Bien se ha dicho de
cierto libro alemán que er lässt sich nicht lesen -no se deja
leer-. Hay ciertos secretos que no se dejan expresar. Hay hombres que mueren de
noche en sus lechos, estrechando convulsivamente las manos de espectrales
confesores, mirándolos lastimosamente en los ojos; mueren con el corazón
desesperado y apretada la garganta a causa de esos misterios que no
permiten que se los revele. Una y otra vez, ¡ay!, la conciencia del
hombre soporta una carga tan pesada de horror que sólo puede arrojarla a la
tumba. Y así la esencia de todo crimen queda inexpresada. No hace mucho tiempo,
en un atardecer de otoño, hallábame sentado junto a la gran ventana que sirve
de mirador al café D..., en Londres. Después de varios meses de enfermedad, me
sentía convaleciente y con el retorno de mis fuerzas, notaba esa agradable
disposición que es el reverso exacto del ennui; disposición
llena de apetencia, en la que se desvanecen los vapores de la visión
interior -άχλϋς ή πριν
έπήεν- y el intelecto electrizado sobrepasa su nivel cotidiano, así como la
vívida aunque ingenua razón de Leibniz sobrepasa la alocada y endeble retórica
de Gorgias. El solo hecho de respirar era un goce, e incluso de muchas fuentes
legítimas del dolor extraía yo un placer. Sentía un interés sereno, pero
inquisitivo, hacia todo lo que me rodeaba. Con un cigarro en los labios y un
periódico en las rodillas, me había entretenido gran parte de la tarde, ya
leyendo los anuncios, ya contemplando la variada concurrencia del salón, cuando
no mirando hacia la calle a través de los cristales velados por el humo.
Dicha calle es una de las
principales avenidas de la ciudad, y durante todo el día había transitado por
ella una densa multitud. Al acercarse la noche, la afluencia aumentó, y cuando
se encendieron las lámparas pudo verse una doble y continua corriente de
transeúntes pasando presurosos ante la puerta. Nunca me había hallado a esa
hora en el café, y el tumultuoso mar de cabezas humanas me llenó de una emoción
deliciosamente nueva. Terminé por despreocuparme de lo que ocurría adentro y me
absorbí en la contemplación de la escena exterior.
Al principio, mis
observaciones tomaron un giro abstracto y general. Miraba a los viandantes en
masa y pensaba en ellos desde el punto de vista de su relación colectiva.
Pronto, sin embargo, pasé a los detalles, examinando con minucioso interés las
innumerables variedades de figuras, vestimentas, apariencias, actitudes,
rostros y expresiones.
La gran mayoría de los que
iban pasando tenían un aire tan serio como satisfecho, y sólo parecían pensar
en la manera de abrirse paso en el apiñamiento. Fruncían las cejas y giraban
vivamente los ojos; cuando otros transeúntes los empujaban, no daban ninguna
señal de impaciencia, sino que se alisaban la ropa y continuaban presurosos.
Otros, también en gran número, se movían incansables, rojos los rostros,
hablando y gesticulando consigo mismos como si la densidad de la masa que los
rodeaba los hiciera sentirse solos. Cuando hallaban un obstáculo a su paso
cesaban bruscamente de mascullar pero redoblaban sus gesticulaciones, esperando
con sonrisa forzada y ausente que los demás les abrieran camino. Cuando los
empujaban, se deshacían en saludos hacia los responsables, y parecían llenos de
confusión. Pero, fuera de lo que he señalado, no se advertía nada distintivo en
esas dos clases tan numerosas. Sus ropas pertenecían a la categoría tan
agudamente denominada decente. Se trataba fuera de duda de gentileshombres,
comerciantes, abogados, traficantes y agiotistas; de los eupátridas y la gente
ordinaria de la sociedad; de hombres dueños de su tiempo, y hombres activamente
ocupados en sus asuntos personales, que dirigían negocios bajo su
responsabilidad. Ninguno de ellos llamó mayormente mi atención.
El grupo de los
amanuenses era muy evidente, y en él discerní dos notables divisiones. Estaban
los empleados menores de las casas ostentosas, jóvenes de ajustadas chaquetas,
zapatos relucientes, cabellos con pomada y bocas desdeñosas. Dejando de lado
una cierta apostura que, a falta de mejor palabra, cabría denominar oficinesca, el
aire de dichas personas me parecía el exacto facsímil de lo que un año o año y
medio antes había constituido la perfección del bon ton. Afectaban
las maneras ya desechadas por la clase media -y esto, creo, da la mejor
definición posible de su clase.
