Mucho es lo que se ha escrito acerca de los placeres y los sufrimientos
del opio. Los éxtasis y horrores de De Quincey y los paradis
artificiels de Baudelaire son conservados e interpretados con tal arte
que los hace inmortales, y el mundo conoce a fondo la belleza, el terror y el
misterio de esos oscuros reinos donde el soñador es transportado. Pero aunque
mucho es lo que se ha hablado, ningún hombre ha osado todavía detallar la
naturaleza de los fantasmas que entonces se revelan en la mente, o de sugerir
la dirección de los inauditos caminos por cuyo adornado y exótico curso se ve
irresistiblemente lanzado el adicto. De Quincey fue arrastrado a Asia, esa
fecunda tierra de sombras nebulosas cuya temible antigüedad es tan
impresionante que "la inmensa edad de la raza y el nombre se impone sobre
el sentido de juventud en el individuo", pero él mismo no osó ir más
lejos. Aquellos que han ido más allá rara vez volvieron y, cuando lo hicieron,
fue siempre guardando silencio o sumidos en la locura. Yo consumí opio en una
ocasión... en el año de la plaga, cuando los doctores trataban de aliviar los
sufrimientos que no podían curar. Fue una sobredosis -mi médico estaba agotado
por el horror y los esfuerzos- y, verdaderamente, viajé muy lejos. Finalmente
regresé y viví, pero mis noches se colmaron de extraños recuerdos y nunca más
he permitido a un doctor volver a darme opio.
Cuando me administraron la droga, el sufrimiento y
el martilleo en mi cabeza habían sido insufribles. No me importaba el futuro;
huir, bien mediante curación, inconsciencia o muerte, era cuanto me importaba.
Estaba medio delirando, por eso es difícil ubicar el momento exacto de la
transición, pero pienso que el efecto debió comenzar poco antes de que las
palpitaciones dejaran de ser dolorosas. Como he dicho, fue una sobredosis; por
lo cual, mis reacciones probablemente distaron mucho de ser normales. La
sensación de caída, curiosamente disociada de la idea de gravedad o dirección,
fue suprema, aunque había una impresión secundaria de muchedumbres invisibles
de número incalculable, multitudes de naturaleza infinitamente diversa, aunque
todas más o menos relacionadas conmigo. A veces menguaba la sensación de caída
mientras sentía que el universo o las eras se desplomaban ante mí. Mis
sufrimientos cesaron repentinamente y comencé a asociar el latido con una
fuerza externa más que con una interna. También se había detenido la caída,
dando paso a una sensación de descanso efímero e inquieto, y, cuando escuché
con mayor atención, fantaseé con que los latidos procedieran de un mar inmenso
e inescrutable, como si sus siniestras y colosales rompientes laceraran alguna
playa desolada tras una tempestad de titánica magnitud. Entonces abrí los ojos.
Por un instante, los contornos parecieron confusos,
como una imagen totalmente desenfocada, pero gradualmente asimilé mi solitaria
presencia en una habitación extraña y hermosa iluminada por multitud de
ventanas. No pude hacerme la idea de la exacta naturaleza de la estancia,
porque mis sentidos distaban aún de estar ajustados, pero advertí alfombras y
colgaduras multicolores, mesas, sillas, tumbonas y divanes de elaborada
factura, y delicados jarrones y ornatos que sugerían lo exótico sin llegar a
ser totalmente ajenos. Todo eso percibí, aunque no ocupó mucho tiempo en mi
mente. Lenta, pero inexorablemente, arrastrándose sobre mi conciencia e
imponiéndose a cualquier otra impresión, llegó un temor vertiginoso a lo
desconocido, un miedo tanto mayor cuanto que no podía analizarlo y que parecía
concernir a una furtiva amenaza que se aproximaba... no la muerte, sino algo
sin nombre, un ente inusitado indeciblemente más espantoso y aborrecible.
Inmediatamente me percaté de que el símbolo directo
y excitante de mi temor era el odioso martilleo cuyas incesantes
reverberaciones batían enloquecedoramente contra mi exhausto cerebro. Parecía
proceder de un punto fuera y abajo del edificio en el que me hallaba, y estar
asociado con las más terroríficas imágenes mentales. Sentí que algún horrible
paisaje u objeto acechaban más allá de los muros tapizados de seda, y me
sobrecogí ante la idea de mirar por las arqueadas ventanas enrejadas que se
abrían tan insólitamente por todas partes. Descubriendo postigos adosados a
esas ventanas, los cerré todos, evitando dirigir mis ojos al exterior mientras
lo hacía. Entonces, empleando pedernal y acero que encontré en una de las
mesillas, encendí algunas velas dispuestas a lo largo de los muros en barrocos
candelabros. La añadida sensación de seguridad que prestaban los postigos
cerrados y la luz artificial calmaron algo mis nervios, pero no fue posible
acallar el monótono retumbar. Ahora que estaba más calmado, el sonido se
convirtió en algo tan fascinante como espantoso. Abriendo una portezuela en el
lado de la habitación cercano al martilleo, descubrí un pequeño y ricamente
engalanado corredor que finalizaba en una tallada puerta y un amplio mirador.
