerda a alguien que hemos conocido. Se comprenderá
así mi disgusto ante el brutal y gratuito cuadro con que me había honrado el
desconfiado juez.
Quedé el resto de la mañana
en casa, oyendo el ir y venir de los caballos al galope; y muy tarde ya, cerca
de mediodía, vi pasar en un carro de playa tirado a gran trote por tres mulas,
a Elena y su padre que iban de pie saltando prendidos a la baranda.
Ignoro aún por qué la
polaquita no acudió más pronto a ver a su difunto marido. Tal vez su padre
dispuso así las cosas para hacerlas en forma: viaje de ida con la viuda en el
carro, y regreso en el mismo con el muerto bailoteando en el fondo. Se gastaba
así menos. Esto lo vi bien cuando a la vuelta Corazón-Lindito hizo parar el
carro para bajar en casa a hablarme moviendo los brazos:
–¡Ah, señor! ¡Qué cosa!
Nunca tuvimos en Misiones un juez como él. ¡Y era bueno, sí! ¡Lindito-corazón
tenía! Y le han robado todo. Aquí en el puerto... No tiene plata, no tiene
nada.
Ante sus ojeadas evitando
mirarme en los ojos, comprendí la terrible preocupación del polaco que
desechaba como nosotros el cuento de la estafa en Buenos Aires, para creer que
en el puerto mismo, antes o después de muerto, su yerno había sido robado.
–¡Ah, señor! –cabeceaba–. Llevaba
quinientos pesos. ¿Y qué gastó? ¡Nada, señor! ¡Él tenía un corazón lindito! Y
trae veinte pesos. ¿Cómo puede ser eso?
Y tornaba a fijar la mirada
en mis botas para no subirla hasta los bolsillos del pantalón, donde podía
estar el dinero de su yerno. Le hice ver a mi modo la imposibilidad de que yo
fuera el ladrón –por simple falta de tiempo–, y la vieja garduña se fue
hablando consigo misma.
Todo el resto de esta
historia es una pesadilla de diez horas. El entierro debía efectuarse esa
misma tarde al caer el Sol. Poco antes vino a casa la chica mayor de Elena a
rogarme de parte de su madre que fuera a sacar un retrato al juez. Yo no
lograba apartar de mis ojos al individuo dejando caer la mandíbula y fijando a
perpetuidad la mirada en un costado del techo, para que yo no tuviera dudas de
que no podía moverse más porque estaba muerto. Y he aquí que debía verla de
nuevo, reconsiderarlo, enfocarlo y revelarlo en mi cámara obscura.
¿Pero cómo privar a Elena
del retrato de su marido, el único que tendría de él?
Cargué la máquina con dos
placas y me encaminé a la casa mortuoria. Mi carpintero tuerto había construido
un cajón todo en ángulos rectos, y dentro estaba metido el juez sin que sobrara
un centímetro en la cabeza ni en los pies, las manos verdes cruzadas a la
fuerza sobre el pecho.
Hubo que sacar el ataúd de
la pieza muy obscura del juzgado y montarlo casi vertical en el corredor lleno
de gente, mientras dos peones lo sostenían de la cabecera. De modo que bajo el
velo negro tuve que empapar mis nervios sobreexcitados en aquella boca
entreabierta, más negra hacia el fondo más que la muerte misma; en la mandíbula
retraída hasta dejar el espacio de un dedo entre ambas dentaduras; en los ojos
de vidrio opaco bajo las pestañas como glutinosas e hinchadas; en toda la
crispación de aquella brutal caricatura de hombre.
La tarde caía ya y se clavó
a prisa el cajón. Pero no sin que antes viéramos venir a Elena trayendo a la
fuerza a sus hijos para que besaran a su padre. El chico menor se resistía con
tremendos alaridos, llevado a la rastra por el suelo. La chica besó a su
padre, aunque sostenida y empujada de la espalda; pero con un horror tal ante
aquella horrible cosa en que querían viera a su padre, que a estas horas, si
aún vive, debe recordarlo con igual horror.
Yo no pensaba ir al
cementerio, y lo hice por Elena. La pobre muchacha seguía inmediatamente al
carrito de bueyes entre sus hijos, arrastrando de una mano a su chico que
gritó en todo el camino, y cargando en el otro brazo a su infante de ocho
meses. Como el trayecto era largo y los bueyes trotaban casi, cambió varias
veces de brazo rendido con el mismo presuroso valor. Detrás Corazón-Lindito
recorría el séquito lloriqueando con cada uno por el robo cometido.
Se bajó el cajón a la tumba
recién abierta y poblada de gruesas hormigas que trepaban por las paredes. Los
vecinos contribuyeron al paleo de los enterradores con un puñado de tierra
húmeda, no faltando quien pusiera en manos de la huérfana una caritativa mota
de tierra. Pero Elena, que hamacaba desgreñada a su infante, corrió
desesperada a evitarlo.
–¡No, Elenita! ¡No eches
tierra sobre tu padre!
La fúnebre ceremonia
concluyó; pero no para mí. Dejaba pasar las horas sin decidirme a entrar en el
cuarto obscuro. Lo hice por fin, tal vez a medianoche. No había nada de
extraordinario para una situación normal de nervios en calma. Solamente que yo
debía revivir al individuo ya enterrado que veía en todas partes; debía
encerrarme con él, solos los dos en una apretadísima tiniebla; lo sentí surgir
poco a poco ante mis ojos y entreabrir la negra boca bajo mis dedos mojados;
tuve que balancearlo en la cubeta para que despertara de bajo tierra y se
grabara ante mí en la otra placa sensible de mi horror.
Concluí, sin embargo. Al
salir afuera, la noche libre me dio la impresión de un amanecer cargado de
motivos de vida y de esperanzas que había olvidado. A dos pasos de mí, los
bananos cargados de flores dejaban caer sobre la tierra las gotas de sus
grandes hojas pesadas de humedad. Más lejos, tras el puente, la mandioca
ardida se erguía por fin eréctil, perlada de rocío. Más allá aun, por el valle
que descendía hasta el río, una vaga niebla envolvía la plantación de yerba, se
alzaba sobre el bosque, para confundirse allá abajo con los espesos vapores
que ascendían del Paraná tibio.
Todo esto me era bien
conocido, pues era mi vida real. Y caminando de un lado a otro, esperé
tranquilo el día para recomenzarla.
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