La división formada por
los empleados superiores de las firmas sólidas, los «viejos tranquilos», era
inconfundible. Se los reconocía por sus chaquetas y pantalones negros o
castaños, cortados con vistas a la comodidad; las corbatas y chalecos, blancos;
los zapatos, anchos y sólidos, y las polainas o los calcetines, espesos y
abrigados. Todos ellos mostraban señales de calvicie, y la oreja derecha,
habituada a sostener desde hacía mucho un lapicero, aparecía extrañamente
separada. Noté que siempre se quitaban o ponían el sombrero con ambas manos y
que llevaban relojes con cortas cadenas de oro de maciza y antigua forma. Era
la suya la afectación de respetabilidad, si es que puede existir una afectación
tan honorable.
Había aquí y allá
numerosos individuos de brillante apariencia, que fácilmente reconocí como
pertenecientes a esa especie de carteristas elegantes que infesta todas las
grandes ciudades. Miré a dicho personaje con suma detención y me resultó
difícil concebir cómo los caballeros podían confundirlos con sus semejantes. Lo
exagerado del puño de sus camisas y su aire de excesiva franqueza los
traicionaba inmediatamente.
Los jugadores
profesionales -y había no pocos- eran aún más fácilmente reconocibles. Vestían
toda clase de trajes, desde el pequeño tahúr de feria, con su chaleco de
terciopelo, corbatín de fantasía, cadena dorada y botones de filigrana, hasta
el pillo, vestido con escrupulosa y clerical sencillez, que en modo alguno se
presta a despertar sospechas. Sin embargo, todos ellos se distinguían por el
color terroso y atezado de la piel, la mirada vaga y perdida y los labios
pálidos y apretados. Había, además, otros dos rasgos que me permitían
identificarlos siempre; un tono reservadamente bajo al conversar, y la
extensión más que ordinaria del pulgar, que se abría en ángulo recto con los
dedos. Junto a estos tahúres observé muchas veces a hombres vestidos de manera
algo diferente, sin dejar de ser pájaros del mismo plumaje. Cabría definirlos
como caballeros que viven de su ingenio. Parecen precipitarse sobre el público
en dos batallones: el de los dandys y el de los militares. En
el primer grupo, los rasgos característicos son los cabellos largos y las
sonrisas; en el segundo, los levitones y el aire cejijunto.
Bajando por la escala de
lo que da en llamarse superioridad social, encontré temas de especulación más
sombríos y profundos. Vi buhoneros judíos, con ojos de halcón brillando en
rostros cuyas restantes facciones sólo expresaban abyecta humildad;
empedernidos mendigos callejeros profesionales, rechazando con violencia a
otros mendigos de mejor estampa, a quienes sólo la desesperación había arrojado
a la calle a pedir limosna; débiles y espectrales inválidos, sobre los cuales
la muerte apoyaba una firme mano y que avanzaban vacilantes entre la
muchedumbre, mirando cada rostro con aire de imploración, como si buscaran un
consuelo casual o alguna perdida esperanza; modestas jóvenes que volvían tarde
de su penosa labor y se encaminaban a sus fríos hogares, retrayéndose más
afligidas que indignadas ante las ojeadas de los rufianes, cuyo contacto
directo no les era posible evitar; rameras de toda clase y edad, con la
inequívoca belleza en la plenitud de su feminidad, que llevaba a pensar en la
estatua de Luciano, por fuera de mármol de Paros y por dentro llena de basura;
la horrible leprosa harapienta, en el último grado de la ruina; el vejestorio
lleno de arrugas, joyas y cosméticos, que hace un último esfuerzo para salvar
la juventud; la niña de formas apenas núbiles, pero a quien una larga costumbre
inclina a las horribles coqueterías de su profesión, mientras arde en el
devorador deseo de igualarse con sus mayores en el vicio; innumerables e
indescriptibles borrachos, algunos harapientos y remendados, tambaleándose,
incapaces de articular palabra, amoratado el rostro y opacos los ojos; otros
con ropas enteras aunque sucias, el aire provocador pero vacilante, gruesos
labios sensuales y rostros rubicundos y abiertos; otros vestidos con trajes que
alguna vez fueron buenos y que todavía están cepillados cuidadosamente, hombres
que caminan con paso más firme y más vivo que el natural, pero cuyos rostros se
ven espantosamente pálidos, los ojos inyectados en sangre, y que mientras
avanzan a través de la multitud se toman con dedos temblorosos todos los
objetos a su alcance; y, junto a ellos, pasteleros, mozos de cordel,
acarreadores de carbón, deshollinadores, organilleros, exhibidores de monos
amaestrados, cantores callejeros, los que venden mientras los otros cantan,
artesanos desastrados, obreros de todas clases, vencidos por la fatiga, y todo
ese conjunto estaba lleno de una ruidosa y desordenada vivacidad, que resonaba
discordante en los oídos y creaba en los ojos una sensación dolorosa.