Me vi irresistiblemente atraído hacia éste, aunque mis confusas aprehensiones
me forzaban igualmente hacia atrás. Mientras me aproximaba, pude ver un caótico
torbellino de aguas en la distancia. Enseguida, al alcanzarlo y observar el
exterior en todas sus direcciones, la portentosa escena de los alrededores me
golpeó con plena y devastadora fuerza.
Contemplé una visión como nunca antes había
observado, y que ninguna persona viviente puede haber visto salvo en los
delirios de la fiebre o en los infiernos del opio. La construcción se alzaba
sobre un angosto punto de tierra -o lo que ahora era un angosto punto de
tierra- remontando unos 90 metros sobre lo que últimamente debió ser un
hirviente torbellino de aguas enloquecidas. A cada lado de la casa se abrían
precipicios de tierra roja recién excavados por las aguas, mientras que
enfrente las temibles olas continuaban batiendo de forma espantosa, devorando
la tierra con terrible monotonía y deliberación. Como a un kilómetro se alzaban
y caían amenazadoras rompientes de no menos de cinco metros de altura y, en el
lejano horizonte, crueles nubes negras de grotescos contornos colgaban y
acechaban como buitres malignos. Las olas eran oscuras y purpúreas, casi
negras, y arañaban el flexible fango rojo de la orilla como toscas manos
voraces. No pude por menos que sentir que alguna nociva entidad marina había declarado
una guerra a muerte contra toda la tierra firme, quizá instigada por el cielo
enfurecido.
Recobrándome al fin del estupor en que ese
espectáculo antinatural me había sumido, descubrí que mi actual peligro físico
era agudo. Aun durante el tiempo en que observaba, la orilla había perdido
muchos metros y no estaba lejos el momento en que la casa se derrumbaría
socavada en el atroz pozo de las olas embravecidas. Por tanto, me apresuré
hacia el lado opuesto del edificio y, encontrando una puerta, la cerré tras de
mí con una curiosa llave que colgaba en el interior. Entonces contemplé más de
la extraña región a mi alrededor y percibí una singular división que parecía
existir entre el océano hostil y el firmamento. A cada lado del descollante
promontorio imperaban distintas condiciones. A mi izquierda, mirando tierra
adentro, había un mar calmo con grandes olas verdes corriendo apaciblemente
bajo un sol resplandeciente. Algo en la naturaleza y posición del sol me
hicieron estremecer, aunque no pude entonces, como no puedo ahora, decir qué
era. A mi derecha también estaba el mar, pero era azul, calmoso, y sólo
ligeramente ondulado, mientras que el cielo sobre él estaba oscurecido y la
ribera era más blanca que enrojecida.
Ahora volví mi atención a tierra, y tuve ocasión de
sorprenderme nuevamente, puesto que la vegetación no se parecía en nada a
cuanto hubiera visto o leído. Aparentemente, era tropical o al menos
subtropical... una conclusión extraída del intenso calor del aire. Algunas
veces pude encontrar una extraña analogía con la flora de mi tierra natal,
fantaseando sobre el supuesto de que las plantas y matorrales familiares
pudieran asumir dichas formas bajo un radical cambio de clima; pero las
gigantescas y omnipresentes palmeras eran totalmente extranjeras. La casa que
acababa de abandonar era muy pequeña -apenas mayor que una cabaña- pero su
material era evidentemente mármol, y su arquitectura extraña y sincrética, en
una exótica amalgama de formas orientales y occidentales. En las esquinas había
columnas corintias, pero los tejados rojos eran como los de una pagoda china.
De la puerta que daba a tierra nacía un camino de singular arena blanca, de
metro y medio de anchura y bordeado por imponentes palmeras, así como por
plantas y arbustos en flor desconocidos. Corría hacia el lado del promontorio
donde el mar era azul y la ribera casi blanca. Me sentí impelido a huir por
este camino, como perseguido por algún espíritu maligno del océano retumbante.
Al principio remontaba ligeramente la ribera, luego alcancé una suave cresta.
Tras de mí, vi el paisaje que había abandonado: toda la punta con la cabaña y
el agua negra, con el mar verde a un lado y el mar azul al otro, y una
maldición sin nombre e indescriptible cerniéndose sobre todo. No volví a verlo
más y a menudo me pregunto... Tras esta última mirada, me encaminé hacia
delante y escruté el panorama de tierra adentro que se extendía ante mí.
