En
agosto nos vemos
Texto
íntegro de un relato de amor inédito que leyó el premio Nobel colombiano el
pasado jueves en el Foro de la Sociedad General de Autores sobre La fuerza de
la creación iberoamericana
ROSA MORA
Gabriel
García Márquez leyó este cuento el pasado jueves en la Casa de América de
Madrid; mejor dicho, leyó una versión anterior. Obsesionado por la perfección,
por el detalle, por la elección del adjetivo exacto, empezó a corregirlo, a
suprimir partes, a cambiar o añadir palabras apenas acabaron los calurosos
aplausos de los asistentes al acto, y seguirá reescribiéndolo hasta que se
publique en forma de libro, quizá en el año 2000, prefiere no hablar de fechas.
Gabo ha reelaborado alguno de sus libros hasta 13 veces.
En agosto nos vemos es el primer cuento de una novela de
150 páginas que incluirá otros cuatro. Los cinco relatos, que parecen historias
absolutamente cerradas, autónomas, forman un todo unitario protagonizado por
Ana Magdalena Bach, una mujer culta y aún bella, al borde de la tercera edad,
que cada año en agosto, el 16, viaja al pequeño pueblo donde está enterrada su
madre, en el cementerio de los pobres, para contarle sus cosas y llevarle un
ramo de gladiolos. En este primer viaje vive una aventura amorosa que no
esperaba y que cambia su vida. Cuando salga el libro podremos saber que Ana
Magdalena regresó a su casa consciente de que era una persona distinta, una
mujer que vivirá todo el año en un permanente sobresalto, convencida de que
cuando vuelva en agosto a visitar la tumba de su madre, algo le pasará. En los
siguientes cuentos, Ana Magdalena vivirá nuevas aventuras, hasta que se enamore
de verdad de otro hombre. Entonces, "todo se despiporra", cuenta el
escritor colombiano. "La mujer hace crisis". Gabriel García Márquez explica
que se siente bastante satisfecho de cómo ha abordado esta parte.
En
agosto nos vemos formará parte de un libro que incluirá otras tres novelas de
150 páginas, que Gabo tiene ya prácticamente escritas, y es probable que
incluya una cuarta, porque, según explica, se le ha ocurrido una idea que le
atrae. El común denominador del libro es que tratará de historias de amor de
gente mayor. Antes de la aparición de este libro, que aún no tiene título
definitivo, publicará el primer tomo de sus memorias, posiblemente a finales de
año. Aunque podría sacar las novelas cortas dentro de seis meses, el premio
Nobel colombiano prefiere posponerlas a las primeras memorias. Como a éstas
seguirán otros volúmenes de recuerdos, no quiere que los lectores piensen en él
como "autor exclusivamente memorialista", o como periodista.
"Soy y seguiré siendo un narrador".
Entre
sus novelas, sus memorias, la Fundación para un Nuevo Periodismo
Iberoamericano, que dirige en Cartagena de Indias (Colombia), el Taller de Cine
de San Antonio de los Baños (Cuba) y los artículos que escribe para prensa,
García Márquez está atareadísimo y encantado de estarlo. El regreso a las
colaboraciones periódicas, hace unos meses, en la revista Cambio Colombia,
publicadas en España por EL PAÍS, le ocupa mucho tiempo. Ha escrito perfiles
del presidente norteamericano, Bill Clinton, y del venezolano, Hugo Chaves;
intervino en un largo reportaje sobre el proceso de paz en Colombia y está
trabajando otros temas.
Hace
dos años, cuando Gabriel García Márquez cumplió los 70, dijo: "Daría lo
que fuera por tener 50". Ahora, este mes, acaba de cumplir los 72 y
muestra una envidiable energía y una increíble capacidad de trabajo y de
ilusión. 1997 fue un año mágico, lleno de fechas y de conmemoraciones, por el que
Gabo intentó pasar de puntillas, pero que le situó en el ojo del huracán: 70
años de edad; 30 de la publicación de Cien años de soledad, la novela que
revolucionó la narrativa en español; 50 de la aparición de su primer relato,
Ojos de perro azul, y 15 de la concesión del Premio Nobel de Literatura.