A medida que la noche se
hacía más profunda, también era más profundo mi interés por la escena; no sólo
el aspecto general de la multitud cambiaba materialmente (pues sus rasgos más
agradables desaparecían a medida que el sector ordenado de la población se
retiraba y los más ásperos se reforzaban con el surgir de todas las especies de
infamia arrancadas a sus guaridas por lo avanzado de la hora), sino que los
resplandores del gas, débiles al comienzo de la lucha contra el día, ganaban
por fin ascendiente y esparcían en derredor una luz agitada y deslumbrante.
Todo era negro y, sin embargo, espléndido, como el ébano con el cual fue
comparado el estilo de Tertuliano.
Los extraños efectos de
la luz me obligaron a examinar individualmente las caras de la gente y, aunque
la rapidez con que aquel mundo pasaba delante de la ventana me impedía lanzar
más de una ojeada a cada rostro, me pareció que, en mi singular disposición de
ánimo, era capaz de leer la historia de muchos años en el breve intervalo de
una mirada.
Pegada la frente a los
cristales, ocupábame en observar la multitud, cuando de pronto se me hizo
visible un rostro (el de un anciano decrépito de unos sesenta y cinco o setenta
años) que detuvo y absorbió al punto toda mi atención, a causa de la absoluta
singularidad de su expresión. Jamás había visto nada que se pareciese
remotamente a esa expresión. Me acuerdo de que, al contemplarla, mi primer
pensamiento fue que, si Retzch la hubiera visto, la hubiera preferido a sus
propias encarnaciones pictóricas del demonio. Mientras procuraba, en el breve
instante de mi observación, analizar el sentido de lo que había experimentado,
crecieron confusa y paradójicamente en mi Cerebro las ideas de enorme capacidad
mental, cautela, penuria, avaricia, frialdad, malicia, sed de sangre, triunfo,
alborozo, terror excesivo, y de intensa, suprema desesperación. «¡Qué
extraordinaria historia está escrita en ese pecho!», me dije. Nacía en mí un
ardiente deseo de no perder de vista a aquel hombre, de saber más sobre él.
Poniéndome rápidamente el abrigo y tomando sombrero y bastón, salí a la calle y
me abrí paso entre la multitud en la dirección que le había visto tomar, pues
ya había desaparecido. Después de algunas dificultades terminé por verlo otra
vez; acercándome, lo seguí de cerca, aunque cautelosamente, a fin de no llamar
su atención. Tenía ahora una buena oportunidad para examinarlo. Era de escasa
estatura, flaco y aparentemente muy débil. Vestía ropas tan sucias como
harapientas; pero, cuando la luz de un farol lo alumbraba de lleno, pude
advertir que su camisa, aunque sucia, era de excelente tela, y, si mis ojos no
se engañaban, a través de un desgarrón del abrigo de segunda mano que lo
envolvía apretadamente alcancé a ver el resplandor de un diamante y de un
puñal. Estas observaciones enardecieron mi curiosidad y resolví seguir al
desconocido a dondequiera que fuese.
