Horacio Quiroga fue, esencialmente, un cuentista. La
narración breve es el género en que reveló estar singularmente dotado y en el
cual señala un verdadero hito dentro de la literatura hispanoamericana. Pero
no desdeñó otros moldes literarios, como la poesía, la novela y el teatro.
Aunque él mismo, en alguna confidencia epistolar, llegó a reconocer la
debilidad de estas incursiones que lo apartaron ocasionalmente del cuento, no
podemos dejar de referirnos a ellas para presentar de modo integral la
personalidad de este notable escritor.
El poeta
El primer libro de Horacio Quiroga, Los arrecifes de coral –dedicado a Leopoldo Lugones–,
contiene 52 composiciones que pueden agruparse así: 18 poemas, 30 páginas de
prosa lírica, y 4 cuentos. Salvo los cuentos, que tienen lugar aparte, la
distinción entre verso y prosa es meramente externa y superficial. Los poemas
más logrados revelan la influencia del Lugones de Los crepúsculos del jardin,
como el soneto Italiana:
Por tres veces, detrás de la alquería
era grata a mis manos tu aspereza;
el Sol se hundió, dorado de tristeza,
en un rayo glacial de hipocondría.
La campana sonó el Ave María,
llenóse de balidos la dehesa,
y los bueyes volvieron la cabeza
lentamente, a aquel cielo de agonía.
La tarde descendió, con luces raras,
a tu triple collar de perlas claras.
Bajo los rumorosos naranjales
miramos sin pensar al dios de yeso,
y en el leño sonámbulo de un beso,
grabamos nuestras mutuas iniciales.
Además de los claros ecos de Lugones hay otras visibles
influencias: Baudelaire, Musset, Verlaine, Catulle Mendès, José María Heredia,
Rubén Darío. Abundan los rasgos de buscada extravagancia, como puede verse en El ataúd flotante:
Yo tenía un poco de dolor de cabeza.
En el humo azulado de la azul tetera
flotaba como un alma o una idea severa.
Tenía también –no mucho– un poco de tristeza.
Y tu alma flotaba dentro de la pieza
como un humo azulado de alma verdadera
llena de desgracia de no ser la primera
de aquel amor que creó mi eterna pereza.
Las llamas del alcohol mostraban a mi vista
anchos lutos y labios de color de amatista:
y tanto allí flotaba tu alma de amazona,
que sobre los vapores del verdoso zumo
las moscas acudían, y había en el humo
olor de muchos frascos y de belladona...
Es evidente la intención traviesa, el propósito de jugar con
el verso, como en El juglar triste,
donde repite la misma palabra para rimar el primer verso con el cuarto:
La campana toca a muerto
en las largas avenidas,
y las largas avenidas
despiertan cosas de muertos.
De los manzanos del huerto
penden nucas de suicidas,
y hay sangre de las heridas
de un perro que huye del huerto.
En el pabellón desierto
están las violas dormidas;
las violas están dormidas
En el pabellón desierto.
Y las violas doloridas
en el pabellón desierto,
donde canta el desacierto
sus victorias más cumplidas,
abren mis viejas heridas,
como campanas de muerto,
las viejas violas dormidas
en el pabellón desierto.
Los poemas de Los arrecifes de coral, lo mismo que sus
páginas de prosa lírica, revelan la inmadurez y desorientación del joven escritor,
perdido en los recodos más frivolos del decadentismo. La crítica le fue
adversa. Sólo los cuatro cuentos del libro –Venida del primogénito, Jesucristo, El guardabosque
comediante, y Cuento–
dejaban entrever que allí alentaba un narrador.
El novelista
Quiroga publicó dos novelas: Historia de un amor turbio, en 1908, y Pasado amor, en 1929. La primera se desarrolla en Buenos
Aires a principios del siglo y tiene por protagonistas a Luis Rohan y a las
hermanas Eglé y Mercedes Elizalde. La historia se desenvuelve en tres tiempos
narrativos claramente separados. En el más antiguo, Rohan es novio de Mercedes,
a quien visita en su casa de Lomas de Zamora. La hermana menor de Mercedes,
Eglé, una niña de nueve años, se enamora de Rohan sin que éste se dé cuenta. En
el segundo tiempo, el tiempo principal en que se desarrolla la mayor parte de
la novela, han transcurrido ocho años y Eglé ha cumplido dieciséis. Es a ella a
quien Rohan corteja ahora. El tercer tiempo sirve de epílogo y nos transporta a
diez años después de la ruptura con Eglé. Es el tiempo actual de la
novela: el tiempo en que se inicia la acción y que forma un marco a los otros
dos, evocados por Rohan. Después de haber cortado sus relaciones con Eglé,
Rohan la visita un día. Comprueba que es una mujer hecha –tiene los 28 años
que tenía Rohan cuando la cortejaba–. Comprueba también que es imposible
revivir el amor.