Con
Cien años de soledad, la novela mítica de Macondo, de la saga de los Buendía,
de las mil historias que se cruzan y entrecruzan, el escritor demostró al mundo
que la calidad no está reñida con la cantidad. Fue, es, un best seller
revolucionario, que en 1967 tuvo una primera edición de 8.000 ejemplares. Se
convirtió rápidamente en un clásico, traducido a casi 40 idiomas y del que se
han vendido más de 30 millones de ejemplares. Con él nació la leyenda de García
Márquez. Las cifras de su literatura son de vértigo. Noticia de un secuestro,
sobre la Colombia de Pablo Escobar, arrancó en España con una tirada de inicial
de 150.000 ejemplares y antes de acabar su distribución se reimprimieron otros
100.000. De Diatriba de amor contra un hombre sentado, un monólogo teatral, se
vendieron sólo en los primeros meses más de 60.000 copias.
Desde
hace tiempo se esperan con expectación sus memorias, y desde el jueves, el
nuevo libro con tres o cuatro novelas cortas. La leyenda continúa.
En agosto nos vemos
Volvió
a la isla el viernes 16 de agosto en el transbordador de las dos de la tarde.
Llevaba una camisa de cuadros escoceses, pantalones de vaquero, zapatos
sencillos de tacón bajo y sin medias, una sombrilla de raso y, como único
equipaje, un maletín de playa. En la fila de taxis del muelle fue directo a un
modelo antiguo carcomido por el salitre. El chófer la recibió con un saludo de
antiguo conocido y la llevó dando tumbos a través del pueblo indigente, con casas
de bahareque y techos de palma, y calles de arenas blancas frente a un mar
ardiente. Tuvo que hacer cabriolas para sortear los cerdos impávidos y a los
niños desnudos, que lo burlaban con pases de toreros. Al final del pueblo se
enfiló por una avenida de palmeras reales, donde estaban las playas y los
hoteles de turismo, entre el mar abierto y una laguna interior poblada de
garzas azules. Por fin se detuvo en el hotel más viejo y desmerecido.
El
conserje la esperaba con las llaves de la única habitación del segundo piso que
daba a la laguna. Subió las escaleras con cuatro zancadas y entró en el cuarto
pobre con un fuerte olor de insecticida y casi ocupado por completo con la
enorme cama matrimonial. Sacó del maletín un neceser de cabritilla y un libro intenso
que puso en la mesa de noche con una página marcada por el cortapapeles de
marfil. Sacó una camisola de dormir de seda rosada y la puso debajo de la
almohada. Sacó una pañoleta de seda con estampados de pájaros ecuatoriales, una
camisa blanca de manga corta y unos zapatos de tenis muy usados, y los llevó al
baño con el neceser.
Antes
de arreglarse se quitó la camisa escocesa, el anillo de casada y el reloj de
hombre que usaba en el brazo derecho, y se hizo abluciones rápidas en la cara
para lavarse el polvo del viaje y espantar el sueño de la siesta. Cuando acabó
de secarse sopesó en el espejo sus senos redondos y altivos a pesar de sus dos
partos, y ya en las vísperas de la tercera edad. Se estiró las mejillas hacia
atrás con los cantos de las manos para verse como había sido de joven, y vio su
propia máscara con los ojos chinos, la nariz aplastada, los labios intensos.
