jueves, 19 de julio de 2012

La cámara obscura - Horacio Quiroga


Una noche de lluvia nos llegó al bar de las ruinas la noticia de que nuestro juez de paz, de viaje en Buenos Aires, había sido víctima del cuen­to del tío y regresaba muy enfermo.
Ambas noticias nos sorprendieron, porque jamás pisó Misiones mozo más desconfiado que nuestro juez, y nunca habíamos tomado en serio su enfermedad: asma, y para su frecuente dolor de muelas, cognac en buches, que no devolvía. ¿Cuentos del tío a él.? Había que verlo.
Ya conté en la historia del medio litro de alcohol carburado que be­bieron don Juan Brown y su socio Rivet, el incidente de naipes en que ac­tuó el juez de paz.
Llamábase este funcionario Malaquías Sotelo. Era un indio de baja es­tatura y cuello muy corto, que parecía sentir resistencia en la nuca para en­derezar la cabeza. Tenía fuerte mandíbula y la frente tan baja que el pelo corto y rígido como alambre le arrancaba en línea azul a dos dedos de las cejas espesas. Bajo éstas, dos ojillos hundidos que miraban con eterna des­confianza, sobre todo cuando el asma los anegaba de angustia. Sus ojos se volvían entonces a uno y otro lado con jadeante recelo de animal acorrala­do, y uno evitaba con gusto mirarlo en tales casos.
Fuera de esta manifestación de su alma indígena, era un muchacho in­capaz de malgastar un centavo en lo que fuere, y lleno de voluntad.
Había sido desde muchacho soldado de policía en la campaña de Co­rrientes. La ola de desasosiego que como un viento norte sopla sobre el destino de los individuos en los países extremos, lo empujó a abandonar de golpe su oficio por el de portero del juzgado letrado de Posadas. Allí, sen­tado en el zaguán, aprendió solo a leer en La Nación y La Prensa. No faltó quien adivinara las aspiraciones de aquel indiecito silencioso, y dos lustros más tarde lo hallamos al frente del juzgado de paz de Iviraromí.
Tenía una cierta cultura adquirida a hurtadillas, bastante superior a la que demostraba, y en los últimos tiempos había comprado la Historia Uni­versal de César Cantú. Pero esto lo supimos después, en razón del sigilo con que ocultaba de las burlas ineludibles sus aspiraciones a doctor.
A caballo (jamás se lo vio caminar dos cuadras), era el tipo mejor ves­tido del lugar. Pero en su rancho andaba siempre descalzo, y al atardecer leía a la vera del camino real en un sillón de hamaca calzado sin medias con mocasines de cuero que él mismo se fabricaba. Tenía algunas herramientas de talabartería, y soñaba con adquirir una máquina de coser calzado.
Mi conocimiento con él databa desde mi llegada misma al país, cuando el juez visitó una tarde mi taller a averiguar, justo al final de la ce­remoniosa visita, qué procedimiento más rápido que el tanino conocía yo para curtir cuero de carpincho (sus zapatillas), y menos quemante que el bicromato.
En el fondo, el hombre me quería poco o por lo menos desconfiaba de mí. Y esto supongo que provino de cierto banquete con que los aristócra­tas de la región –plantadores de yerba, autoridades y bolicheros– feste­jaron al poco tiempo de mi llegada una fiesta patria en la plaza de las rui­nas jesuíticas, a la vista y rodeados de mil pobres diablos y criaturas ansio­sas, banquete al que no asistí, pero que presencié en todos sus aspectos, en compañía de un carpintero tuerto que una noche negra se había vaciado un ojo por estornudar con más alcohol del debido sobre un alambrado de púa, y de un cazador brasileño, una vieja y huraña bestia de monte que después de mirar de reojo por tres meses seguidos mi bicicleta, había concluido por murmurar:
_ Caballo de palo.
Lo poco protocolar de mi compañía y mi habitual ropa de trabajo que no abandoné en el día patrio –esto último sobre todo–, fueron sin duda las causas del recelo que nunca se desprendió a mi respecto el juez de paz.