Salvo contadas excepciones, la crítica no recibió con mucho
entusiasmo esta novela. Más bien le fue adversa. Pero uno de los más
calificados estudiosos de Horacio Quiroga, Emir Rodríguez Monegal (muchas de
cuyas opiniones compartimos en este trabajo), la ha reconsiderado prolija y
agudamente. A la luz de un mejor conocimiento de la obra y de la realidad
biográfica en que se apoya, ha rectificado juicios que él mismo había formulado
antes. La novela, dice, es mejor de lo que se ha dicho habitualmente. Para
comprenderlo, es necesario realizar una lectura atenta:
“A través de ella –señala– es posible advertir los verdaderos
móviles de la conducta de Rohan, móviles que son invisibles para éste. Porque
también la novela recoge, como sin saberlo, esa otra historia. Tal vez Quiroga
no advirtió que la había puesto allí, pero la honda vinculación del tema y del
personaje con su situación existencial en aquella época le permitió apresarla
de todos modos. Es claro que para verla hay que leer entre líneas. El tema
atroz del doble (que es tema de tantos de sus cuentos, y sobre todo de Los perseguidos) surge entonces con
toda evidencia.”
Emir Rodríguez Monegal
Horacio Quiroga: ficción y realidad. A propósito
de Historia de un amor turbio
Comentario N°
54, 1967.
Otro aspecto del libro que subraya el estudioso citado es su
crítica social. La novela, dice, es un guantazo a la sociedad rioplatense,
mucho más fuerte que el que le había dado con su prematuro Los arrecifes de coral, siete años
antes. Porque ahora Quiroga va más lejos, cala más hondo. Es también más sutil,
porque el narrador ha abandonado las obvias exquisiteces del decadentismo algo
fantasioso para explorar con ahínco algunos personajes típicos del mundo
burgués porteño del novecientos. A través de Rohan, y también de los personajes
de Los perseguidos, Quiroga ha
mostrado con una súbita, confusa iluminación, las raíces del mal. Mucho más
tarde Roberto Arlt y Juan Carlos Onetti volverían sobre el mismo ambiente para
recrearlo con el mayor rigor alucinatorio.
La segunda novela de Quiroga es Pasado amor. Se
publicó primero en folletín en La
Nación de Buenos Aires, del 5 al 17 de abril de 1927, y dos años
después, en 1929, en un volumen de la editorial Babel. La historia se
desarrolla en Iviraromí (nombre indígena de San Ignacio) y está colmada de
elementos autobiográficos. El protagonista, Moran, un hombre maduro, regresa al
lugar tras dos años de ausencia y se enamora de una adolescente a quien había
conocido cuando era una niña. La muchacha también lo ama, pero debe afrontar la
oposición familiar, motivada por la diferencia de edad, el carácter del pretendiente
y un episodio inquietante que nadie olvida en el pueblo: la mujer de Moran se
había suicidado años atrás. Los enamorados acuden a las más imaginativas
argucias para burlar la vigilancia familiar e intercambiar mensajes apasionados.
Finalmente, los padres alejan de allí a la muchacha, con lo cual se produce la
separación definitiva. Hay, además, otros personajes y situaciones secundarias,
pero esa historia de amor frustrado constituye el núcleo de la novela. Una
novela cuyo asunto apenas daba para un cuento, o, a lo sumo, para un relato. La
crítica la recibió fríamente. Sólo dos escritores la elogiaron: Enrique
Espinoza y Ezequiel Martínez Estrada, amigos del autor. Por nuestra parte,
coincidimos con quienes sostienen que el mayor interés que ofrece es su
contenido autobiográfico. Fue la segunda y última novela de Quiroga y el
penúltimo libro que publicó.
