A Melania
Melania, oh Melania; yo te imagino en una pobre aldea
Melania, oh Melania; yo te imagino en una pobre aldea
de los
Alpes franceses; no como a Dorotea,
la de
Wórdsworth, feliz, sino como a María,
la de
Páscoli, triste. Dorotea era el día.
Tú eres
la noche blanca, y en ella, sola, ausente,
estás
tejiendo dolorosamente.
¡Cuánta
nieve caída desde que Henri, iluso,
se fue
tras la gaviota; cuántas vueltas dio el huso!
(Estoy contento. El barco que me lleva se llama
“La
Linda”. Hace pensar en la mujer que se ama).
¡Cuánta nieve! En tus manos, versos del labrador
señalan
su pasaje del contento al dolor
y de éste
a la ironía.
(Mi rancho era llamado “Rancho de la poesía”;
ahora ya
se llama “Rancho del holgazán”,
porque
estoy triste, triste con mi ración de pan,
y nada
quiero hacer,
sino
volver a Francia, oh Melania, ¡volver!).
¡Cuánta flor
deshojada! Edelweiss de la altura
con tu
recuerdo llegan a la inmensa llanura
donde el
poeta canta su canto desolado.
(El indio y la langosta vienen del mismo lado.
Uno y
otro vinieron, y hoy día, al despertar,
me
encontré sin caballo, sin hierba que mirar.
Sólo
quedó el ombú flotando en la derrota.
Todo se
había ido: pasto, animal, gaviota. . .)
¡Cuánta nieve caída; cuánto esperar en vano,
la flor
en la montaña y el rosario en la mano!
(Las mujeres corrían por el trigal undoso
y
lloraban, clamando del cielo tormentoso
misericordia.
Era como una sombra inmensa
que baja
voraz a la tierra indefensa.
¡Qué hora
aquella hora! La gente iba y venía
sin saber
lo que hacer; gritaba, maldecía.
Yo salí
campo afuera, pero al fin me detuve.
Comprendí
que era inútil luchar contra la nube,
y regresé
a encerrarme para no ver ni oír.
¡Que
verde estaba el trigo condenado a morir!)
¡Cuánta lágrima heñida, cuánto silencio hilado,
cuánto
fuego encendido y otra vez apagado!
(Todos quedamos tristes. Contra la luna llena
las
langostas pasaban en la noche serena.
Quién
sabe adónde irían. Ya a nadie le importaba.
El trigo
se había ido. Sólo el dolor estaba).
El reloj da la horas. Te levantas sin ruido.
Abres la
vieja cómoda; guardas allí el tejido,
y te vas
con tu lámpara de virgen penitente.
La puerta
tras de ti se cierra suavemente.
(No se oía ni un canto. Los hombres anduvieron
como
heridos. Algunos montaron y se fueron.
Pero
estaban las madres. Ellas no se movieron.
Lloraron
silenciosas por el trigo inocente.
Después
dieron la voz de sembrar nuevamente).
Oh Melania, oh Melania; suave, triste belleza,
la lana
entre los dedos, el velo en la cabeza,
en tu
nevado claustro de los Alpes franceses,
viendo
caer en copos los días y los meses.
Oh
Melania callada, taciturna vestal,
ángel de
la alturas; flor de nieve, inmortal.
(*) Pobre Melania,
en la colonia
casi uno se muere de hambre
mientras mucho se trabaja.
La indigencia en Francia
es preferible
a estos grandes terrenos
que no producen nada.
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Al cabo de tres años que cultivo mis tierras
muchos fracasos me han sobrevenido,
he visto perecer enteras todas mis cosechas,
sin que quedara con qué alimentarme.
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