Pasó por alto las primeras arrugas del cuello, que no tenían remedio, y se
mostró los dientes perfectos y bien cepillados después del almuerzo en el
transbordador. Se frotó con el pomo del desodorante las axilas recién afeitadas
y se puso la camisa de algodón fresco con las iniciales AMB bordadas a mano en
el bolsillo. Se desenredó con el cepillo el cabello indio, largo hasta los
hombros, y se hizo la cola de caballo con la pañoleta de pájaros. Para
terminar, se suavizó los labios con el lápiz labial de vaselina simple, se
humedeció los índices en la lengua para alisarse las cejas lineales, se dio un
toque de su perfume amargo detrás de cada oreja y se enfrentó por fin al espejo
con su rostro de madre otoñal. La piel, sin un rastro de cosméticos, se
defendía con su color original, y los ojos de topacio no tenían edad en los
oscuros párpados portugueses. Se trituró a fondo, se juzgó sin piedad y se
encontró casi tan bien como se sentía. Sólo cuando se puso el anillo y el reloj
se dio cuenta de su retraso: faltaban seis para las cinco. Pero se concedió un
minuto de nostalgia para contemplar las garzas que planeaban inmóviles en el
vapor ardiente de la laguna. Los nubarrones negros del lado del mar le
aconsejaron la prudencia de llevar la sombrilla .
El
taxi la esperaba bajo los platanales del portal. Se alejó por la avenida de
palmeras hasta un claro de los hoteles donde había un mercado popular al aire
libre, y se detuvo en un puesto de flores. Una negra grande que hacía la siesta
en una silla de playa despertó sobresaltada, reconoció a la mujer en el asiento
posterior del automóvil y le dio, entre risas y chácharas, el ramo de gladiolos
que había encargado para ella desde la mañana. Unas cuadras más adelante el
taxi torció por un sendero apenas transitable que subía por una cornisa de
piedras afiladas. A través del aire enrarecido por el calor se veían los yates
de placer alineados en la dársena del turismo, el trasbordador que se iba, el
perfil remoto de la ciudad en la bruma del horizonte, el Caribe abierto.
En
la cumbre de la colina estaba el cementerio triste de los pobres. Empujó sin
esfuerzo el portón oxidado, y entró con el ramo de flores en el sendero de
túmulos tragados por la maleza, con escombros de ataúdes y saldos de huesos
calcinados por el sol. Las tumbas parecían iguales en el cementerio desamparado
con una ceiba de grandes ramas en el centro. Las piedras afiladas hacían daño aun
a través de las suelas de caucho recalentado, y el sol duro se filtraba por el
raso de la sombrilla. Una iguana surgió de los matorrales, se detuvo en seco
frente a ella, la miró un instante y escapó en estampida.
Había
acabado de limpiar tres tumbas, y estaba exahusta y empapada de sudor cuando
logró reconocer la lápida de mármol amarillento con el nombre de la madre y la
fecha de su muerte, veintinueve años antes. Solía darle las noticias de la
casa, la había informado con datos confidenciales para que la ayudara a decidir
si se casaba, y a los pocos días creyó recibir su respuesta en un sueño que le
pareció inequívoco y sabio. Algo semejante le había ocurrido cuando el hijo
estuvo dos semanas entre la vida y la muerte por un accidente de tránsito, sólo
que la respuesta no le llegó en sueños, sino por la conversación casual con una
mujer que se le acercó en el mercado sin ningún motivo. No era supersticiosa,
pero tenía la certeza racional de que la identificación perfecta con su madre
continuaba después de su muerte. Así que le hizo las preguntas del año, puso
las flores en la tumba, y se fue convencida de recibir las respuestas el día
menos pensado.
Misión
cumplida: había repetido aquel viaje por veintiocho años consecutivos cada 16
de agosto a la misma hora, en el mismo cuarto del mismo hotel, con el mismo
taxi y la misma florista bajo el sol de fuego del mismo cementerio indigente,
para poner un ramo de gladiolos frescos en la tumba de su madre. A partir de
ese momento no tenía nada que hacer hasta las nueve de la mañana del día
siguiente, cuando salía el transbordador de regreso.
Se
llamaba Ana Magdalena Bach, había cumplido cincuenta y dos años de nacida y
veintitrés de un matrimonio bien avenido con un hombre que la amaba, y con el
cual se casó sin terminar la carrera de letras, todavía virgen y sin noviazgos
anteriores. Su padre fue un maestro de música que seguía siendo director del
Conservatorio Provincial a los ochenta y dos años, y su madre había sido una
célebre maestra de primaria montesoriana que, a pesar de sus méritos, no quiso
ser nada más hasta su último aliento.