El dramaturgo
El cuento de Quiroga Un
sueño de amor apareció en Caras y Caretas el 13 de Enero de
1912. Con el título definitivo de Una estación de amor fue recogido en
1917 en el libro Cuentos de amor, de
locura y de muerte. Es una historia en que se combinan elementos
realistas y románticos. La crítica lo ha tratado en forma desigual. John A.
Crow, uno de los primeros que estudió de modo orgánico la obra de Horacio
Quiroga, lo considera un cuento mediocre.
_ John A. Crow. La obra
literaria de Horacio Quiroga, prólogo a Los perseguidos y otros cuentos,
tomo VII de la edición de La Bolsa de los Libros, Montevideo, 1940, p.
22.
Rodríguez Monegal estima que “no resulta un cuento totalmente
logrado”, aunque está bastante cerca de ser un buen cuento”.
Su autor lo dramatizó y lo convirtió en una obra de teatro, Las sacrificadas, que se publicó
en Buenos Aires en 1920. El primer acto se desarrolla en Concordia y contiene
la exposición y el nudo del conflicto: el padre de Octavio se opone al
casamiento de éste con Lidia, y la madre de la muchacha, despechada, separa a
los novios; el segundo, once años después, en Buenos Aires, con el reencuentro;
el tercero en el Chaco, en el ingenio de Octavio, dedicado casi íntegramente a
mostrar los sufrimientos y muerte de la madre; en el último acto, el de la
despedida de los amantes, Octavio rompe su dolorido silencio y se confiesa.
Reaparece entonces el motivo central del relato originario: la destrucción de
una imagen ideal, la pérdida de la inocencia y de la pureza, la desilusión de
la carne.
El drama fue estrenado el 17 de febrero de 1921 por la
compañía de Ángela Tesada en el teatro Apolo de Buenos Aires. Los juicios que
suscitó fueron dispares.
El de La Prensa, del sábado 19, fue desfavorable: le
objetaba inhabilidad técnica; ello, dice:
“...hace que la acción vaya languideciendo en forma cada vez
más pronunciada, por lo cual sólo en parte logra interesar al público y en
ningún momento lo conmueve.”
La Nación del domingo 20, en un extenso comentario, lo
elogia calurosamente:
“La obra produjo una honda impresión de arte, y Horacio
Quiroga, que como novelista ha conquistado un puesto envidiable en las letras,
se ha incorporado al teatro, como autor dramático lleno de vigor, de emoción y
de sinceridad.”
Sólo insinúa esta reserva:
“Acaso puedan hacérsele algunos reparos en cuanto a la
técnica y aun señalar como superfluo el tercer acto, que no añade nada
importante a la obra, en su conjunto, aun cuando sirve en mucho para ilustrar
sobre el estado psicológico de alguno de los personajes. Pero éstos son
detalles que no empañan los méritos intrínsecos de la pieza, que residen en los
personajes, en cuyas almas ha penetrado el autor tan hondamente, reflejando sus
dolores con tanta comprensión como simpatía.”
Encomia, sobre todo, el último acto:
“La escena de la despedida –dice– está hecha con mano
maestra, y es una de las partes más bellas y más elevadas de la obra, a la que
anima con un soplo de idealismo. Ella levanta el espíritu por encima de las
miserias humanas, dando una bella enseñanza moral. Se desprende de ella que
debemos ser fieles a los ideales nobles que hemos forjado en la primera
juventud, porque ellos son los sostenes morales de toda nuestra existencia
ulterior.”
Ambos diarios coinciden en que la sala estaba colmada y en
que el público, al final, aplaudió con entusiasmo. Sin embargo, la obra no se
mantuvo mucho tiempo en cartel. En cuanto al juicio de los críticos que hemos
mencionado en primer término, es bastante parecido. Crow lo considera un drama
mediocre, como el relato del que procedía. Rodríguez Monegal lo juzga,
literariamente, un traspié. Pero ha de tenerse presente que ambos consideran la
pieza dentro del marco de la producción narrativa del autor, que por entonces
estaba en su punto más alto y lo había convertido en el mayor cuentista
hispanoamericano.