Era ya noche cerrada y la
espesa niebla húmeda que envolvía la ciudad no tardó en convertirse en copiosa
lluvia. El cambio de tiempo produjo un extraño efecto en la multitud, que
volvió a agitarse y se cobijó bajo un mundo de paraguas. La ondulación, los
empujones y el rumor se hicieron diez veces más intensos. Por mi parte la
lluvia no me importaba mucho; en mi organismo se escondía una antigua fiebre
para la cual la humedad era un placer peligrosamente voluptuoso. Me puse un
pañuelo sobre la boca y seguí andando. Durante media hora el viejo se abrió
camino dificultosamente a lo largo de la gran avenida, y yo seguía pegado a él
por miedo a perderlo de vista. Como jamás se volvía, no me vio. Entramos al fin
en una calle transversal que, aunque muy concurrida, no lo estaba tanto como la
que acabábamos de abandonar. Inmediatamente advertí un cambio en su actitud.
Caminaba más despacio, de manera menos decidida que antes, y parecía vacilar.
Cruzó repetidas veces a un lado y otro de la calle, sin propósito aparente; la
multitud era todavía tan densa que me veía obligado a seguirlo de cerca. La
calle era angosta y larga y la caminata duró casi una hora, durante la cual los
viandantes fueron disminuyendo hasta reducirse al número que habitualmente
puede verse a mediodía en Broadway, cerca del parque (pues tanta es la
diferencia entre una muchedumbre londinense y la de la ciudad norteamericana
más populosa). Un nuevo cambio de dirección nos llevó a una plaza
brillantemente iluminada y rebosante de vida. El desconocido recobró al punto
su actitud primitiva. Dejó caer el mentón sobre el pecho, mientras sus ojos
giraban extrañamente bajo el entrecejo fruncido, mirando en todas direcciones
hacia los que le rodeaban. Se abría camino con firmeza y perseverancia. Me
sorprendió, sin embargo, advertir que, luego de completar la vuelta a la plaza,
volvía sobre sus pasos. Y mucho más me asombró verlo repetir varias veces el
mismo camino, en una de cuyas ocasiones estuvo a punto de descubrirme cuando se
volvió bruscamente.
Otra hora transcurrió en
esta forma, al fin de la cual los transeúntes habían disminuido sensiblemente.
Seguía lloviendo con fuerza, hacía fresco y la gente se retiraba a sus casas.
Con un gesto de impaciencia el errabundo entró en una calle lateral
comparativamente desierta. Durante cerca de un cuarto de milla anduvo por ella
con una agilidad que jamás hubiera soñado en una persona de tanta edad, y me obligó
a gastar mis fuerzas para poder seguirlo. En pocos minutos llegamos a una feria
muy grande y concurrida, cuya disposición parecía ser familiar al desconocido.
Inmediatamente recobró su actitud anterior, mientras se abría paso a un lado y
otro, sin propósito alguno, mezclado con la muchedumbre de compradores y
vendedores.
Durante la hora y media
aproximadamente que pasamos en el lugar debí obrar con suma cautela para
mantenerme cerca sin ser descubierto. Afortunadamente llevaba chanclos que me
permitían andar sin hacer el menor ruido. En ningún momento notó el viejo que
lo espiaba. Entró de tienda en tienda, sin informarse de nada, sin decir
palabra y mirando las mercancías con ojos ausentes y extraviados. A esta altura
me sentía lleno de asombro ante su conducta, y estaba resuelto a no perderle
pisada hasta satisfacer mi curiosidad. Un reloj dio sonoramente las once, y los
concurrentes empezaron a abandonar la feria. Al cerrar un postigo, uno de los
tenderos empujó al viejo, e instantáneamente vi que corría por su cuerpo un
estremecimiento. Lanzóse a la calle, mirando ansiosamente en todas direcciones,
y corrió con increíble velocidad por varias callejuelas sinuosas y abandonadas,
hasta volver a salir a la gran avenida de donde habíamos partido, la calle del
hotel D... Pero el aspecto del lugar había cambiado. Las luces de gas brillaban
todavía, mas la lluvia redoblaba su fuerza y sólo alcanzaban a verse contadas
personas. El desconocido palideció. Con aire apesadumbrado anduvo algunos pasos
por la avenida antes tan populosa, y luego, con un profundo suspiro, giró en
dirección al río y, sumergiéndose en una complicada serie de atajos y callejas,
llegó finalmente ante uno de los más grandes teatros de la ciudad. Ya cerraban
sus puertas y la multitud salía a la calle. Vi que el viejo jadeaba como si
buscara aire fresco en el momento en que se lanzaba a la multitud, pero me
pareció que el intenso tormento que antes mostraba su rostro se había calmado
un tanto. Otra vez cayó su cabeza sobre el pecho; estaba tal como lo había
visto al comienzo. Noté que seguía el camino que tomaba el grueso del público,
pero me era imposible comprender lo misterioso de sus acciones.