El camino, como he dicho, corría por la ribera
derecha si uno iba hacia el interior. Delante y a la izquierda vislumbré
entonces un magnífico valle, que abarcaba miles de acres, sepultado bajo un
oscilante manto de hierba tropical más alta que mi cabeza. Casi al límite de la
visión había una colosal palmera que parecía fascinarme y reclamarme. En este
momento, el asombro y la huida de la península condenada habían, con mucho,
disipado mi temor, pero cuando me detuve y desplomé fatigado sobre el sendero,
hundiendo ociosamente mis manos en la cálida arena blancuzco-dorada, un nuevo y
agudo sonido de peligro me embargó. Algún terror en la alta hierba sibilante
pareció sumarse a la del diabólico mar retumbante y me alcé gritando fuerte y
desabridamente.
-¿Tigre? ¿Tigre? ¿Es un tigre? ¿Bestias? ¿Bestias?
¿Es una bestia lo que me atemoriza?
Mi mente retrocedía hasta una antigua y clásica
historia de tigres que había leído; traté de recordar al autor, pero tuve
alguna dificultad. Entonces, en mitad de mi espanto, recordé que el relato
pertenecía a Ruyard Kipling; no se me ocurrió lo ridículo que resultaba
considerarle como un antiguo autor. Anhelé el volumen que contenía esta
historia, y casi había comenzado a desandar el camino hacia la cabaña condenada
cuando el sentido común y el señuelo de la palmera me contuvieron.
Si hubiera o no podido resistir el deseo de
retroceder sin el concurso de la fascinación por la inmensa palmera, es algo
que no sé. Su atracción era ahora predominante, y dejé el camino para
arrastrarme sobre manos y rodillas por la pendiente del valle, a pesar de mi
miedo hacia la hierba y las serpientes que pudiera albergar. Decidí luchar por
mi vida y cordura tanto como fuera posible y contra todas las amenazas del mar
o tierra, aunque a veces temía la derrota mientras el enloquecido silbido de la
misteriosa hierba se unía al todavía audible e irritante batir de las distantes
rompientes. Con frecuencia, debía detenerme y tapar mis oídos con las manos
para aliviarme, pero nunca pude acallar del todo el detestable sonido. Fue tan
sólo tras eras, o así me lo pareció, cuando finalmente pude arrastrarme hasta
la increíble palmera y reposar bajo su sombra protectora.
Entonces ocurrieron una serie de incidentes que me
transportaron a los opuestos extremos del éxtasis y el horror; sucesos que temo
recordar y sobre los que no me atrevo a buscar interpretación. Apenas me había
arrastrado bajo el colgante follaje de la palmera, cuando brotó de entre sus
ramas un muchacho de una belleza como nunca antes viera. Aunque sucio y
harapiento, poseía las facciones de un fauno o semidiós, e incluso parecía
irradiar en la espesa sombra del árbol. Sonrió tendiendo sus manos, pero antes
de que yo pudiera alzarme y hablar, escuché en el aire superior la exquisita
melodía de un canto; notas altas y bajas tramadas con etérea y sublime armonía.
El sol se había hundido ya bajo el horizonte, y en el crepúsculo vi una aureola
de mansa luz rodeando la cabeza del niño. Entonces se dirigió a mí con timbre
argentino.
-Es el fin. Han bajado de las estrellas a través
del ocaso. Todo está colmado y más allá de las corrientes arinurianas moraremos
felices en Teloe.
Mientras el niño hablaba, descubrí una suave
luminosidad a través de las frondas de las palmeras y vi alzarse saludando a
dos seres que supe debían ser parte de los maestros cantores que había
escuchado. Debían ser un dios y una diosa, porque su belleza no era la de los
mortales, y ellos tomaron mis manos diciendo:
-Ven, niño, has escuchado las voces y todo está
bien. En Teloe, más allá de las Vía Láctea y las corrientes arinurianas,
existen ciudades de ámbar y calcedonia. Y sobre sus cúpulas de múltiples
facetas relumbran los reflejos de extrañas y hermosas estrellas. Bajo los
puentes de marfil de Teloe fluyen los ríos de oro líquido llevando
embarcaciones de placer rumbo a la floreciente Cytarion de los Siete Soles. Y
en Teloe y Cytarion no existe sino juventud, belleza y placer, ni se escuchan
más sonidos que los de las risas, las canciones y el laúd. Sólo los dioses
moran en Teloe la de los ríos dorados, pero entre ellos tú habitarás.