Ana
Magdalena heredó de ella la esbeltez de los ojos amarillos, la virtud de las
pocas palabras y la inteligencia para disimular el temple de su carácter. La
voluntad de ser enterrada en la isla la había expresado tres días antes de
morir. Ana Magdalena quiso acompañarla, desde el primer viaje, pero a nadie le
pareció prudente, porque ella misma no creyó que pudiera sobrevivir a su
congoja. Al primer aniversario, sin embargo, su padre la llevó a la isla para
poner la lápida de mármol que estaban debiéndole a la tumba. La asustó la
travesía en una canoa con motor fuera de borda que demoró casi cuatro horas sin
un instante de buena mar. Admiró las playas de harina dorada al borde mismo de
la selva virgen, el alboroto atronador de los pájaros y el vuelo fantasmal de
las garzas en el remanso de la laguna interior. Pero la deprimió la miseria de
la aldea, donde tuvieron que dormir a la intemperie en una hamaca colgada entre
dos cocoteros, y la cantidad de pescadores negros con el brazo mutilado por la
explosión prematura de los tacos de dinamita. Por encima de todo, sin embargo,
entendió la voluntad de su madre cuando vio el esplendor del mundo desde la
cumbre del cementerio. Fue entonces cuando se impuso el deber de llevarle un
ramo de flores todos los años mientras tuviera vida.
Agosto
era el mes más caluroso del año y la estación de los aguaceros grandes, pero
ella lo entendió como una obligación de su vida privada que debía cumplir sin
falta y siempre sola. Fue la única condición que le impuso a su hombre antes de
casarse, y él tuvo la inteligencia de admitir que era algo ajeno a su poder.
Así
que Ana Magdalena había visto crecer año tras año los acantilados de cristal de
los hoteles de turismo, había pasado de las canoas de indios a las lanchas de
motor, y de éstas al transbordador, y creía tener motivos para sentirse como el
nativo más antiguo de la aldea.
Aquella
tarde, cuando volvió al hotel, se tendió en la cama sin más ropas que las
bragas de encajes y reanudó la lectura del libro que había empezado durante el
viaje. Era el Drácula original de Bram Stoker. Siempre fue una buena lectora.
Había leído con rigor lo que más le gustaba, que eran las novelas cortas de
cualquier género, como el Lazarillo de Tormes , El Viejo y el Mar, El
extranjero . En los últimos años, al borde de los cincuenta, se había sumergido
a fondo en las novelas sobrenaturales.
Drácula
le había fascinado desde el principio, pero aquella tarde sucumbió al trueno
continuo del ventilador colgado del cielo raso, y se quedó dormida con el libro
en el pecho. Despertó dos horas después en las tinieblas, sudando a mares, de
mal humor y sorda de hambre.
No
era una excepción en su rutina de años. El bar del hotel estaba abierto hasta
las diez de la noche, y varias veces había bajado a comer cualquier cosa antes
de dormir. Notó que había más clientes que de costumbre a esa hora, y el mesero
no le pareció el mismo de antes. Ordenó para no equivocarse un sanduiche de
jamón y queso con pan tostado, y café con leche. Mientras se lo llevaban se dio
cuenta de que estaba rodeada por los mismos clientes mayores de cuando el hotel
era el único, o de escasos recursos, como ella. Una niña mulata cantaba boleros
de moda, y el mismo Agustín Romero, ya viejo y ciego, la acompañaba bien y con
amor en el mismo piano de media cola de la fiesta inaugural.
Terminó
de prisa, abrumada por humillación de comer sola, pero se sintió bien con la
música, que era suave y tierna, y la niña sabía cantar. Cuando volvió en sí
sólo quedaban tres parejas en mesas dispersas, y justo frente a ella, un hombre
distinto que no había visto entrar. Vestía de lino blanco, como en los tiempos
de su padre, con el cabello metálico y el bigote de mosquetero terminado en
puntas. Tenía en la mesa una botella de aguardiente y una copa a la mitad, y
parecía estar solo en el mundo.