Se había casado últimamente con Elena Pilsudski, una polaquita muy joven que lo seguía desde ocho años atrás, y que cosía la ropa de sus chicos con el hilo de talabartero de su marido. Trabajaba desde el amanecer hasta la noche como un peón (el juez tenía buen ojo), y recelaba de todos los vi­sitantes, a quienes miraba de un modo abierto y salvaje, no muy distinto del de sus terneras que apenas corrían más que su dueña cuando ésta, con la falda a la cintura y los muslos al aire, volaba tras ellas al alba por entre el alto espartillo empapado en agua.
Otro personaje había aun en la familia, bien que no honrara a Iviraromí con su presencia sino de tarde en tarde: don Estanislao Pilsudski, sue­gro de Sotelo.
Era éste un polaco cuya barba lacia seguía los ángulos de su flaca ca­ra, calzado siempre de botas nuevas y vestido con un largo saco negro a mo­do de caftán. Sonreía sin cesar, presto a adelantarse a la opinión del más po­bre ser que le hablara; constituyendo esto su característica de viejo zorro. En sus estadías entre nosotros no faltaba una sola noche al bar, con una va­ra siempre distinta si hacía buen tiempo, y con un paraguas si llovía. Re­corría las mesas de juego, deteniéndose largo rato en cada una para ser gra­to a todos; o se paraba ante el billar con las manos por detrás y bajo del sa­co, balanceándose y aprobando toda carambola, pifiada o no. Le llamába­mos Corazón-Lindito a causa de ser ésta su expresión habitual para califi­car la hombría de bien de un sujeto.
Naturalmente, el juez de paz había merecido antes que nadie tal ex­presión, cuando Sotelo, propietario y juez, se casó por amor a sus hijos con Elena; pero a todos nosotros alcanzaban también las efusiones de almibara­do rapaz.
Tales son los personajes que intervienen en el asunto fotográfico que es el tema de este relato.
Como dije al principio, la noticia del cuento del tío sufrido por el juez no había hallado entre nosotros la menor acogida. Sotelo era la desconfian­za y el recelo mismos: y por más provinciano que se sintiera en el Paseo de Julio, ninguno de nosotros hallaba en él madera ablandable por cuento al­guno. Se ignoraba también la procedencia del chisme; había subido, segu­ramente, desde Posadas, como la noticia de su regreso y de su enfermedad, que desgraciadamente era cierta.
Yo lo supe el primero de todos al volver a casa una mañana con la aza­da al hombro. Al cruzar el camino real al puerto nuevo, un muchacho de­tuvo en el puente el galope de su caballo blanco para contarme que el juez de paz había llegado la noche anterior en un vapor de la carrera al Iguazú, y que lo habían bajado en brazos porque venía muy enfermo. Y que iba a avisar a su familia para que lo llevaran en un carro.
–¿Pero qué tiene? –pregunté al chico.
–Yo no sé –repuso el muchacho–. No puede hablar... tiene una cosa en el resuello...
Por seguro que estuviera yo de la poca voluntad de Sotelo hacia mí, y de que su decantada enfermedad no era otra cosa que un vulgar acceso de asma, decidí ir a verlo. Ensillé, pues, mi caballo, y en diez minutos es­taba allá.
En el puerto nuevo de Iviraromí se levanta un gran galpón nuevo que sirve de depósito de yerba, y se arruina un chalet deshabitado que en un tiempo fue almacén y casa de huéspedes. Ahora está vacío, sin que se halle en las piezas muy obscuras otra cosa que alguna guarnición mohosa de co­che, y un aparato telefónico por el suelo.
En una de estas piezas encontré a nuestro juez acostado vestido en un catre sin saco. Estaba casi sentado, con la camisa abierta y el cuello posti­zo desprendido, aunque sujeto aún por detrás. Respiraba como respira un asmático en un violento acceso, lo que no es agradable de contemplar. Al verme agitó la cabeza en la almohada, levantó un brazo que se movió en desorden y después el otro, que se llevó convulso a la boca. Pero no pudo decirme nada.