Mientras escuchaba embelesado, me percaté
súbitamente de un cambio en los alrededores. La palmera, que últimamente había
resguardado a mi cuerpo exhausto, estaba ahora a mi izquierda y
considerablemente debajo. Obviamente flotaba en la atmósfera; acompañado no
sólo por el extraño chico y la radiante pareja, sino por una creciente
muchedumbre de jóvenes y doncellas semiluminosos y coronados de vides, con
cabelleras sueltas y semblante feliz. Juntos ascendimos lentamente, como en
alas de una fragante brisa que soplara no desde la tierra sino en dirección a
la nebulosa dorada, y el chico me susurró en el oído que debía mirar siempre a
los senderos de luz y nunca abajo, a la esfera que acababa de abandonar. Los
mozos y muchachas entonaban ahora dulces acompañamientos con los laúdes y me
sentía envuelto en una paz y felicidad más profunda de lo que hubiera imaginado
en toda mi vida, cuando la intrusión de un simple sonido alteró mi destino
destrozando mi alma. A través de los arrebatados esfuerzos de cantores y
tañedores de laúd, como una armonía burlesca y demoníaca, atronó desde los
golfos inferiores el maldito, el detestable batir del odioso océano. Y cuando
aquellas negras rompientes rugieron su mensaje en mis oídos, olvidé las
palabras del niño y miré abajo, hacia el condenado paisaje del que creía haber
escapado.
En las profundidades del éter vi la estigmatizada
tierra girando, siempre girando, con irritados mares tempestuosos consumiendo
las salvajes y arrasadas costas y arrojando espuma contra las tambaleantes
torres de las ciudades desoladas. Bajo una espantosa luna centelleaban visiones
que nunca podré describir, visiones que nunca olvidaré: desiertos de barro
cadavérico y junglas de ruina y decadencia donde una vez se extendieron las
llanuras y poblaciones de mi tierra natal, y remolinos de océano espumeante
donde otrora se alzaran los poderosos templos de mis antepasados. Los
alrededores del polo Norte hervían con ciénagas de estrepitoso crecimiento y
vapores malsanos que silbaban ante la embestida de las inmensas olas que se
encrespaban, lacerando, desde las temibles profundidades. Entonces, un
desgarrado aviso cortó la noche, y a través del desierto de desiertos apareció
una humeante falla. El océano negro aún espumeaba y devoraba, consumiendo el
desierto por los cuatro costados mientras la brecha del centro se ampliaba y
ampliaba.
No había otra tierra salvo el desierto, y el océano
furioso todavía comía y comía. Sólo entonces pensé que incluso el retumbante
mar parecía temeroso de algo, atemorizado de los negros dioses de la tierra
profunda que son más grandes que el malvado dios de las aguas, pero, incluso si
era así, no podía volverse atrás, y el desierto había sufrido demasiado bajo
aquellas olas de pesadilla para apiadarse ahora. Así, el océano devoró la
última tierra y se precipitó en la brecha humeante, cediendo de este modo todo
cuanto había conquistado. Fluyó nuevamente desde las tierras recién sumergidas,
desvelando muerte y decadencia y, desde su viejo e inmemorial lecho, goteó de
forma repugnante, revelando secretos ocultos en los años en que el Tiempo era
joven y los dioses aún no habían nacido. Sobre las olas se alzaron recordados
capiteles sepultados bajo las algas. La luna arrojaba pálidos lirios de luz
sobre la muerta Londres, y París se levantaba sobre su húmeda tumba para ser
santificada con polvo de estrellas. Después, brotaron capiteles y monolitos que
estaban cubiertos de algas pero que no eran recordados; terribles capiteles y
monolitos de tierras acerca de las cuales el hombre jamás supo.
No había ya retumbar alguno, sino sólo el
ultraterreno bramido y siseo de las aguas precipitándose en la falla. El humo
de esta brecha se había convertido en vapor, ocultando casi el mundo mientras
se hacía más y más denso. Chamuscó mi rostro y manos, y cuando miré para ver
cómo afectaba a mis compañeros descubrí que todos habían desaparecido. Entonces
todo terminó bruscamente y no supe más hasta que desperté sobre una cama de
convalecencia. Cuando la nube de humo procedente del golfo plutónico veló por
fin toda mi vista, el firmamento entero chilló mientras una repentina agonía de
reverberaciones enloquecidas sacudía el estremecido éter. Sucedió en un
relámpago y explosión delirantes; un cegador, ensordecedor holocausto de fuego,
humo y trueno que disolvió la pálida luna mientras la arrojaba al vacío.
Y cuando el humo clareó y traté de ver la tierra,
tan sólo pude contemplar, contra el telón de frías y burlonas estrellas, al sol
moribundo y a los pálidos y afligidos planetas buscando a su hermana.
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