El
piano inició el Claro de Luna de Debussy en un buen arreglo para bolero, y la
niña mulata la cantó con amor. Conmovida, Ana Magdalena pidió una ginebra con
hielo y soda, el único alcohol que se permitía de vez en cuando, y lo
sobrellevaba bien. Había aprendido a disfrutarlo a solas con su esposo, un
alegre bebedor social que la trataba con la cortesía y la complicidad de un
amante secreto.
El
mundo cambió desde el primer sorbo. Se sintió bien, pícara, alegre, capaz de
todo, y embellecida por la mezcla sagrada de la música con el alcohol. Pensaba
que el hombre de la mesa de enfrente no la había mirado, pero cuando ella lo
miró por segunda vez después del primer sorbo de ginebra, lo sorprendió
mirándola. Él se ruborizó. Ella, en cambio, le sostuvo la mirada mientras él
miró el reloj de leontina, lo guardó impaciente, miró hacia la puerta, se
sirvió otro vaso, ofuscado, porque ya era consciente de que ella lo miraba sin
clemencia. Entonces la miró de frente. Ella le sonrió sin reservas, y él la
saludó con una leve inclinación de cabeza. Entonces ella se levantó, fue hasta
su mesa y lo asaltó con una estocada de hombre.
-¿Puedo
invitarlo a un trago?
El
hombre se resquebrajó.
-Sería
un honor -dijo.
-Me
bastaría con que fuera un placer -dijo ella.
No
había terminado cuando ya estaba sentada a la mesa, y sirvió un trago en la
copa de él, y otro para ella. Lo hizo con tanta habilidad, y tan buen estilo,
que él no acertó a quitarle la botella para impedir que se sirviera ella misma.
Salud, dijo ella. Él se puso a tono, y ambos se tomaron la copa de un golpe. Él
se atragantó, tosió con sobresaltos de todo el cuerpo y quedó bañado en
lágrimas. Sacó el pañuelo intachable con un vaho de agua de lavanda, y la miró
a través del llanto. Ambos guardaron un largo silencio hasta que él se secó con
el pañuelo y recobró la voz. Ella se atrevió a sentar plaza con una pregunta:
-¿Está
seguro que no vendrá nadie?
-No
-dijo él sin ninguna lógica-. Era un asunto de negocios, pero ya no llegará.
Ella
preguntó con una expresión de incredulidad calculada: ¿Negocios? Él le
respondió como hombre para que no le creyera: Ya no estoy para nada más. Y
ella, con una vulgaridad que no era suya, pero bien calculada, lo remató:
-Será
en su casa.
Siguió
pastoreándolo con su tacto fino. Jugó a adivinarle la edad, y se equivocó por
un año de más: cuarenta y seis. Jugó a descubrir su país de origen por el
acento, pero no acertó en tres tentativas. Probó a adivinar la profesión, pero
él se apresuró a decirle que era ingeniero civil, y ella sospechó que era una
artimaña para impedir que llegara a la verdad.
Hablaron
sobre la audacia de convertir en bolero una pieza sagrada de Debussy, pero él
no lo había advertido. Sin duda, se dio cuenta de que ella sabía de música y él
no había pasado del Danubio azul. Ella le contó que estaba leyendo Drácula. Él
sólo lo había leído de niño en una versión infantil, y seguía impresionado con
la idea de que el conde desembarcara en Londres transformado en perro. En el
segundo trago ella sintió que el aguardiente se había encontrado con la ginebra
en alguna parte de su corazón, y tuvo que concentrarse para no perder la
cabeza. La música se acabó a las once, y sólo esperaban que ellos se fueran
para cerrar.