Mientras andábamos los
grupos se hicieron menos compactos y la inquietud y vacilación del viejo volvieron
a manifestarse. Durante un rato siguió de cerca a una ruidosa banda formada por
diez o doce personas; pero poco a poco sus integrantes se fueron separando,
hasta que sólo tres de ellos quedaron juntos en una calleja angosta y sombría,
casi desierta. El desconocido se detuvo y por un momento pareció perdido en sus
pensamientos; luego, lleno de agitación, siguió rápidamente una ruta que nos
llevó a los límites de la ciudad y a zonas muy diferentes de las que habíamos
atravesado hasta entonces. Era el barrio más ruidoso de Londres, donde cada
cosa ostentaba los peores estigmas de la pobreza y del crimen. A la débil luz
de uno de los escasos faroles se veían altos, antiguos y carcomidos edificios
de madera, peligrosamente inclinados de manera tan rara y caprichosa que apenas
sí podía discernirse entre ellos algo así como un pasaje. Las piedras del
pavimento estaban sembradas al azar, arrancadas de sus lechos por la cizaña. La
más horrible inmundicia se acumulaba en las cunetas. Toda la atmósfera estaba bañada
en desolación. Sin embargo, a medida que avanzábamos los sonidos de la vida
humana crecían gradualmente y al final nos encontramos entre grupos del más vil
populacho de Londres, que se paseaban tambaleantes de un lado a otro. Otra vez
pareció reanimarse el viejo, como una lámpara cuyo aceite está a punto de
extinguirse. Otra vez echó a andar con elásticos pasos. Doblamos bruscamente en
una esquina, nos envolvió una luz brillante y nos vimos frente a uno de los
enormes templos suburbanos de la Intemperancia, uno de los palacios del demonio
Ginebra.
Faltaba ya poco para el
amanecer, pero gran cantidad de miserables borrachos entraban y salían todavía
por la ostentosa puerta. Con un sofocado grito de alegría el viejo se abrió
paso hasta el interior, adoptó al punto su actitud primitiva y anduvo de un
lado a otro entre la multitud, sin motivo aparente. No llevaba mucho tiempo
así, cuando un súbito movimiento general hacia la puerta reveló que la casa
estaba a punto de ser cerrada. Algo aún más intenso que la desesperación se
pintó entonces en las facciones del extraño ser a quien venía observando con
tanta pertinacia. No vaciló, sin embargo, en su carrera, sino que con una
energía de maniaco volvió sobre sus pasos hasta el corazón de la enorme
Londres. Corrió rápidamente y durante largo tiempo, mientras yo lo seguía, en
el colmo del asombro, resuelto a no abandonar algo que me interesaba más que
cualquier otra cosa. Salió el sol mientras seguíamos andando y, cuando llegamos
de nuevo a ese punto donde se concentra la actividad comercial de la populosa
ciudad, a la calle del hotel D..., la vimos casi tan llena de gente y de
actividad como la tarde anterior. Y aquí, largamente, entre la confusión que
crecía por momentos, me obstiné en mi persecución del extranjero. Pero, como
siempre, andando de un lado a otro, y durante todo el día no se alejó del
torbellino de aquella calle. Y cuando llegaron las sombras de la segunda noche,
y yo me sentía cansado a morir, enfrenté al errabundo y me detuve, mirándolo
fijamente en la cara. Sin reparar en mí, reanudó su solemne paseo, mientras yo,
cesando de perseguirlo, me quedaba sumido en su contemplación.
-Este viejo -dije por
fin-representa el arquetipo y el genio del profundo crimen. Se niega a estar
solo. Es el hombre de la multitud. Sería vano
seguirlo, pues nada más aprenderé sobre él y sus acciones. El peor corazón del
mundo es un libro más repelente que el Hortulus Animae, y quizá sea una de las grandes mercedes de Dios el
que er lässt sich nicht lesen.
Traducción: Julio
Cortázar
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