Fuera de sus facies, del hundimiento insondable de sus ojos y del afi­lamiento terroso de la nariz, algo sobre todo atrajo mi mirada: sus manos, saliendo a medias del puño de la camisa, descarnadas y con las uñas azules; los dedos lívidos y pegados que comenzaban a arquearse sobre la sábana.
Lo miré más atentamente, y vi entonces, me di clara cuenta de que el juez tenía los segundos contados, que se moría, que en ese mismo instante se estaba muriendo. Inmóvil a los pies del catre, lo vi tantear algo en la sá­bana, y como si no lo hallara, hincar despacio las uñas. Lo vi abrir la boca, mover lentamente la cabeza y fijar los ojos con algún asombro en un cos­tado del techo, y detener allí la mirada, hasta ahora fija, en el techo de zinc por toda la eternidad.
¡Muerto! En el breve tiempo de diez minutos yo había salido silban­do de casa a consolar al pusilánime juez que hacía buches de caña entre do­lor de muelas y ataque de asma y volvía con los ojos duros por la efigie de un hombre que había esperado justo mi presencia para confiarme el espec­táculo de su muerte.
Yo sufro muy vivamente estas impresiones. Cuantas veces he podido hacerlo, he evitado mirar un cadáver. Un muerto es para mí algo muy dis­tinto de un cuerpo que acaba simplemente de perder la vida. Es otra cosa, una materia horriblemente inerte, amarilla y helada, que recuerda a al­guien que hemos conocido. Se comprenderá así mi disgusto ante el brutal y gratuito cuadro con que me había honrado el desconfiado juez.
Quedé el resto de la mañana en casa, oyendo el ir y venir de los caba­llos al galope; y muy tarde ya, cerca de mediodía, vi pasar en un carro de playa tirado a gran trote por tres mulas, a Elena y su padre que iban de pie saltando prendidos a la baranda.
Ignoro aún por qué la polaquita no acudió más pronto a ver a su di­funto marido. Tal vez su padre dispuso así las cosas para hacerlas en forma: viaje de ida con la viuda en el carro, y regreso en el mismo con el muerto bailoteando en el fondo. Se gastaba así menos. Esto lo vi bien cuando a la vuelta Corazón-Lindito hizo parar el carro para bajar en casa a hablarme moviendo los brazos:
–¡Ah, señor! ¡Qué cosa! Nunca tuvimos en Misiones un juez como él. ¡Y era bueno, sí! ¡Lindito-corazón tenía! Y le han robado todo. Aquí en el puerto... No tiene plata, no tiene nada.
Ante sus ojeadas evitando mirarme en los ojos, comprendí la terrible preocupación del polaco que desechaba como nosotros el cuento de la esta­fa en Buenos Aires, para creer que en el puerto mismo, antes o después de muerto, su yerno había sido robado.
–¡Ah, señor! –cabeceaba–. Llevaba quinientos pesos. ¿Y qué gas­tó? ¡Nada, señor! ¡Él tenía un corazón lindito! Y trae veinte pesos. ¿Cómo puede ser eso?
Y tornaba a fijar la mirada en mis botas para no subirla hasta los bol­sillos del pantalón, donde podía estar el dinero de su yerno. Le hice ver a mi modo la imposibilidad de que yo fuera el ladrón –por simple falta de tiempo–, y la vieja garduña se fue hablando consigo misma.
Todo el resto de esta historia es una pesadilla de diez horas. El entie­rro debía efectuarse esa misma tarde al caer el Sol. Poco antes vino a casa la chica mayor de Elena a rogarme de parte de su madre que fuera a sacar un retrato al juez. Yo no lograba apartar de mis ojos al individuo dejando caer la mandíbula y fijando a perpetuidad la mirada en un costado del techo, para que yo no tuviera dudas de que no podía moverse más porque estaba muerto. Y he aquí que debía verla de nuevo, reconsiderarlo, enfocarlo y re­velarlo en mi cámara obscura.