A
esa hora ella lo conocía ya como si hubiera vivido con él desde siempre. Sabía
que era aseado, impecable en el vestir, con unas manos mudas agravadas por el
esmalte natural de las uñas. Se dio cuenta de que estaba cohibido por los
grandes ojos amarillos que ella no apartó de los suyos, y que era un hombre
bueno y cobarde. Se sintió con el dominio suficiente para dar el paso que no se
le había ocurrido ni en sueños en toda su vida, y lo dio sin misterios:
-¿Subimos?
Él
dijo con una humildad ambigua:
-No
vivo aquí.
Pero
ella no esperó siquiera que terminara de decirlo. Se levantó, sacudió apenas la
cabeza para dominar el alcohol, y sus ojos radiantes resplandecieron.
-Yo
subo primero mientras usted paga, le dijo. Segundo piso, número 203, a la
derecha de la escalera. No toque, empuje nada más.
Subió
a la habitación arrastrada por un dulce desasosiego que no había vuelto a
sentir desde su última noche de virgen. Encendió el ventilador del techo, pero
no la luz; se desnudó en la oscuridad sin detenerse, y dejó el reguero de ropa
en el suelo desde la puerta hasta el baño. Cuando encendió la lámpara del
tocador tuvo que cerrar los ojos y aspirar hondo con un esfuerzo para regular
la respiración y controlar el temblor de las manos. Se lavó a toda prisa: el
sexo, las axilas, los dedos de los pies macerados por el caucho de los zapatos,
pues, a pesar de los terribles sudores de la tarde, no había pensado bañarse
hasta la hora de dormir. Sin tiempo de cepillarse los dientes, se puso en la
lengua una pizca de pasta dentífrica, y volvió al cuarto, iluminado apenas por
la luz oblicua del tocador.
No
esperó a que su invitado empujara la puerta, sino que la abrió desde dentro
cuando lo sintió llegar. Él se asustó: ¡Ay, mi madre! Pero ella no le dio
tiempo de más en la oscuridad. Le quitó la chaqueta a zarpazos enérgicos, le
quitó la corbata, la camisa, y fue tirando todo en el suelo por encima de su
hombro. A medida que lo hacía, el aire se iba impregnando de un fuerte olor de
agua de lavanda. Él trató de ayudarla al principio, pero ella se lo impidió con
su audacia y su autoridad. Cuando lo tuvo desnudo hasta la cintura, lo sentó en
la cama y se arrodilló para quitarle los zapatos y las medias. Él se soltó al
mismo tiempo la hebilla del cinturón de modo que a ella le bastó con jalar los
pantalones para quitárselos, sin que ninguno de los dos se preocupara por el
reguero de llaves y el puñado de billetes y monedas que cayeron en el suelo.
Por último, lo ayudó a sacarse el calzoncillo a lo largo de las piernas, y se
dio cuenta de que no era tan bien servido como su esposo, que era el único que
ella conocía, pero estaba sereno y enarbolado.
No
le dejó ninguna iniciativa. Se acaballó sobre él hasta el alma y lo devoró para
ella y sin pensar en él, hasta que ambos quedaron exhaustos en un caldo de
sudor. Permaneció encima, luchando a solas contra las primeras dudas de su
conciencia bajo el chorro caliente y el ruido sofocante del ventilador, hasta
que se dio cuenta de que él no respiraba bien, abierto en cruz bajo el peso de
su cuerpo. Entonces descabalgó y se tendió bocarriba a su lado. Él permaneció
inmóvil hasta que pudo preguntar con el primer aliento:
-¿Por
qué yo?
-Me
pareció muy hombre -dijo ella.
-Viniendo
de una mujer como usted -dijo él- es un honor.
-Ah
-bromeó ella-. ¿No fue un placer?