Por nuestra parte, hemos de señalar, primeramente, las
diferencias que presenta el drama con respecto al relato. Se advierte que las
tintas están más cargadas. El pobre departamento de arrabal en que viven madre
e hija en Buenos Aires se ha convertido en una casa de inquilinato. Lidia no
sólo ha perdido su inocencia sino que está al borde de la prostitución. La
ruina y muerte de la madre se exponen en un acto casi íntegro, con crudeza
naturalista. Como contraste, el final, tan amargo y cortante en el relato, se
dulcifica: ambos, a pesar de todo, seguirán conservando un bello recuerdo –el
recuerdo del amor adolescente– y Lidia, con el dinero que Octavio le ha dado,
podrá liberarse de la pobreza y rectificar su vida. En el primer acto, la
escena entre Octavio y su padre se desarrolla –sin duda por dificultades que
la trasposición no pudo salvar–, como todo el acto, en casa de la madre de
Lidia, adonde el hijo atrajo a su padre con un engaño, lo cual resulta forzado
y poco verosímil. Tales disparidades, o por lo menos esta última, no favorecen
al drama, sobre todo si se conserva fresco el recuerdo del relato. Sin embargo,
la representación de la obra –que tuvimos oportunidad de presenciar en la década
del 60 en un escenario municipal– no nos resultó decepcionante ni mucho menos.
Por el contrario, nos pareció una pieza, si no excelente, por lo menos
discretamente lograda. ¿Cómo podríamos explicar esta discrepancia con Crow y
Rodríguez Monegal? Sin duda, teniendo en cuenta que el texto dramático no es
más que uno de los diversos elementos que integran la representación.
Ahora bien, éste es el más ambicioso intento teatral de
Horacio Quiroga. ¿Por qué eligió el tema que ya había utilizado en Una
estación de amor? La respuesta está, como en el caso de tantos otros textos
del autor, en su propia vida. Se trata, en lo substancial, de un episodio
autobiográfico. El desgraciado idilio que vivió con Ana María Jurkowski, la
bella muchacha que conoció en Salto en 1898, cuando era un adolescente, y a la
que volvió a encontrar siete años después en amargas circunstancias, le dejó un
recuerdo doloroso. Sin duda, quiso librarse de él a fuerza de masticarlo y
rumiarlo, como un alimento difícil de digerir. Así, por encima de sus
discutibles méritos literarios, Las
sacrificadas importa por su valor documental, por su calidad de
testimonio. El testimonio de una de las muchas frustraciones de Horacio
Quiroga, de uno más entre los tantos motivos que tuvo para sentir que la vida
no era como él hubiera querido que fuese.
Aunque es el más conocido, no es el único. Un
segundo intento dramático, de menor aliento y distinta intención, es El soldado, “petipieza” en
cuatro cuadros, como la denominó el autor. Si en el primero traspuso una
experiencia personal, en éste utiliza –muy esquemáticamente– una idea. Se trata
de un conflicto jerárquico entre un oficial y un soldado, que le permite
censurar cierta concepción de la disciplina militar. Nunca fue representada,
sin duda por su extrema brevedad. Se publicó por primera vez en la revista Atlántida,
N° 284, 13 de Septiembre de 1923. (Se reprodujo en Babel, Santiago de
Chile, año 20, t. 2, N° 13, Septiembre-Octubre de 1940, y en Revista Teatro,
Buenos Aires, año 1, N° 2, Noviembre de 1940).
En sus últimos años, al
parecer cediendo a sugestiones de César Tiempo, Quiroga preparaba otra pieza en
un acto. (Cf. César Tiempo: Cartas inéditas y evocación de Horacio Quiroga,
Montevideo, 1970, pp. 31, 37 y 39).
El cuentista
Con Horacio Quiroga el cuento hispanoamericano alcanza su madurez,
tras un proceso en el que se suceden, como antecedentes significativos, los
nombres de José María Roa Barcena, Manuel Gutiérrez Nájera, Rubén Darío y
Baldomero Lillo. Con Quiroga, además, se revela plenamente algo que apenas si
había asomado antes: la preocupación teórica por el cuento y la clara
conciencia de cultivar un género con características específicas y definidas.
Ahora bien, el valioso aporte con que Quiroga impulsa el desarrollo de la
narración breve en América latina se logra al cabo de otro proceso no menos
arduo: el de su propio crecimiento y maduración como cuentista. Pasaremos
revista a los distintos y sucesivos momentos de ese proceso. Finalmente, a modo
de síntesis, subrayaremos los títulos más significativos y enriquecedores, en
virtud de los cuales el autor se ha convertido en una figura perdurable en la
historia de nuestras letras.
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