¿Pero cómo privar a Elena del retrato de su marido, el único que ten­dría de él?
Cargué la máquina con dos placas y me encaminé a la casa mortuoria. Mi carpintero tuerto había construido un cajón todo en ángulos rectos, y dentro estaba metido el juez sin que sobrara un centímetro en la cabeza ni en los pies, las manos verdes cruzadas a la fuerza sobre el pecho.
Hubo que sacar el ataúd de la pieza muy obscura del juzgado y mon­tarlo casi vertical en el corredor lleno de gente, mientras dos peones lo sos­tenían de la cabecera. De modo que bajo el velo negro tuve que empapar mis nervios sobreexcitados en aquella boca entreabierta, más negra hacia el fondo más que la muerte misma; en la mandíbula retraída hasta dejar el es­pacio de un dedo entre ambas dentaduras; en los ojos de vidrio opaco bajo las pestañas como glutinosas e hinchadas; en toda la crispación de aquella brutal caricatura de hombre.
La tarde caía ya y se clavó a prisa el cajón. Pero no sin que antes vié­ramos venir a Elena trayendo a la fuerza a sus hijos para que besaran a su padre. El chico menor se resistía con tremendos alaridos, llevado a la ras­tra por el suelo. La chica besó a su padre, aunque sostenida y empujada de la espalda; pero con un horror tal ante aquella horrible cosa en que que­rían viera a su padre, que a estas horas, si aún vive, debe recordarlo con igual horror.
Yo no pensaba ir al cementerio, y lo hice por Elena. La pobre mucha­cha seguía inmediatamente al carrito de bueyes entre sus hijos, arrastran­do de una mano a su chico que gritó en todo el camino, y cargando en el otro brazo a su infante de ocho meses. Como el trayecto era largo y los bue­yes trotaban casi, cambió varias veces de brazo rendido con el mismo pre­suroso valor. Detrás Corazón-Lindito recorría el séquito lloriqueando con cada uno por el robo cometido.
Se bajó el cajón a la tumba recién abierta y poblada de gruesas hormi­gas que trepaban por las paredes. Los vecinos contribuyeron al paleo de los enterradores con un puñado de tierra húmeda, no faltando quien pusiera en manos de la huérfana una caritativa mota de tierra. Pero Elena, que hama­caba desgreñada a su infante, corrió desesperada a evitarlo.
–¡No, Elenita! ¡No eches tierra sobre tu padre!
La fúnebre ceremonia concluyó; pero no para mí. Dejaba pasar las ho­ras sin decidirme a entrar en el cuarto obscuro. Lo hice por fin, tal vez a me­dianoche. No había nada de extraordinario para una situación normal de nervios en calma. Solamente que yo debía revivir al individuo ya enterra­do que veía en todas partes; debía encerrarme con él, solos los dos en una apretadísima tiniebla; lo sentí surgir poco a poco ante mis ojos y entreabrir la negra boca bajo mis dedos mojados; tuve que balancearlo en la cubeta para que despertara de bajo tierra y se grabara ante mí en la otra placa sen­sible de mi horror.
Concluí, sin embargo. Al salir afuera, la noche libre me dio la impre­sión de un amanecer cargado de motivos de vida y de esperanzas que había olvidado. A dos pasos de mí, los bananos cargados de flores dejaban caer sobre la tierra las gotas de sus grandes hojas pesadas de humedad. Más le­jos, tras el puente, la mandioca ardida se erguía por fin eréctil, perlada de rocío. Más allá aun, por el valle que descendía hasta el río, una vaga niebla envolvía la plantación de yerba, se alzaba sobre el bosque, para confundir­se allá abajo con los espesos vapores que ascendían del Paraná tibio.
Todo esto me era bien conocido, pues era mi vida real. Y caminando de un lado a otro, esperé tranquilo el día para recomenzarla.



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