Él
no contestó y ambos yacieron pendientes de los ruidos de la noche. El cuarto
era sedante en la penumbra de la laguna. Se oyó un aleteo cercano. Él preguntó:
¿Qué es eso? Ella le habló de los hábitos de las garzas en la noche. Al cabo de
una hora larga de susurros banales, ella empezó a explorar con los dedos, muy
despacio, desde el pecho hasta el bajo vientre. Lo exploró después con el tacto
de sus pies a lo largo de las piernas, y comprobó que todo él estaba cubierto
por un vello rizado y tierno que le recordó la hierba en abril. Luego empezó a
provocarlo con besos tiernos en las orejas y en el cuello, y se besaron por
primera vez en los labios. Entonces él se le reveló como un amante exquisito
que la elevó sin prisa hasta el más alto grado de ebullición. Ella se
sorprendió de que unas manos tan primarias fueran capaces de tanta ternura.
Pero cuando él trató de inducirla al modo convencional del misionero, ella se
resistió, temerosa de que se estropeara el prodigio de la primera vez. Sin
embargo, él se le impuso con firmeza, la manejó a su gusto y manera, y la hizo
feliz.
Habían
dado las dos cuando la despertó un trueno que sacudió los estribos de la casa,
y el viento forzó el pestillo de la ventana. Se apresuró a cerrarla, y en el
mediodía instantáneo de otro relámpago vio la laguna encrespada, y a través de
la lluvia vio la luna inmensa en el horizonte y las garzas azules aleteando sin
aire en la borrasca.
De
regreso a la cama se le enredaron los pies en la ropa de ambos. Dejó la suya en
el suelo para recogerla después, y colgó la chaqueta de él en la silla, colgó
encima la camisa y la corbata, dobló los pantalones con cuidado para no
arrugarles la línea, y le puso encima las llaves, la navaja y el dinero que se
le habían caído de los bolsillos. El aire del cuarto se refrescaba por la
tormenta, así que se puso el camisón rosado de una seda tan pura que le erizó
la piel. El hombre, dormido de costado y con las piernas encogidas, le pareció
un huérfano enorme, y no pudo resistir una ráfaga de compasión. Se acostó a sus
espaldas, lo abrazó por la cintura, y el vaho amoniacal de su cuerpo ensopado
de sudor le llegó al alma. Él soltó un resuello áspero y empezó a roncar. Ella
se adurmió apenas, y despertó en el vacío del ventilador eléctrico cuando se
fue la luz y el cuarto quedó en la fosforescencia verde de la laguna. Él
roncaba entonces con un silbido continuo. Ella empezó a teclear en sus espaldas
con la punta de los dedos por simple travesura. Él dejó de roncar con un
sobresalto abrupto y su animal exhausto empezó a revivir. Ella lo abandonó por
un instante y se quitó de un tirón la camisa de noche. Pero cuando volvió a él
fueron inútiles sus artes, pues se dio cuenta de que se hacía el dormido para
no arriesgarse por tercera vez. Así que se apartó hasta el otro lado de la
cama, volvió a ponerse la camisa y se durmió a fondo de espaldas al mundo.
Su
horario natural la despertó al amanecer. Yació un instante divagando con los ojos
cerrados, sin atreverse a admitir el latido de dolor de sus sienes ni el mal
sabor de cobre en la boca, por el desasosiego de que algo ignoto la esperaba en
la vida real. Por el ruido del ventilador se dio cuenta de que había vuelto la
luz y la alcoba era ya visible por el alba de la laguna.
De
pronto, como el rayo de la muerte, la fulminó la conciencia brutal de que había
fornicado y dormido por la primera vez en su vida con un hombre que no era el
suyo. Se volvió a mirarlo asustada por encima del hombro, y no estaba. Tampoco
estaba en el baño. Encendió las luces generales y vio que no estaba la ropa de
él, y en cambio la suya, que había tirado por el suelo, estaba doblada y puesta
casi con amor en la silla. Hasta entonces no se había dado cuenta de que no
sabía nada de él, ni siquiera el nombre, y lo único que le quedaba de su noche
loca era un tenue olor de lavanda en el aire purificado por la borrasca. Sólo
cuando cogió el libro de la mesa de noche para guardarlo en el maletín se dio
cuenta de que él le había dejado entre sus páginas de horror un billete de a
veinte dólares.
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